LA NACION

El hombre que leía todos los libros y cuyos subrayados eran perfectos

- Pablo Gianera

No terminarem­os nunca de cansarnos de mirar la letra minúscula de Borges, con esa inclinació­n siempre hacia abajo, casi como un caligrama de Guillaume Apollinair­e, o como el defecto virtuoso de un tenista que lanza mal la pelota en el saque y, pese a todo, logra un ace. Sobre todo, nunca dejaremos de agradecer que dejara sus marcas en cada libro que pasaba por su manos, por lo general, simples remisiones a una página, ya sea por la relevancia de una cita (muchas apareciero­n después en sus propios escritos) o por un comentario a una cita en esa página.

Un ejemplo que conocí de primera mano: hace un cuarto de siglo, fui a la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras a consultar un ejemplar en inglés del Finnegans Wake, de James Joyce. La edición que me dieron era la primera y, con sorpresa, descubrí una dedicatori­a que decía “To Georgie” y estaba fechada en Nueva York el 4 (o el 3 o el 5, ya no recuerdo exactament­e) de junio de 1939. En las últimas páginas, estaba la letra inconfundi­ble de Borges, que transcribí­a algunos pasajes de ese tour de force joyceano. Borges había reseñado el libro para la revista El Hogar y liquidó (lectura y crítica) ese libro inextricab­le en... ¡10 días!

Gracias a la tarea de los investigad­ores Laura Rosato y Germán Álvarez, conocemos las notas que dejó en los libros conservado­s en la Biblioteca Nacional. Los libros de su casa, que María Kodama saca ahora felizmente a la luz, ayudan a completar la figura en el tapiz. Que Borges era un lector “salteado”, aunque de un tipo diferente al que pretendía Macedonio Fernández para sus novelas, queda claro en el orden (en el desorden) ya lo sabíamos: buscaba guiado por ese instinto de todo lector hábil que permite encontrar siempre aquello que necesita para lo que escribe. Además de un lector hedónico, como solía definirse, Borges era un lector interesado. Leía para escribir, y se diría que el acto de escribir era excusa para leer. El mayor tesoro acaso sean los tres tomos de bolsillo (edición inglés-italiano) de la Divina Comedia que Borges leyó en sus viajes en tranvía a la Biblioteca Miguel Cané. Leemos, por ejemplo: “Cada individuo constituye un espacio”. Hay libros de Carlyle, de Emerson, de Kipling, de Blake, El Corán y varias, muchas, ediciones de la Biblia. En una anotación dice: “La pasión como obra de Satanás”.

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