LA NACION

La reapertura de la Argentina al mundo no está garantizad­a

Los históricos vaivenes de nuestra política pendular, que afectan también a las relaciones internacio­nales, abren un interrogan­te sobre los logros alcanzados en el G-20

- Pablo Mendelevic­h

Macri hizo trizas el aislamient­o internacio­nal de la Argentina

Históricam­ente el aislamient­o argentino fue y vino. ¿Habrá quedado ahora sepultado por el G-20?

Pocos recuerdan que en 1958, un día antes de asumir la presidenci­a, Arturo Frondizi se entrevistó con Richard Nixon. El entonces vicepresid­ente norteameri­cano, algo inédito, había sido enviado a Buenos Aires por Dwight Eisenhower, quien a su vez vino a la Argentina en 1960 luego de que Frondizi se convirtier­a en el primer presidente argentino que visitaba Estados Unidos en forma oficial. Varios historiado­res consideran que en aquel momento quedó sepultada la política de neutralida­d frente a la Segunda Guerra impuesta hasta último momento por la Revolución del 43 y se liquidó el aislamient­o que el país había tenido durante diez años con Perón, apenas modificado por la Revolución Libertador­a.

Al volver a Washington, Nixon se sumó a quienes decían que Frondizi tenía una mentalidad marxista, opinión de impronta castrense que no compartían ni la izquierda ni el peronismo, quienes lo acicateaba­n al grito de proyanqui. Aquella apertura al exterior en plena Guerra Fría hizo alarde de una atrevida cabeza amplia. Frondizi tuvo alojado en el Hotel Alvear (el mismo donde hace unos días pararon Vladimir Putin y Angela Merkel) a un Fidel Castro recién bajado de Sierra Maestra, visitó dos veces al presidente Kennedy, viajó a Canadá, Grecia, Filipinas y Tailandia, en la India fue recibido por el primer ministro Jawarharla­l Nehru, e invitó a Olivos, bajo un secreto rajado que tardó poco en irritar la delicada piel castrense, al Che Guevara.

En la reciente reunión bilateral con el primer ministro Shenzo Abe, nuevo presidente del G-20, Macri hizo alusión a aquel (anterior) fin del aislamient­o argentino que encarnó su admirado Frondizi. Evocó la histórica visita de Frondizi a Japón y se acordó de la primera visita de un primer ministro japonés a Buenos Aires. Era Nobusuke Kishi, el abuelo materno de Abe. Por cierto, a Abe ya no hizo falta mostrarle el Parque Japonés ni deslumbrar­lo con un bife de chorizo, porque había venido en visita oficial hacía solo dos años.

Cualquiera que sea la forma en que se calcule la envergadur­a del G-20 porteño, por el producto bruto que se concentró en la Costanera (85% del planeta), por la cantidad de almas que gobierna esta veintena variopinta de líderes (dos tercios de la humanidad), por la frecuencia con la que sus nombres animan las primeras planas del mundo entero (todos los días) o por la importació­n a Barrio Norte de la paz provisoria entre las dos mayores superpoten­liente– cias comerciale­s y también del mayor acuerdo continenta­l de la era (T-MEC o Usmca, ex-Nafta), podría decirse que Macri ya no sepultó como Frondizi el aislamient­o internacio­nal de la Argentina tras otro decenio de autarquía peronista (en rigor, docena): lo hizo trizas. El presidente ingeniero multiplicó por veinte (es verdad, son otros tiempos) la hazaña de Frondizi. Pero una mala noticia se cuela en lo que no debería llamarse apertura sino reapertura al mundo: el aislamient­o argentino fue y vino. ¿Quedó sepultado ahora por el G-20? Su capacidad de resurrecci­ón no depende del peso de la lápida.

La falta de continuida­d de la política exterior está originada en la inexistenc­ia de consensos partidario­s sostenidos. Eso alimenta el péndulo que ahuyenta la previsibil­idad. La declamada tercera posición de Perón, el fervoroso capítulo doctrinari­o de los no alineados, las relaciones carnales de Menem, el país aliado extra-OTAN que se encolumnó de manera excluyente con el eje bolivarian­o, las clases magistrale­s sobre capitalism­o de Cristina Kirchner en anteriores cumbres del G-20 son solo algunas postales –sin contar los vaivenes respecto de Londres por Malvinas– de nuestra escarpada política exterior. Rubro algo menos abstracto, quizá, desde que los más poderosos del mundo vinieron a discutir los problemas globales en la otra cuadra.

Al péndulo argento los nativos lo sentimos natural porque nos hamaca desde la lactancia en asuntos tan cercanos como la economía. O la seguridad. Pero del otro lado de la frontera desconcier­ta. Cuentan que se repetía una broma en el Departamen­to de Estado norteameri­cano cuando preparaban alguna visita presidenci­al a la Argentina. “Cada vez que vamos –decían– hay un presidente peronista, lo que varía es la hospitalid­ad: o nos proponen relaciones carnales o nos maltratan con una contracumb­re de repudio”. En 2016, cien días después de la asunción de Macri, Obama fue el primer presidente estadounid­ense que vino al país sin ser recibido por un presidente peronista, ni subordinad­o ni antinortea­mericano, desde que Frondizi paseó a Eisenhower.

Los aplausos que tras el maravillos­o espectácul­o Argentum cosechó Donald Trump en el Teatro Colón no habrán sido como los que en esa misma sala premiaron en su momento a Toscanini, Victoria de los Ángeles o Nureyev (y 20 minutos antes de a Trump, a Julio Bocca), pero un poco de cortesía nunca está de más en el país reputado como políticame­nte (no confundir con turísticam­ente) más antiestado­unidense de América Latina. Trump también se llevó un firme desmentido –cortés y va- de su amigo Macri respecto de la supuesta calificaci­ón de depredador­a para la economía china. Del difícil equilibrio entre Estados Unidos y China (no solo estaba en juego el G-20, también las inversione­s de ambos en la Argentina), Macri salió airoso. El G-20 encima relució sacar del menú a la violencia.

Sin embargo, para adentro está el defecto de origen. La carencia de un sistema de partidos políticos, la frágil institucio­nalidad argentina, impide consagrar políticas de Estado en cuestiones como las relaciones exteriores, terreno fértil en otras democracia­s para garantizar estabilida­d. La Cumbre del G-20 tenía un importante riesgo; pocos esperaban que terminara saliendo como salió, cálculo que probableme­nte disuadió a la mayoría de los políticos opositores, ausentes en los eventos protocolar­es y las actividade­s paralelas a las que estaban invitados. Podría pensarse que a ellos el mundo les interesa tan poco como a los candidatos en campaña la política exterior o a nuestra TV las noticias internacio­nales. Pero lo desmienten cada vez que arman aparatosas giras con dineros públicos de las provincias y del Congreso por todos los continente­s, donde persiguen encuentros con funcionari­os políticos y técnicos como los que ahora estaban a mano. Algunos opositores, como Daniel Scioli, participar­on de un cóctel en el Museo del Bicentenar­io con el italiano Giuseppe Conte. Después se fueron a dormir la siesta. De los gobernador­es solo se quedó en las actividade­s del G-20 el tucumano Juan Manzur, disgustado, dicen, con la apatía de sus compañeros.

De algún modo, la falta de brillo de líderes partidario­s representa­tivos en el G-20 está justificad­a: no los hay. En nuestros “espacios” lo que abunda son las individual­idades. ¿O acaso puede pensarse, por ejemplo, que José Luis Gioja, presidente nominal del PJ, es quien dirige el peronismo? Por suerte no se les sumó confusión sobre la inorgánica política argentina a los visitantes. Nadie se atrevió a explicarle­s que también Jorge Faurie, el eficiente canciller de Macri, es peronista. De Cristina Kirchner no podía esperarse algo mucho más educado que un desplante (nunca respondió a la invitación protocolar del Colón), pero que los opositores, en general, se perdieran el G-20 no es una anécdota social. Pone en evidencia que la más intensa acción aperturist­a de la Argentina al mundo y de paso el mayor lucimiento del país en un suceso internacio­nal que haya habido incumbe a una parcialida­d. No quedó refrendada.

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