El reino del revés
Hace más de tres décadas, cuando comenzaba a transitar por las redacciones con propuestas de temas peregrinos para la época (del tipo “un experimento de físicos argentinos intentará detectar materia oscura en el fondo de una cueva bajo la Cordillera de los Andes” o “las lagunas bonaerenses están en riesgo por la eutrofización debida al exceso de fertilizantes”), más de un colega habituado a titulares de política, economía o pozos en las calles de la ciudad debe de haber pensado que estaba hablando en chino mandarín. La ciencia, en esos tiempos, se consideraba un asunto exclusivo de… científicos. Lógico. Ni ellos ni la mayoría de los demás pensaban que hubiera razones para dar a conocer lo que se discutía en laboratorios y claustros académicos. ¿Para qué, se decían unos, si a los legos les sería imposible entender de qué hablaban? ¿Para qué, opinaban otros, si esos temas no le interesaban a “la gente”?
Afortunadamente, parece que ambos bandos estaban equivocados: la ciencia no solo es parte indisoluble de la cultura (es su producto y contribuye a moldearla), sino que con el correr del tiempo fue creciendo el interés que suscitan los hallazgos y controversias surgidos en los ámbitos de investigación. hasta se dan casos de personas que pasaron de ser refractarias o displicentes a confesar genuina admiración por los protagonistas de avances científicotecnológicos. ¡Si hasta figuras prominentes del Estado se manifiestan sorprendidas y deslumbradas por logros de investigadores y técnicos argentinos… que desde hace décadas cosechan elogios internacionales!
Un optimista pensaría que es momento de celebrar. Más vale tarde que nunca. Pero, paradójicamente, mientras se escuchan alabanzas e intenciones prometedoras, el sistema científico local está en una situación desesperante que incluso mereció una carta al Presidente de más de mil investigadores residentes en el exterior, entre ellos dos decenas de premios Nobel. En las últimas semanas, directores de institutos del Conicet hicieron público que este año recibieron un 40% del presupuesto de 2017, sin ajustes por inflación.
hace unos días, al salir de una interesante jornada para reflexionar sobre el lugar que ocupa la seudociencia en las neurociencias, uno de los participantes me hizo una de esas confesiones que estrujan el corazón: está considerando emigrar.
En la boca de cualquier joven talentoso, sería deplorable. Pero en este caso no solo se trata de una figura destacada, sino también de un dínamo prodigioso, capaz de desarrollar una energía arrolladora. Escribe libros, da charlas, publica en las mejores revistas científicas, hace docencia en el país y en el extranjero, y es una máquina de generar proyectos. ¡hasta armó un nuevo instituto de investigación! “Estoy muy agotado –me dijo–. Ya ni siquiera se trata de los recursos, que son inexistentes. Pero, además, en estos años formé a más de ocho personas ¡y están todos afuera: uno en China, el otro en Italia, el otro en Colombia…! El costo familiar y personal se hace insoportable. Ahora me voy dos meses a trabajar a los Estados Unidos y después veré…”.
Con cada científico o científica que se dirige hacia Ezeiza no solo se pierde un tesoro de conocimientos, sino también todo el sutil entramado de relaciones que él o ella alimentan. La investigación es una actividad colectiva que se nutre del trabajo, pero también de las relaciones sociales y del flujo de ideas que se establece entre personas de carne y hueso. Así, con cada uno se pierden muchos.
Se dirá que el país no está en condiciones de sostener mejor a su sistema científico, pero ya houssay desbarató ese argumento hace más de medio siglo. Por otro lado, como dijo alguien, gobernar es establecer prioridades. Si no pensamos que una de ellas es preservar a nuestros talentos, como se hace en los países que tanto alabamos por su progreso económico, estamos viviendo verdaderamente en el reino del revés…
Más de un colega habituado a la política y la economía debe de haber pensado que hablaba en chino