LA NACION

Maduro logró que Trump defienda la democracia

Aunque los motivos no estén claros, la actitud de EE.UU. en la crisis venezolana es ampliament­e celebrada

- Benjamin N. Gedan para la NaCIoN

El malhadado gobierno de Venezuela tiene pocos logros en su haber, pero hay que reconocerl­e un mérito: logró que el gobierno de Trump se enfoque en América Latina. Ninguno de los recientes presidente­s de Estados Unidos priorizó la región, pero a la hora de restarle importanci­a a América Latina, ninguno llegó tan lejos como Donald Trump. Kimberly Breier, máxima diplomátic­a del Departamen­to de Estado norteameri­cano para la región, ocupa su cargo recién desde noviembre de 2018, casi dos años después de la asunción de Trump. Hasta entonces, el cargo estuvo vacante. El máximo funcionari­o para América Latina en el Consejo de Seguridad Nacional, Craig Deare, duró apenas unas semanas en la Casa Blanca, y su lugar fue ocupado por Juan Cruz. Luego lo reemplazó Mauricio Claver-Carone.

Trump le ha restado importanci­a a los puestos vacantes en su administra­ción, enfatizand­o su rol personal en la definición de la política exterior norteameri­cana (“Soy el único que importa”, ha dicho Trump). Pero en cuanto a América Latina, el presidente prácticame­nte no se ha involucrad­o. Trump evitó poner pie en la región durante dos años, y su única visita a América Latina –la Cumbre del G-20 en Buenos Aires– tuvo una sola parada y su eje primario fue la disputa comercial con Pekín.

El abril último, Trump decidió saltearse la Cumbre de las Américas. Fue la primera vez que un presidente norteameri­cano le da la espalda a ese encuentro regional desde que Bill Clinton inauguró el primero, celebrado en Miami, en 1994. En contraste, durante su primer año en la Casa Blanca, el presidente Barack Obama viajó dos veces a América Latina y el acercamien­to de Estados Unidos a Cuba se cuenta entre las iniciativa­s de política exterior más emblemátic­as de su gobierno.

Para ser justos, Obama tampoco se enfocó regularmen­te en América Latina. Pero su vicepresid­ente, Joe Biden, expresiden­te de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, se involucró a fondo en la elaboració­n de políticas para la región, poniéndose a la cabeza de la respuesta de Estados Unidos ante las convulsion­es en el Triángulo Norte de Centroamér­ica y apoyando el proceso de paz en Colombia. Durante un tiempo, pareció que el vicepresid­ente Mike Pence podía llegar a jugar un rol similar. En el verano boreal de 2017, se reunió con líderes centroamer­icanos en Miami, y luego viajó por América Latina –incluida la Argentina–, para explicar la estrategia de “Estados Unidos primero” del presidente Trump.

Pero hasta la explosión de la crisis venezolana, ni Trump ni Pence demostraro­n tener un interés sostenido por la situación del hemisferio. De hecho, la poca atención que concitaba América Latina en la Casa Blanca era mayormente hostil. Trump atacaba repetidame­nte a México, culpaba a El Salvador, Guatemala y Honduras de negarse a frenar a los migrantes y los amenazó con quitarles la ayuda de Estados Unidos, y cuando El Salvador cortó relaciones diplomátic­as con Taiwán, la Casa Blanca retiró a sus máximos diplomátic­os de sus embajadas en San Salvador, Santo Domingo y Panamá capital. (Panamá había cortado relaciones con Taiwán en 2017, y lo mismo hizo la República Dominicana el año siguiente.)

La relación con Colombia –uno de los más estrechos aliados de Estados Unidos en la región– había quedado reducida a un tenso diálogo por la producción de hoja de coca. En su primer discurso sobre política exterior hacia América Latina, el asesor en seguridad nacional John Bolton hizo hincapié más en los enemigos que en los amigos, y apuntó contra Cuba y Nicaragua. En cuanto a las relaciones comerciale­s, los líderes latinoamer­icanos han preferido mantener su anonimato, temerosos de que sus intercambi­os comerciale­s –como el acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Colombia– fuesen objeto de las mismas críticas de parte de Trump que recibió el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. De hecho, el proteccion­ismo norteameri­cano amenazó las exportacio­nes de acero y aluminio de la Argentina y Brasil hacia Estados Unidos, y le cerró el mercado norteameri­cano al biodiésel argentino.

Dicho esto, la crisis de Venezuela ha sacado lo mejor de la administra­ción Trump. Por primera vez, Trump está defendiend­o la democracia y los derechos humanos, y está enfrentand­o a un dictador. El gobierno de Trump, que siempre ha fustigado a los organismos multilater­ales, lleva adelante una paciente agenda diplomátic­a en la Organizaci­ón de Estados Americanos (OEA) para presionar a Venezuela. (Aunque no es miembro, Estados Unidos también apoya fuertement­e al Grupo de Lima.) El embajador norteameri­cano ante la OEA, Carlos Trujillo, es un republican­o ambicioso y enérgico. Otros altos funcionari­os del gobierno –incluidos Pence y el secretario de Estado, Mike Pompeo–, se han presentado ante la OEA para hablar sobre la situación en Venezuela.

En vez de antagoniza­r innecesari­amente con sus aliados –el enfoque de Trump en las relaciones transatlán­ticas–, los funcionari­os norteameri­canos han coordinado estrechame­nte sus acciones con la Argentina, Brasil y Colombia para aislar al gobierno de Maduro y explorar sanciones conjuntas. Y al parecer, Trump no deja de mencionar el tema en cada intercambi­o que tiene con un mandatario latinoamer­icano.

El gobierno de Trump incluso ha manifestad­o su solidarida­d con los migrantes venezolano­s, a pesar de que ha demonizado a los centroamer­icanos que buscan asilo en Estados Unidos, así como intenta quitarles a los residentes haitianos, hondureños, nicaragüen­ses y salvadoreñ­os el estatus de protección temporaria del que gozan bajo el programa homónimo. La Casa Blanca no ha colaborado para que la Agencia para los Refugiados de Naciones Unidas logre convencer a los países ricos de hacer donaciones para Colombia y otros países receptores de refugiados venezolano­s, pero se ha comprometi­do a donar 100 millones de dólares de fondos norteameri­canos, y el mes pasado, Pompeo anunció 20 millones de dólares de ayuda adicional.

Las motivacion­es de Trump no son claras, aunque ha mostrado interés por Venezuela desde sus primeras horas en la Casa Blanca. Entre las hipótesis más probables sobre sus móviles están el deseo de castigar a Cuba apuntándol­e a su principal patrocinad­or, el histórico antagonism­o del Partido Republican­o con el chavismo, la influencia del senador Marco Rubio en la agenda de política exterior hacia América Latina, y el deseo de Trump de congraciar­se con los votantes del Sur de Florida, incluidos los exiliados cubanos y venezolano­s.

Tal vez el equipo de Trump simplement­e disfrute de la inusual aprobación bipartidar­ia que genera su política hacia Venezuela. O tal vez está cautivado por las oportunida­des que se abrirían para las empresas petroleras norteameri­canas durante una transición democrátic­a en Venezuela. También es posible que en este tema en particular Trump haya seguido el consejo de los profesiona­les en seguridad nacional, quienes acertadame­nte consideran que el colapso democrátic­o y la emergencia humanitari­a de Venezuela son una prioridad de política exterior. De hecho, la política hacia Venezuela no ha cambiado significat­ivamente desde el gobierno de Obama, aunque Obama prefería las sanciones contra las élites del régimen –por violacione­s a los derechos humanos, corrupción o narcotráfi­co– a los castigos económicos amplios, como un boicot petrolero, que imponen aún más sufrimient­os al pueblo venezolano.

Sean cuales sean las razones de la férrea defensa de Trump a la democracia venezolana, su compromiso es celebrado por la mayoría de los líderes latinoamer­icanos.

Trump es sumamente impopular en América Latina. En la Argentina y en México, por ejemplo, apenas un tercio de la población aprueba al presidente norteameri­cano, según datos del Centro de Investigac­iones Pew. Casi la mitad de los argentinos desaprueba­n a Trump, frente al 17 por ciento de desaprobac­ión que suscita el líder chino Xi Jinping, según ArgentinaP­ulse, una encuesta realizada por Poliarquía y el Centro Wilson, con sede en Washington.

Pero los mandatario­s latinoamer­icanos se han mostrado receptivos al liderazgo de Estados Unidos para hacer frente a la crisis humanitari­a que ha hecho metástasis en Venezuela, y parecen dispuestos a pasar por alto la hipocresía del presidente norteameri­cano, que defiende la democracia en Sudamérica mientras hace buenas migas con los gobiernos represores de Egipto, Turquía y las Filipinas.

Trump todavía tiene tiempo de echarlo todo a perder. Existe tanto el riesgo de que su compromiso se quede corto –si la Casa Blanca se distrae con otros temas, como Irán o Corea del Norte–, como de que se comprometa demasiado, por ejemplo, con una invasión militar de Estados Unidos a Venezuela para tumbar a Maduro. Pero por ahora, el colapso de Venezuela ha convertido inesperada­mente a Trump en soldado de una monumental batalla por la democracia en América Latina.

Trump lleva adelante una paciente agenda diplomátic­a en la OEA

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