LA NACION

Mis discos despertaro­n de un largo sueño

- Por Héctor M. Guyot

Después de casi treinta años, mis discos volvieron a sonar. Aunque una parte de mí esperaba sin grandes expectativ­as que eso ocurriera, sucedió sin que yo lo buscara, acaso porque les había llegado a los discos la hora de salir de su largo exilio para sonar otra vez. Lo hicieron por sorpresa, sin rencores, a pesar del aparente olvido al que los relegué durante tanto tiempo. En la soledad oscura de un placard, mientras a mí me pasaba la vida, ellos resistiero­n sin queja ni resentimie­nto. Y a la hora de volver a sonar giraron como antes, con la música intacta, como si mi mano joven los hubiera guardado con cuidado en sus fundas blancas de papel la noche anterior, y no tres décadas atrás. Entre grandes amigos no ha de haber reproches.

El hada que los despertó de su sueño fue mi hija mayor. Como casi todo en estos días, la noticia me llegó en un mensaje de Whatsapp, en forma de imagen. Cuando la abrí, apareció una bandeja giradiscos no muy diferente al Winco en el que, a los ocho o nueve años, yo gastaba los discos de los Beatles. Esta no era blanca, sino verde claro. La marca, desconocid­a para mí, aparecía en medio de la tapa abierta, junto con una nota en la que mi hija había escrito: “Para la familia. Que siga sonando la música”.

Esa compra que le hizo a una amiga saldaba una deuda pendiente. Con mis hijas, amantes de la música como yo, cada tanto hablábamos del día en que repatriarí­amos los discos de mi juventud. De hecho, por el solo gusto de ver y tener las tapas, ellas se habían ido trayendo algunos. Yo los había guardado, después de casarme, en un placard del cuarto de soltera de mi mujer, en casa de mis suegros, junto con una bandeja Garrard y un amplificad­or Philips. Al cabo de unos años, y en unos de esos arrebatos de limpieza que llegan sin motivo, convine con mi suegro en poner en la calle los aparatos para que algún transeúnte se beneficiar­a de esas dos viejas glorias. Y así fue. No duraron ni dos minutos a la intemperie. Mientras los cargaban en un rastrojero, mi suegro, que observaba la escena desde la ventana, sonrió con satisfacci­ón. Le advertí entonces que los discos eran sagrados. Me entendió y ahí siguieron los vinilos, que sumaban unos tresciento­s. He llegado a pensar que allí estarían hasta el fin de los días.

Ahora van llegando a casa en sucesivas oleadas. Si pasamos por la casa de mi suegros, mis hijas y yo salimos con algunos discos bajo el brazo. Yo voy despacio, de a poco. Cada disco que pongo es para mí una pequeña ceremonia. Primero lo limpio con esmero de ambos lados, para quitarle el polvo y la pelusa de tantos años, y solo dejo caer la púa después de verlo girar un rato. Mientras escucho la música, me reencuentr­o con viejas tapas, algunas con textos que vuelvo a leer, y recupero así la conciencia de que la música no solo se disfruta con el oído, sino también con la vista, el tacto y hasta el olfato.

Volvieron a sonar mis discos, pero también los de mis padres. Y los de mis abuelos paternos. Al menos aquellos que yo heredé en su momento y sumé a mi discoteca. Ahora saco por ejemplo el LP Charla de nena, de Oscar Peterson, que era de mis padres y que yo escuchaba mucho en mis años de estudiante de derecho, mientras memorizaba los códigos y las leyes. O tomo el quinteto “La trucha”, de Schubert, interpreta­do por el trío Tashi junto a dos músicos invitados, y recuerdo que mi abuela disfrutaba tanto de esta música como de los conciertos para piano de Mozart. Me pedía que lo pusiera y yo abría un gran mueble de madera donde estaban el equipo de música y los discos. Presidía el living como un altar profano

Advierto que la música no solo se disfruta con el oído, sino también con la vista, el tacto y hasta el olfato

y soltaba, cada vez que lo abría, un olor inconfundi­ble, mezcla de madera, papel antiguo y vinilo. Aquel era, para mí, el olor de la casa de mis abuelos. Créase o no, ha permanecid­o intacto en el disco de Schubert o en la caja con la música orquestal de Richard Strauss, en cuyos sobres blancos mi abuelo anotó, con caligrafía impecable, el nombre de cada una de las obras.

Algunos de los míos también encierran mundos perdidos y encontrado­s. Por ejemplo, la versión nacional de Hejira, de Joni Mitchell, muy bien editada, que compré a mis 17 años en Mar del Plata, durante el viaje de egresados. O Cinema Transcende­ntal, de Caetano Veloso, que fue la banda sonora de un verano que todavía llevo conmigo en un rincón de la memoria. En verdad, cualquiera de mis viejos discos me habla de alguna coordenada concreta de tiempo y espacio desde la que me saluda de lejos aquel que alguna vez fui. ¿Qué han venido a decirme ahora, todos juntos, después de una espera tan larga? Tanta vida, una cadena de cuatro generacion­es y la música, que sigue sonando.

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