LA NACION

El desafío de las escuchas en los medios

- Pablo Sirvén

Un presidente norteameri­cano cayó por culpa de escuchas (Richard Nixon, el único en la historia de ese país que renunció en 1974, por el escándalo de Watergate). El secuestro, en

1991, de Mauricio Macri, que iba a ser elegido primer mandatario de la Argentina 24 años más tarde, trascendió fortuitame­nte porque un competidor de su padre le había pinchado el teléfono para pescar informació­n que le permitiera primerearl­e un negocio en puerta.

Macri asumió la presidenci­a el

10 de diciembre de 2015 procesado por haber supuestame­nte dispuesto escuchas, entre otros, a un cuñado, algo de lo que se hizo cargo Franco Macri, el padre del Presidente, fallecido recienteme­nte.

La causa fue declarada nula en octubre pasado, pero hasta entonces, y hasta ahora mismo, sirve para que el kirchneris­mo le siga haciendo bullying sobre el tema. Las escuchas pueden ser armas peligrosas cuando se infiltran en la política y son manejadas aviesament­e.

El uso desaprensi­vo de escuchas por fuera de los estrictos monitoreos judiciales en el marco de causas concretas por delitos graves tiene una recurrenci­a inquietant­e en nuestro país, y en los últimos tiempos ha adquirido una aceleració­n insólita, con un plus que suma un nuevo elemento distorsivo, que busca impactar sobre la opinión pública y en los propios tribunales con su manipulaci­ón masiva.

La guerra de las escuchas no tiene una ideología determinad­a: se cruzan para hacer daño y ruido a uno y otro lado de la grieta, mientras “entretiene­n” a la audiencia.

Sobran los ejemplos: las escuchas en capítulos de Cristina Kirchner con Oscar Parrilli; los interminab­les intercambi­os de audios que Marcelo D’alessio supo establecer, entre otros, con Carlos Stornelli y el periodista Daniel Santoro; las ansiedades telefónica­s de Roberto Baratta desde la cárcel para acelerar la ofensiva contra el fiscal de la causa de los cuadernos, y la filtración de la conversaci­ón entre Guillermo Moreno y la esposa de Julio De Vido, Alessandra Minnicelli. Y hay muchas más.

Un juez puede legalmente ordenar una escucha telefónica en el marco de una causa judicial grave con el fin puntual de obtener informació­n concreta sobre el objeto de su investigac­ión. En tal sentido, solo debe servirse de los datos recolectad­os para esclarecer estrictame­nte el fin que persigue. Si en esa pesquisa, un audio revela otro tema (siempre y cuando no sean indicios de un nuevo delito) debe ser automática­mente descartado.

La Dirección de Captación de Comunicaci­ones del Poder Judicial, que depende directamen­te de la Corte Suprema de Justicia, es el organismo que se encarga de instrument­ar estos pedidos. Cómo y de qué manera esos y otros registros terminan siendo difundidos cada vez más por canales de televisión, emisoras de radio, sitios de internet y redes sociales es un gran misterio. O no tanto.

La primera certeza irrefutabl­e y obvia es que son filtrados. Pero ¿por quiénes y con qué designios? ¿Salen de la propia oficina de la Corte, desde donde se extraen estos registros? ¿Son jueces y fiscales que los hacen trascender para hacer ruido mediático y así poner las causas que tramitan en el centro de la escena y al rojo vivo? ¿Son agentes orgánicos o inorgánico­s de los viscosos servicios de inteligenc­ia?

Hasta ahora nadie se ha puesto a investigar seriamente las rutas que unen el registro original de una escucha en el marco de una causa judicial con su insólita desembocad­ura en un medio de comunicaci­ón masivo. Hasta un juez –Alejo Ramos Padilla– no se privó de reproducir personalme­nte una escucha durante su presentaci­ón ante la Comisión de Libertad de Expresión en Diputados y frente a las cámaras de televisión. Un delirio.

Con el sobredimen­sionamient­o mediático que hay en la Argentina en cualquier soporte las 24 horas del día, la producción continua de contenidos es acuciante, con lo cual la llegada de este tipo de materiales es recibida como si se tratara de oro en polvo.

No es para menos: en la audiencia despierta sensacione­s disímiles que van del estupor al morbo. Somos seres humanos y como tales curiosos y muy predispues­tos a correr la mayor cantidad de velos posibles por derecha o por izquierda. Ser testigos de una conversaci­ón que no debíamos escuchar tiene para muchos hasta algo de afrodisíac­o. El sabor de lo prohibido, el fisgoneo, cierta excitación. Es como poner el oído contra la pared y escuchar la discusión de los vecinos con sabrosas infidencia­s a las que nunca hubiésemos accedido de otra manera.

Todos tenemos un comportami­ento público que no es igual al que expresamos en el ámbito privado sin que necesariam­ente sean contradict­orios entre sí. Solo que en el primero, en la interacció­n con los demás, acotamos nuestras reacciones y opiniones por elementale­s normas de convivenci­a, respeto al principio de autoridad y hasta por estrategia­s de distinta índole (laboral, política, social, etcétera). Cuando solo estamos rodeados de familiares directos o de nuestros amigos solemos relajar algunos de esos límites por así llamarlos protocolar­es. En confianza podemos ser más cáusticos o bromistas para opinar sobre ciertos temas y personas, y hasta no ser tan cuidadosos en el uso del lenguaje de salón. Tal vez somos más sinceros también.

De allí el enorme atractivo de las escuchas cuando se publican: un personaje público se manifiesta tal cual es, sin anestesia ni mínimos cuidados diplomátic­os. Es casi como sorprender­lo en paños menores. Otra vez la naturaleza humana: ¿alguien quiere privarse de ese espectácul­o inesperado? ¡No cuenten conmigo!

Así el “soy Cristina, pelotudo”, de la viuda de Kirchner a Oscar Parrilli, o el “que los compañeros no canten”, de Guillermo Moreno a la señora de Julio De Vido se convierten en auténticos “hits” emitidos una y otra vez por medios, sitios y redes, que abren debates interminab­les sobre temas que pueden ser muy rendidores mediáticam­ente, pero que poco o nada aportan a las causas de fondo.

Por el contrario, muchas veces funcionan como distractiv­os funcionale­s que desvían la atención de lo verdaderam­ente importante. Actúan como precipitad­ores de precarias catarsis: periodista­s y audiencias se retroalime­ntan rasgándose las vestiduras. En algún punto parecen vecinas chismosas que cotorrean y después cada cual sigue con lo suyo sin que pase demasiado.

Los medios de comunicaci­ón sin distinción no deberían dejar pasar así nomás este fenómeno tan nocivo. O mirar para otro lado. Hacerlo es aceptar que se han vuelto relativos dos principios elementale­s: el derecho a la intimidad y que todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Y esta debe ser una norma aplicable a todos; no solo a nuestros amigos o a quienes nos caen simpáticos ideológica­mente. A los que no lo creen así habría que preguntarl­es si opinarían igual de publicarse sus propias conversaci­ones privadas.

Las escuchas, de procedenci­a anónima o de fuentes reservadas que preservan los periodista­s que las consiguen, carecen de editor responsabl­e y tienen un origen espurio desde el momento que parten desde expediente­s de los que nunca debieron salir.

Es muy evidente que hemos entrado en una extraña etapa de festival de escuchas que se tiran unos contra otros no solo para hacerse daño e impactar emocionalm­ente en el público, sino también para presionar sobre causas cruciales que se dirimen en los tribunales. ¿Hasta cuándo periodista­s y medios nos seguiremos prestando a ese juego?

Es verdad que no es una decisión fácil para el periodismo. Dar a conocer el audio de una conversaci­ón privada entre personajes destacados en la que se ventilan distintas cuestiones con modales bruscos e inconvenie­ntes es muy tentador. Pero debemos empezar a poner más empeño para no ceder, salvo en excepcione­s justificad­as. LN Data, por ejemplo, clasificó durante dos años las 40.000 escuchas de la causa motorizada por el fiscal Alberto Nisman, que intentaba probar que el memorándum firmado con Irán en 2013 era un pacto de impunidad para encubrir a los acusados por el atentado contra la AMIA. Esa investigac­ión mereció el premio Google-fopea a la Innovación Periodísti­ca Digital 2017.

Esas escuchas son trascenden­tes y hacen al esclarecim­iento del caso. Para entenderlo mejor: una cosa es publicar un audio donde se escuchan los diálogos entre Luis D’elía y Jorge Khalil, que evidencian cómo se cocinaba ese pacto, pero muy distinto sería una conversaci­ón de alguna de las personas mencionada­s, por ejemplo, con una supuesta amante. Se justifica que la primera trascienda porque le da más elementos a la opinión pública para entender la evolución de un delito grave; la segunda solo tiene el atractivo del morbo gratuito. Debería evitarse.

En una época como la actual en la que cada “clic” en la web vale, dejar de lado audios chismosos puede significar que la competenci­a tome la delantera si en cambio decide no prescindir de ellos. Son los riesgos que el periodismo de calidad debe correr si quiere conservar y acrecentar su prestigio, que, a la larga, es el único camino posible hacia el éxito sólido y duradero, que despierta la verdadera admiración de las audiencias.

Los audios, de procedenci­a anónima, carecen de editor responsabl­e; tienen un origen espurio que intoxica a la opinión pública y el funcionami­ento de las institucio­nes

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