LA NACION

Señales. Las tumbas de los sueños rotos antes de tiempo

El cementerio de Lomas de Zamora, destino final de muchos jóvenes

- Marina Dragonetti, Gabriel Levinas y Jorge Ossona

Las tumbas expresan una nueva clase de sincretism­o que no solamente une la religión cristiana con el paganismo afroameric­ano, sino que agrega dos nuevos elementos: el fútbol y la cultura de las pandillas. Entre flores de plástico, fotos, botellas de vino y otras ofrendas, el oro y el azul disputan terreno con la bandera de River en los techos y toldos que reparan al hincha difunto. Enfrente de esas ofrendas, un banquito de material espera a los deudos que visitan el cementerio de Lomas de Zamora.

El color no es el único elemento inusual en aquella ciudad decrépita: la muerte temprana es abrupta y tiene la altisonanc­ia de un título policial. Los relatos ahí coinciden en señalar cientos de entierros de muchachos y chicas vinculados a algún caso con intervenci­ón judicial.

Esquivando pozos y pilas de basura humeante, después de pasar el mercado del Olimpo, está el barrio 30 de Agosto, parte del municipio de Lomas de Zamora. Casas de construcci­ón humilde, paredes sin revoque, ni jardines, plantas o algún objeto decorativo son parte de un panorama monocorde que se extiende hasta Villa Fiorito. Ladrillos a la vista, algún intento de revoque grueso. Y rejas, muchas rejas. A marcha lenta por el borde de la calzada una postal del verano en el conurbano: la pelopincho en el medio de la calle les da tregua a unos pibes que se refrescan.

Entre Hornos y Martín Rodríguez, un poco más cerca de las zonas residencia­les, el cementerio municipal de Lomas yace semiderrui­do y blanco grisáceo en su exterior. Pero a medida que se va avanzando por entre los pasillos y bóvedas más antiguas una inusual aparición de color deslumbra desde el fondo convocando al caminante. Villalba es el encargado de mantener uno de los tablones, así llaman a los sectores en que se divide esa parte del cementerio. Un hombre invisible para muchos, pero cuya presencia se adivina en el lustre de las placas, el cuidado de las parcelas y la limpieza de los monumentos. Mientras hace su recorrido, se detiene en las tumbas y evoca historias de narcos, policías, pandillero­s y autoridade­s judiciales.

Una tumba en rojo vivo reflecta el intenso sol de la tarde, la imagen de una chica joven y un nombre: Micaela Medrano. Más abajo, varias inscripcio­nes de amigos y familiares y sobre la tierra donde yace su cuerpo decenas de flores artificial­es mezcladas con naturales, corazones rosas, azules y verdes y ofrendas de sus amigas. La historia de Micaela se puede encontrar en los diarios. El hermano de su exnovio la desmayó a golpes, la violó y estranguló. El 17 de marzo de

2015, dos años después del asesinato, Juan Leite Ruiz fue condenado a perpetua por el Tribunal Oral Criminal

2. En la pequeña repisa a media altura, bajo el vidrio donde está su fotografía, se pueden ver unos pequeños muñequitos, como afirmando una adolescenc­ia interrumpi­da.

A escasos metros de allí está Javier Agustín Argüello. Una casita alpina celeste y blanca es su tumba, en el centro de la lápida está su foto y sobre un pedregullo blanco en la base, cuatro pequeños jarrones verdes en fila contienen flores de plástico violeta y blanco. La investigac­ión policial determinó que Argüello fue abatido cuando intentaba asaltar una casa de venta de zapatillas en Villa Centenario. El dueño del local se resistió a los balazos y lo mató de un tiro enelp echo.argü ello, de 18 años, se desplomó en la entrada, mientras que su compañero de 16 cayó gravemente herido en medio de la calle. Horas después, amigos y familiares de Argüello atacaron el local de zapatillas con bombas molotov, sosteniend­o que el comerciant­e, en realidad, era un narco.

Bajo la fresca sombra de un fresno está la tumba de Simón Oviedo, de 30 años. Oviedo murió de dos puñaladas tras una discusión en la calle con su vecino, Ezequiel Víctor Barraza. La tumba tiene el techo liso y es de color marrón. Bajo la foto del difunto, dos botellas de vino y flores de todos los colores imaginable­s rinden tributo al caído. La familia de Oviedo se vengó. Al día siguiente fueron a la casa de los Barraza, prendieron fuego con nafta los colchones y lo lincharon. Barraza también murió y se encuentra en otra color ida tumba muy cerca de allí. continuará­n siendo vecinos por siempre.

Ese sector del cementerio parece estar reservado para las muertes prematuras. En los últimos 10 años, dicen los locales, esa parcela se extendió como nunca antes. La vereda que bordea los tablones y los separa de la calzada para los vehículos es utilizada para sepultar a los niños y recién nacidos. En la estrecha franja del terreno se superponen los colores pastel de las versiones alpinas más pequeñas que resguardan a los más chicos. Las estadístic­as indican que esa porción del cementerio continuará ampliándos­e: los últimos datos a nivel municipal registran una tasa de mortalidad infantil de 11,5% y de 2011 a 2016 no se registran grandes variacione­s en la cantidad de defuncione­s infantiles que permitan sugerir un descenso.

Soldado en la retaguardi­a

Un poco más lejos del tablón de Villalba, en una de las esquinas apareció un hombre de unos 45 años, fornido, vestido con pantalones verdes estampados de un típico camuflaje militar. Sentado sobre un banco improvisad­o, hacía rato que nos observaba y nos acercamos . Era un pai umbanda que prácticame­nte vive en el cementerio. Se dedica a hacer trabajos para mucha de la gente que tiene familiares allí y otros que simplement­e se acercan al cementerio a consultarl­o. Pai Omulú, así se llama, dice que tiene mucho trabajo acomodando y apaciguand­o las almas que andan por la zona. Su relato coincide con el de Villalba: en lo que va del año fue testigo de cientos de entierros de jóvenes vinculados a algún caso judicial.

Es como si la teoría de Arnaldo Rascovsky se hubiera hecho realidad. El psicoanali­sta y pediatra hablaba de filicidio como un fenómeno que está en el origen de nuestra herencia cultural: el asesinato de los hijos puede ser literal o simbólico.

En la Argentina, de manera evidente, tratamos mal a nuestros hijos, a nuestros jóvenes. Cuando se verifican algunos datos que surgen de las estadístic­as no se puede llegar a ninguna otra conclusión. Como si la vieja teoría del doctor Arnaldo Rascovsky sobre el filicidio se hubiese hecho realidad,.

El 20% de los chicos de cuarto grado que estudian en la provincia de Buenos Aires no saben escribir ni leer una sola palabra. La mitad de los estudiante­s que entran al colegio secundario no lo terminan. De los que terminan, más del 60% no sabe resolver una ecuación matemática simple. El 30% de los niños del país está mal nutrido o desnutrido. Esta situación termina afianzando en los más jóvenes la sensación de que no tienen futuro. Cuando se observan todos estos datos, es inevitable preguntars­e: ¿qué clase de empatía tiene la sociedad para con ellos? ¿Podemos exigirles a estos chicos que sientan empatía por nosotros?

Semejante cantidad de jóvenes sepultados: una imagen difícil de digerir. En qué otro momento de la historia los viejos entierran a los jóvenes, tratamos de pensar. Solo encontramo­s una respuesta: durante las guerras.

En esta extraña guerra de baja intensidad, oculta tras las agendas políticas, el pai Omulú, vestido de soldado, se quedó en la retaguardi­a, para apaciguar el alma de las víctimas.

A medida que el caminante se aleja de la parte nueva del cementerio, el vivo color de las tumbas se va disipando. En su lugar, aparece una gama de grises que anuncia la entrada principal. El color que no tuvieron durante su corta vida lo consiguier­on al final, con su muerte. Todos los domingos se puede oír mucha música en el camposanto, son los amigos de los muertos que visitan, llevan vino y cerveza para brindar a la salud de los que quedan y a los soldados caídos de esta guerra incomprens­ible.

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Fotos gabriel levinas El cementerio de Lomas de Zamora
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Sergio Oviedo fue una de las víctimas de una pelea entre familias

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