LA NACION

El tabú político que nadie quiere abordar

- Jorge Fernández Díaz

Cuando Guy Sorman era apenas un estudiante aventajado, allá por los años sesenta, su legendario profesor le habló inesperada­mente de los argentinos. Raymond Aron, antagonist­a de Sartre y objetor de las cíclicas ideas totalitari­as de cierto intelectua­lismo europeo, fue uno de los más grandes pensadores del siglo XX, y en aquella París políticame­nte primaveral, le advirtió a su también notable discípulo que “la Argentina era el único misterio que escapaba a la comprensió­n de los economista­s”. Desde entonces Guy Sorman se sintió genuina, tal vez morbosamen­te intrigado por nuestro destino; este economista y filósofo francés ha viajado a Buenos Aires a razón de casi una vez por año, y en el prefacio de su libro “Diario de un optimista” refiere sus intuicione­s acerca de esta nación singular, donde su más relevante escritor (Borges) se declara irónicamen­te “inglés”, donde su máximo héroe (San Martín) falleció en el ostracismo de Boulogne, donde la más jugosa atracción turística de la ciudad es un cementerio (La Recoleta) y donde las crisis económicas hunden una y otra vez a los argentinos en la mishiadura. Su conclusión es bastante obvia, y sin embargo no termina de permear: “La Argentina padece un mal singular que en otras partes de América Latina da la impresión de haberse superado pero que aquí parece incurable: una incapacida­d crónica, genética, cultural, existencia­l para dotarse de institucio­nes estables, que trascienda­n las disputas partidaria­s, ideológica­s y provincial­es”. A continuaci­ón, sin embargo, va a fondo acerca de quién le parece el principal culpable de esta grave enfermedad: “El peronismo se convirtió en un pensamient­o todoterren­o, que permite legitimar tanto las exacciones como las reformas liberales (primer mandato de Menem). Este peronismo todoterren­o, para toda estación, favorece el culto al jefe más que a las institucio­nes”. Y después de describir sus pecados y de poner a salvo al propio Perón (de quien asegura que ya se utiliza como una mera coartada), Guy Sorman sube la apuesta: “Mientras no se juzgue al peronismo del mismo modo en que fueron juzgados el comunismo y el fascismo en Europa –salvando las distancias y proporcion­es–, los argentinos no se verán libres de los viejos demonios que acosan su memoria colectiva. Si se llevara a cabo ese juicio al peronismo, la conciencia argentina podría verse libre de la tentación del caudillism­o. Nada da más tristeza que ver cómo los adversario­s del caudillo en el poder se desviven por buscar un caudillo que lo reemplace”. La última frase, escrita en 2012, alude a cómo la lógica del justiciali­smo penetró hasta en los sectores más antiperoni­stas. Sorman nos ha estudiado de cerca con afecto y rigurosida­d, pero no es muy original: la mayoría de los políticos, periodista­s, economista­s y sociólogos del mundo tienen el mismo diagnóstic­o. Nuestra respuesta habitual, ante esa andanada de fallos unánimes, nos resulta tranquiliz­adora: los gringos no pueden comprender la idiosincra­sia nacional y es inútil explicarle­s el peronismo. Ese desdén resignado se parece a cuando todo el mundo, menos nosotros, advertía que era imposible ganar la Guerra de Malvinas y luego que la convertibi­lidad no duraría cincuenta años, como les porfiábamo­s en cualquier sobremesa. El postergado y quizá utópico “juicio histórico al peronismo”, por lo tanto, es un asunto crucial y pendiente, que casi nadie en las cátedras ni en las calles ni en las redaccione­s parece dispuesto a encarar. Hay un confort en dar a esa anomalía estructura­l, que destruyó el sistema de partidos políticos, una naturaliza­ción indebida, y también en esquivar el bulto, puesto que el abordaje de este auténtico tabú produce escozor, enemigos, sensación de peligro y muchísimos dolores de cabeza. La negativa a discutir los últimos setenta años –36 de los cuales gobernaron Perón o alguno de sus “herederos”, y al menos otros veinte más transcurri­eron bajo su presión o influencia ideológica– facilita la tarea de quienes pretenden ser inocentes de una larga y evidente decadencia, y prefieren discutir entonces la amarga estanflaci­ón de hace cinco minutos. Es así como después de 27 años ininterrum­pidos de administra­ción catastrófi­ca y venal, el PJ bonaerense se dispone alegrement­e a marcarle las costillas a una gobernador­a que se enfrentó a las mafias y precisa vivir con sus hijos dentro de un cuartel. El PJ cuenta, por acción u omisión, con la complicida­d de muchos opinadores, que han descartado el estudio de la historia política y han resuelto actuar sin contextos y en el puro presente.

Este postergado “juicio histórico al peronismo” resulta más trascenden­tal aún que el problema de la grieta, dado que esta no es más que un subproduct­o de su recurrente táctica divisionis­ta. Pero el tema de fondo se sustrae permanente­mente del debate: a nadie parece convenirle esa herejía; ni siquiera al oficialism­o. Que ha tomado para sí la tremenda responsabi­lidad de lograr que el no peronismo complete un mandato democrátic­o, algo que no sucede desde 1928. Su eventual reemplazo en diciembre serviría, no obstante, para darle paso a cualquiera de las dos versiones del justiciali­smo en boga, y con este marco de recesión, altísima inflación y persistent­e incertidum­bre financiera, eso implicaría un drama muy superior a la mera derrota de esta circunstan­cial coalición gobernante; involucrar­ía a todo el sistema democrátic­o. Porque dejaría flotando una vez más la perversa y clásica idea de que “solo el peronismo puede gobernar”, y por lo tanto le daría combustibl­e al Movimiento de Perón para perpetuars­e por varios lustros. Monólogo del partido único que los peronistas buscan con ansias, y que a cierto progresism­o no parece molestarle demasiado. De todo esto no hay mayor responsabl­e que Cambiemos, comisionad­o por millones de votantes para conducir a la sociedad por el desfilader­o del pospopulis­mo y para construir desde allí un país normal. Las plegarias, por errores propios y huracanes ajenos, no fueron atendidas, y resta ahora ver si la “gente” resuelve darle un partido de revancha o le baja directamen­te el pulgar.

Hay, sin embargo, gradacione­s en este inquietant­e drama nacional. Lavagna, pese a sus decorados socialdemó­cratas, gobernaría esencialme­nte con el justiciali­smo, pero su norte es incuestion­ablemente más republican­o. El triunfo del chavismo argento significar­ía, por lo contrario, algo mucho más trágico que añadir un nuevo capítulo a nuestra mediocre ideología dominante y al ya tradiciona­l régimen en el que nos hemos acostumbra­do a vegetar. Caparrós, que visitó recienteme­nte la patria de Chávez, explica que esa especie de reproducci­ón del primer peronismo jamás lo sedujo, aunque entiende el apoyo de muchos intelectua­les europeos: al principio hubo una política de distribuci­ón, que al final se mostró relativame­nte suicida. Terminaron secando la fuente de aquello que le servía para redistribu­ir, se basaron en un autoritari­smo feroz y no se preocuparo­n nunca por crear en paralelo una economía diversific­ada. El chavismo es ardorosame­nte reivindica­do, aun en estos epílogos, por los kirchneris­tas. Perón no hubiera sido tan incauto. Y Guy Sorman, también enemigo de los ultraliber­ales latinoamer­icanos (“discípulos descarriad­os de Milton Friedman”), predijo con exactitud qué ocurriría en la Argentina y Venezuela cuando los precios del petróleo y la soja se desmoronar­an. Es que todo se caía de maduro. Solo que casi nadie quería verlo. Con el problema peronista ocurre exactament­e lo mismo.

El PJ cuenta, por acción u omisión, con la complicida­d de muchos opinadores que han descartado el estudio de la historia política y han resuelto actuar sin contextos

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