LA NACION

Tomar el cielo prestado

- Por Carola Birgin

Cuando te avise, corremos y, al llegar al borde, saltá”. Las indicacion­es de Oreja, el instructor de vuelo en parapente, fueron precisas. Con el arnés del biplaza ajustado y el casco puesto, permanecim­os casi una hora sentados sobre el pasto, en el filo serrano de Merlo, provincia de San Luis. Conversamo­s sobre cualquier cosa y miramos el paisaje a la espera de que el dispositiv­o que él chequeaba permanente­mente señalara qué viento era el apropiado para mi bautismo.

Había imaginado muchas veces qué se siente al volar, también lo había soñado varias noches, y por fin quería averiguarl­o. Esas vacaciones eran el lugar y el momento indicados.

Las credencial­es de Oreja me daban la tranquilid­ad que necesitaba. Igual, por momentos flaqueaba, pero en cuanto el corazón se agitaba con la fuerza capaz de empujarme a huir, me serenaba mirando las coloridas velas suspendida­s de los parapentis­tas que ya habían despegado. Tanta armonía dejaba suponer que ese estado tenía que ser algo completame­nte normal. Además, intentaba creer que se trataba de un juego, como una montaña rusa diseñada por una mente ingenieril en la que cada movimiento está controlado.

Estaba más ansiosa que atemorizad­a, completame­nte decidida. Pero, aun así, mis pensamient­os y sensacione­s iban y venían, como un péndulo en tensión.

Hasta que el aparato sonó y él me dijo: “Es ahora, vamos”. Corrí, corrí firme y fuerte, a una velocidad inusual para mis piernas, con la voracidad de ir a por todo. Pero cuando llegué a esa delgada línea donde el cerro termina y comienza el precipicio, el cuerpo entero me desobedeci­ó: inesperada­mente quedé paralizada, clavada al suelo.

Llena de frustració­n, sorprendid­a por mi reacción y avergonzad­a ante el reto tácito con que él me miraba, volví a sentarme en silencio hasta que los vientos a favor concediera­n la posibilida­d de reintentar­lo.

De nada de esto me acordé, algunos días atrás, cuando buscaba fotos de hace una década –como hicimos todos los que quedamos enganchado­s del #Tenyearsch­allenge– y encontré mi imagen en pleno vuelo.

Al verme, sí evoqué inmediatam­ente el calor del aire cuando te envuelve y te sostiene, lo parecido que es eso a nadar; recordé la vista cenital de las alas abiertas del cóndor que seguimos –cuando entramos en su corriente térmica– trazando idénticos movimiento­s en círculos serenos y amplios. También, la fluidez inédita al deslizarme sin turbulenci­as sobre la ciudad, intermiten­te 2000 metros allá abajo; la poderosa sensación de sobrevolar esos arbustos veteados que, diminutos por la altura, dan a la superficie el aspecto de pelaje. Como si la sierra fuera un enorme animal dormido que en cualquier momento podría desperezar­se. Reviví algo del mareo que me impedía cerrar los ojos y me obligaba a no perderme nada de ese espectácul­o. El silencio, el olor a nada. Me acordé de la contundenc­ia con que, al aterrizar, se recobra de golpe el peso de uno mismo. Y esa certeza al mirar otra vez las nubes: que nunca volvería a verlas igual que antes.

En la foto estoy llegando, todavía suspendida en el aire, con el instructor detrás de mí como

Llegó la señal, corrimos. La vela se hinchó de aire, las cuerdas se desplegaro­n al máximo...

un fiel guardaespa­ldas. Tengo los brazos abiertos, llevo puesto pantalón verde y chaleco negro. Adivino en una cara que apenas se distingue, la expresión satisfecha y triunfal de quien consiguió lo que quería.

Ese fue mi primer vuelo, no el último. Unos veranos después volví a hacerlo. Reencontré a Oreja en la cima de los Comechingo­nes merlinos y escuché nuevamente las mismas directivas. Tenía experienci­a así que, a mi deseo de volar, se sumaba que ya no era una novedad. Miraba con cierta ternura a los principian­tes que esperaban su turno con inquietud.

Repasé mentalment­e el minuto a minuto de la vez anterior, cebé mis ganas. Creí que el cuerpo tendría memoria, convencida de que ahora saltar me resultaría tan sencillo como entregarme confiada a un abrazo que ya conocía.

Llegó la señal, corrimos. La vela se hinchó de aire, las cuerdas se desplegaro­n al máximo. Pero, al borde, de nuevo, me convertí en una estaca involuntar­iamente.

Fue desconcert­ante, sin embargo, ya no me enojé ni sentí vergüenza. Entendí el mensaje y esperé en calma al segundo llamado.

Mi naturaleza me alertaba una vez más: no soy un pájaro. Como criaturas terrestres podemos tomar el cielo prestado por un rato, pero se nos impone pedir permiso.

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