LA NACION

La exitosa fórmula del lujo relajado

Desde el Four Seasons, Gabriel Oliveri aggiornó el trato con el huésped y la gastronomí­a. Ahora presenta su libro, Una vida cinco estrellas

- José totah

no es común que el directivo de un gran hotel cuente que su hermano se agarró a piñas con un oso de circo, en su Concordia natal. Pero nada de lo que dice y hace Gabriel oliveri, director de Marketing del hotel Four Seasons porteño, entra en el plano de lo previsible.

Hijo de una familia de boxeadores, llegó de Entre Ríos a los 17 para estudiar abogacía, vivió en una residencia de curas y terminó de maletero en plena primavera alfonsinis­ta. Fue cajero, durmió con lo puesto y terminó como consultor sentimenta­l -se lo conoce en la tevé como el Doctor Amor- y director de Marketing del Four Seasons de la calle Posadas.

Allí se puso al hombro la tarea de resignific­ar la idea de lujo en el mismísimo Palacio Álzaga Unzué: le cambió la cara a los restaurant­es y le imprimió un tono canchero cool al trato con los huéspedes, por más famosos y millonario­s que fueran. “Pasamos del lujo afectado al lujo relajado”, explica.

—¿Qué era el lujo “afectado”? —Tener pre conceptos absurdos, como porno contratar aun chef extraordin­ario porque tenía tatuajes o piercings. nosotros rompimos con el maleficio de los restaurant­es de hotel que siempre eran un fracaso. —¿Por qué?

—Porque traías al chef y a los mozos de un restaurant­e que era un éxito en la calle, pero cuando los metías al hotel les cortabas el pelo y les tapabas los tatuajes. Entonces les sacabas la personalid­ad. Y ahí estaba el dilema porque el Four Seasons se desvivía por ofrecer un servicio y una comida excepciona­les, pero todo estaba tan acartonado que la gente no se relajaba. La terminaban pasando mal. Hoy el huésped tiene otras aspiracion­es: una buena conexión wi-fi, que la silla sea cómoda, tirarse en el lobby del hotel... no le interesa sentirse en la catedral del lujo. Eso ya pasó, porque la catedral es aburrida. no quieren estar en un restaurant­e y que todos se den vuelta si tosés. Buscan sentirse en su casa, no en un palacio.

—¿Cómo aplicaron esa idea? —Creo que fuimos los primeros en generar una experienci­a gourmet auténticam­ente argentina porque antes los hoteles tenían restaurant­es franceses e italianos, con antipasto y toda la parafernal­ia. Se nos ocurrió servir comida local, así de simple. Por ejemplo, en nuestro Secreto tenemos “el asado de los domingos”, que prepara Pato Ramos, primera mujer parrillera de un restó gour- met del país. Siempre digo que “el crucero del amor se hundió”, porque uno quiere venir a comer con su pareja y que no le estén encima, que no venga un mozo pesado con guantes blancos hasta los codos. —¿Tenía razón el Indio Solari cuando cantaba que “el lujo es vulgaridad”?

—Una gran amiga me dijo una vez que lo vulgar era querer ser lo que uno no es. Lo vulgar no es el lujo: ¿a quién no le gusta dormir en sábanas de algodón egipcio y bañarse con jabón francés, mientras bebe un espumante que no raspa la boca? no es una cuestión de clase, sino que al ser humano le gusta lo rico, lo lindo y lo bueno. El lujo es no tener que usar una careta en tu vida. Lo vulgar es querer ser alguien que no sos, no importa si tenés plata o no. —¿Cómo se modificó el trato con los huéspedes en este paso de lo “afectado” a lo “relajado”? —Los huéspedes esperan que el trato sea genuino y que los empleados tengan capacidad para decidir. Que la sonrisa sea verdadera y que les puedas resolver. Que si te piden una recomendac­ión no les tires un listado de “lujo imposible”. Cuando un huésped y me pregunta “dónde puedo ir”, le paso mi restoranci­to de la otra cuadra, el anticuario de Caballito, la milonga en Almagro. La gente muere por eso, que les muestres un mundo real, no el listadito típico de conserjerí­a. El mejor trabajo del mundo

oliveri presenta Una vida cinco estrellas (Planeta), que mezcla autoayuda, anécdotas y una fototeca de sus amigos famosos, desde Madonna y Bon Jovi hasta Paul Auster, Moria Casán y Pampita.

El libro cuenta la historia de un muchacho de Concordia, hijo de una familia humilde, que llega a Buenos Aires a los 17 con su bolsito al hombro. “no tenía nada que ver con el pueblo, me escapé”, se acuerda. Consiguió su primer trabajo como maletero de un hotel de Retiro -Plaza San Martín Suites, que todavía existe-, donde vivía Jorge Lanata y se alojaba Adrián Suar. “Era el bell boy de gente famosa con la que hoy me junto a almorzar”, sostiene.

—¿Para vos, la hotelería es un sacerdocio?

—Sí, pero también es el mejor trabajo del mundo. Lo recomiendo mucho a los jóvenes porque te dan uniforme, comida, propinas en dólares, aire acondicion­ado en verano y calefacció­n en invierno… A mí me dio todo, me convirtió en la Madre Teresa del lujo, porque vine a ayudar a quienes no lo necesitan (se ríe).

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“Soy la Madre Teresa del lujo”, dice el director de marketing

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