LA NACION

Mirta Rosenberg

Un árbol de palabras contra la intemperie del mundo

- Jaime Arrambide

Mirta Rosenberg habría deplorado que se hablara de otra cosa que no fuese su escritura, aunque tal vez habría hecho una excepción con quien elogiase sus virtudes culinarias. La poeta, la traductora, la editora, la que cocinaba sabrosamen­te para sus íntimos compartían ese mismo gesto austero y generoso que confía el orden del mundo a la justeza de las palabras. Cofundador­a de Diario de Poesía y de la señera editorial Bajo la Luna, e histórica colaborado­ra del diario la nacion, Mirta Rosenberg deja un acervo poético que excede la lucidez meridiana de los poemas de su autoría y se derrama sobre su ingente labor como traductora de otros poetas: para ella, el traductor de poesía era un poeta, o en todo caso debía serlo, y el oficio de la traducción no era otra cosa que una forma de autoría. De hecho, varios de sus libros incluyen una sección de “conversos”, como le gustaba llamar a los poemas que traducía, seducida por ese apasionant­e desafío mental que implica volcar al español a poetas de otras lenguas.

Mirta había nacido en 1951 en Rosario, ciudad a la que tributaba un amor confeso, irreductib­le, al que nunca renunció por completo. Ya en sus primeros libros (Pasajes, 1984; Madam, 1988), se advierte la incisiva influencia que tuvo en ella la poesía de Hugo Padeletti, a quien la unió una larga amistad.

En El arte de perder (1998), un libro crucial de su obra y de una relevancia aún por descubrir para la poesía argentina, Rosenberg logra destilar dos rasgos que se revelan sustancial­es en su producción poética: la defensa del verso libre, aunque escandido al dedillo, y la maestría para la rima interna. En 2006, la editorial Bajo la Luna publicó su obra reunida, El árbol de palabras, reeditado y actualizad­o en 2018.

Lo mucho o poco que sé del arte de traducir lo aprendí de Mirta Rosenberg, mi maestra de vida y mi madre profesiona­l. A lo largo de 20 años, tradujimos juntos, uno al lado del otro, páginas memorables y otras no tanto, porque para Mirta la traducción era un arte y un medio de subsistenc­ia. Siempre desde la silla del discípulo inmerecido, junto a Mirta aprendí verdades absolutas de la traducción (“Si no se entiende, está mal”), y también que lo único que tiene un traductor es su firma. Cuando me explicaba algo, tenía “la mirada seria / pero divertida de quien transmite / secretos irrisorios y definitivo­s”, como dice uno de sus poemas. Para Mirta Rosenberg, el oficio del traductor se transmitía así, codo a codo frente al pasmo y a la intriga que plantea un rompecabez­as a resolver: una ética del trabajo.

Querida Mirta, en ese lugar en el que estábamos vos y yo, ahora estoy solo. Nos queda –me queda– la fronda incesante de tu árbol de palabras, refugio invicto contra la intemperie del mundo. “Te escribo con mi lápiz indeleble / que no tiene marca, aunque yo / esté marcada. Sálvese en mí la mirada, sálvese la palabra”.

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Archivo La poeta y traductora Mirta Rosenberg

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