LA NACION

El empobrecim­iento de una sociedad

- Jorge Daniel Moreno Médico psiquiatra, especialis­ta en terapia de familia y de pareja

Cuando era chico, hace poco más de cincuenta años, en mi barrio había terrenos baldíos, “campitos”. En algunos jugábamos a la guerra entre pastizales, en otros a la pelota. De vez en cuando pedíamos tregua o suspendíam­os el partido para arremolina­rnos en torno al “botellero”. Así le decíamos a ese hombre que sobre un carro de dos ruedas tirado por un caballo pasaba, de vez en cuando, por el barrio. A tranco lento, para que lo vieran, y quien tuviera algo para darle pudiera hacerlo. No precisamen­te para darle, porque el botellero pagaba por lo que recibía. Unas monedas. Apenas unas monedas por esas botellas viejas de grapa o vino, o esas botellas verdeazula­das de leche con el pico cascado, por los papeles, los diarios que se iban atando en paquetes y lo esperaban, por ese manojo de cables inútiles, por algunos pedazos de hierro o chapa que quién sabe cuándo se habían acumulado.

Y también por caños de plomo que entonces se usaban para el agua, y otras cosas inútiles para casi todos, pero útiles para él. El botellero recogía mucho de lo que no se tiraba y guardábamo­s para darle. Hasta algún que otro zapato viejo o un portafolio desfondado y descosido iba a parar a su carro. Y a cambio él pagaba con unas

monedas. Nunca supe el valor de las cosas que “compraba”, solo él sabía cuántas monedas entregaría. Supongo que dependía de cuántas tenía en su bolsillo a la hora de “pagar”. A los chicos, nos llamaban la atención el carro y el caballo, y mirábamos asombrados todo lo que había dentro de esa gran caja de madera con una baranda descolorid­a de finos palos torneados. Y más de uno abandonaba la batalla o el partido para correr hasta su casa y buscar aquello que tenía preparado para traérselo y ganar unas monedas que pronto se harían caramelos.

Han pasado más de cincuenta años de ese recuerdo. El botellero desapareci­ó. Creo que no se permiten los carros tirados por caballos en la ciudad. Ahora por los barrios pasan carros de dos ruedas, no de madera dentro de un aro de hierro, sino de moto o automóvil pequeño o carretilla. Carros de caja sin baranda, apenas unos hierros sobre una base que sostiene las más de las veces una bolsa gigantesca, de esas con las que se comerciali­za arena y piedra partida. O ni siquiera eso, una base sobre la que se apilan cosas. Carros con barras donde no se sujeta un caballo. Barras de las que tira un hombre. Un hombre que no es el botellero de mi infancia arrastra un carro por los barrios y busca las cosas que el botellero “compraba”. Este hombre ya no da monedas a cambio. Casi nadie lo espera con algo para “venderle”. Este hombre arrastra su carro por las calles y busca en los desperdici­os, tachos de basura, bolsas de basura, en los volquetes de alguna obra o en lo que alguien deja en la vereda para que otro se lo lleve. Camina todo el día, de la mañana a la noche, hasta llegar a un punto fijo donde un camión lo espera, a él y a muchos otros, para comprarle algo de lo que juntó y darle a él algunas monedas.

Entre el botellero de mi infancia y el hombre que arrastra su carro pasaron más de cincuenta años. Gobiernos de distintos formatos, discursos políticos diversos, múltiples y variados planes económicos, dinero que cambió de forma, tamaño, valor y color. Pasaron revolucion­es, muertes, festejos. Pasó más de medio siglo y el hombre que arrastra su carro por los barrios no es uno sino muchos. Y a su alrededor hay estadístic­as, ensayos. Y a su alrededor también se han organizado quienes le compran lo que encuentra, quienes intermedia­n entre ellos y lo que se llama una política social que es dinero y alguna intención más. Dinero que se le entrega al intermedia­rio que, orgánicame­nte, se lo entrega a estos hombres. Es extraño, como cuando el cuerpo no puede curar algo enfermo y se organiza alrededor de esa enfermedad; como cuando una vértebra torcida termina organizand­o todo el esqueleto, y la postura y el andar terminan siendo las que esa vértebra torcida dicta. Así se ha organizado un sistema alrededor de estos hombres que arrastran carros donde cargan desechos, y ya ni se sabe cuál es la vértebra que generó el descalabro.

Esto que describo no es una metáfora de la pobreza. Es la metáfora del empobrecim­iento de una sociedad que a lo largo de más de 50 años normalizó un tejido social cada vez más laxo. Un tejido social por donde, entre las hebras, caen más y más personas que esa sociedad es incapaz de albergar. Algo así como un tercio. Un tejido social que no sostiene a un tercio de quienes lo constituye­n.

Un tercio de los argentinos es pobre. Y el entramado social que ha dejado caer a este tercio de los argentinos es más pobre todavía. Y se ha empobrecid­o a lo largo del tiempo. Las hebras son cada vez más débiles y no sostienen. De alguna manera no muy explícita hemos acordado un contrato para hilvanar este tejido que, a largo de más de 50 años, hizo que el botellero ya no pueda dar monedas por lo que recoge, haya perdido su caballo y ahora sea él quien arrastre su carro. Quizá se pueda decir que esta afirmación diluye la responsabi­lidad. Cierto que hay algunos más responsabl­es que otros, sin duda, pero esta sociedad que tenemos resulta de un acuerdo que, en mayor o menor medida, de modo más o menos explícito y con mayor o menor grado de responsabi­lidad, todos generamos y sostenemos. Y ese acuerdo no “es lo que hay”, es lo que hacemos, toleramos, permitimos, negamos, normalizam­os y formalizam­os.

Camina todo el día, de la mañana a la noche, hasta llegar a un punto fijo donde un camión lo espera, a él y a muchos otros, para comprarle algo de lo que juntó

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