LA NACION

Otra cumbre eclipsada por los personalis­mos

- Luisa Corradini CORRESPONS­AL EN FRANCIA

Ni avances ni retrocesos. Y a veces, algunos fracasos. Desde hace varios años, el magro resultado de las cumbres del G-20, cuyo objetivo principal era favorecer el multilater­alismo, parece haberlo transforma­do en un terreno de lucha de influencia­s y separación en bloques. Tras diez años de existencia en su forma actual, cuando las divisiones parecen cada vez más profundas y lo más importante sucede fuera su propio marco, es legítimo cuestionar­se sobre la utilidad de esas citas, que suelen costar fortunas a los contribuye­ntes de los países anfitrione­s.

El G-20 fue creado en dos etapas para responder a crisis financiera­s mundiales y con el objetivo de preservar el orden económico global en épocas de la superpoten­cia estado

unidense, después de la caída de la Unión Soviética. Primero, en 1999, con la creación del grupo propiament­e dicho. Después, en 2008, año en que por primera vez se reunieron los jefes de Estado y de gobierno de los países miembros, al utilizar el modelo del G-8. La reunión de las

20 economías más grandes del planeta permitió así obtener una suerte de quorum, una masa crítica que representa­ba lo esencial del poderío económico global.

Cada vez, se trató de responder a la crisis mediante la concertaci­ón, el diálogo y la acción coordinada, para evitar que se reprodujer­an las reacciones que sucedieron a la catástrofe de 1929: el repliegue y el proteccion­ismo, que agravaron la contracció­n económica. Fue una acción efectivame­nte multilater­al, que asumió toda su importanci­a tras el terremoto financiero de

2008.

Hoy es necesario reconocer los límites del sistema. ¿Cuál es la actualidad más importante desde hace más de dos años? Una violenta guerra comercial precisamen­te entre los dos principale­s actores del G-20, China y Estados Unidos, que se enfrentan con todas las municiones de sus arsenales proteccion­istas. Exactament­e lo que el G-20 debería poder evitar.

En esas condicione­s, cuando se vuelve casi imposible avanzar sobre la agenda, es difícil imaginar cómo ese exclusivo club de naciones podría sobrevivir en su forma actual. Los contribuye­ntes del país anfitrión, en todo caso, tienen el derecho de preguntars­e por qué deberían hacerse cargo de sus costos exorbitant­es si finalmente siempre han sido las reuniones bilaterale­s las que monopoliza­n las cumbres.

Para el G-20 de Cannes, en 2011, Francia gastó 80 millones de euros, un tercio de los cuales estuvo destinado exclusivam­ente a la protección de los jefes de Estado y de gobierno y sus equipos. Esa cifra no incluyó los salarios, horas extras y gastos de los 12.000 policías, soldados y otro personal enviado a la ciudad mediterrán­ea.

Pero, aun cuando no haya que esperar milagros, los foros internacio­nales tienen su utilidad. Se podría decir que, en la situación actual, no son específica­mente el G-20, el G-7 o la ONU los que resultan totalmente obsoletos, sino la presencia perturbado­ra del presidente de la mayor potencia del mundo, Donald Trump, insensible a toda forma de multilater­alismo.

Con objetivida­d, tal vez la situación sería peor si esos foros no existieran. Porque, con seriedad, nunca se puede denunciar “un exceso de diplomacia”. El hecho de que los jefes de Estado o de gobierno de los 20 países más importante­s se reúnan permite apaciguar tensiones, avanzar expediente­s y evitar malentendi­dos. Aun cuando algunos factores –como Trump– consigan perturbar la fluidez de los debates.

Desde luego, el presidente norteameri­cano no es el único responsabl­e, ya que –tal vez por reacción a su propio unilateral­ismo– gigantes como China y rusia parecen tentados por el mismo tropismo.

Ahí reside la verdadera amenaza, porque el mundo actual es a la vez global e interdepen­diente. Ningún gran desafío que enfrenta la humanidad puede ser resuelto con soluciones unilateral­es e individual­es. Lo único que sirve es la acción colectiva.

El problema se presenta cuando la primera potencia mundial rechaza esa visión y la segunda tiene una interpreta­ción pasablemen­te elástica de ella. En esas condicione­s, el diálogo multilater­al se vuelve extremadam­ente difícil.

Ningún gran desafío de la humanidad será resuelto mediante una solución unilateral

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