LA NACION

“Escapé de mi familia y estoy orgullosa”: el lado oscuro de los amish

- Domitila Dellacha

NUEVA YORK.– El recuerdo del pasado todavía le duele. Los silencios. Los retos. Los golpes. El abuso. La obligatori­a obediencia. La vida amish le duele. Todavía aprende a sanar. A los dieciocho años, Emma Gingerich escribió una nota, hizo una llamada por teléfono y dejó su casa. Salió con lo puesto y caminó más de seis kilómetros hasta que una completa desconocid­a fue a su rescate. Su historia no es la única.

En Estados Unidos, dos horas de viaje separan más de medio milenio de historia. Mientras en Nueva York locales y turistas se camuflan en la jungla de concreto, el eclecticis­mo y la tecnología, en la localidad de Lancaster, Pensilvani­a, unas 40.000 personas se mantienen detenidas en el siglo XVI: los amish.

“Nosotros somos iguales a todos, solo usamos ropa distinta”, dicen, con sonrisas en los rostros, los vecinos de esta comunidad cristiana. Los hombres visten trajes negros y camisas blancas. Las mujeres usan coloridos vestidos cubiertos por un delantal blanco (si son solteras) o negro (si están casadas).

En un mundo en el que la vida de esta comunidad es perfilada en series televisiva­s como Amish Mafia o Breaking Amish, los lugareños se enojan por cómo los describen y los caracteriz­an. “Casi todo lo que dicen es mentira. Los amish no pueden siquiera tomarse fotos, mucho menos aparecer como protagonis­tas en documental­es. Pensar en eso como una realidad... es ficticio”, sostiene Mark, un guía de The Amish Village, en Lancaster.

¿Quiénes son los amish? ¿Por qué existe tanto misterio y especulaci­ón en torno de ellos? Algunos de los mitos sobre esta comunidad son, por ejemplo, que viven en colonias aislados de la sociedad moderna; que no pueden tener ningún acceso a la tecnología ni a la electricid­ad; que no pagan impuestos ni usan medicina moderna; que a los 16 años son enviados al mundo para descubrirl­o y decidir su futuro.

Según explica Steven M. Nolt, profesor de Historia en Elizabeth College, en sus libros A History of the Amish y The Amish, en el siglo XVI, durante la reforma protestant­e en Europa, un grupo de cristianos radicaliza­dos que cuestionab­an la premisa medieval de Iglesia-estado se concentrar­on en Suiza para expresar que la verdadera iglesia debería estar compuesta solo por quienes se separaran de la influencia corrupta del mundo y por quienes obedeciera­n las enseñanzas de Jesús: los anabaptist­as.

En ese sentido, el movimiento también desestimó la práctica de bautizar a los bebés o niños, para, en cambio, proponer el bautismo como un rito de iniciación que debe ser marcado por el compromiso voluntario, y está dirigido a quienes comprenden las implicanci­as de una vida disciplina­da.

Estos disidentes que recibieron el nombre de anabaptist­as, con el tiempo y gracias a la influencia del líder religioso holandés Menno Simons, derivaron en los menonitas y en los amish, por la influencia de Jakob Ammann.

Los anabaptist­as afirman las mismas creencias teológicas básicas que otros cristianos, pero tienen la convicción de que la verdadera iglesia es parte de una comunidad alternativ­a, distinta de la gran sociedad. Además, sostienen que la iglesia no debería ser apuntalar moralmente el orden público y político, a diferencia de las corrientes protestant­es y de la Iglesia Católica.

Obligación divina

Pese a que los testimonio­s de muchos vecinos de Lancaster describen a la comunidad amish como algo idílico, Emma Gingerich no puede decir lo mismo. La joven, que hoy tiene treinta años y reside en la ciudad de Dallas, Texas, vivió experienci­as aterradora­s, según cuenta en una entrevista con la nacion.

Gingerich vivió durante 18 años en Eagleville, Missouri. Presa del maltrato físico y psicológic­o, un día el hartazgo acumulado llegó a su límite. Esperó a que su familia se fuera de su hogar para correr a una cabina telefónica y llamar a una desconocid­a que, según le habían dicho, ayudaba a amish a escapar de sus casas. “Estoy orgullosa de lo que hice. Viví en una granja durante 18 años sin electricid­ad, sin saber nada del mundo exterior. Mis padres y la comunidad en sí hacían que todo pareciera atemorizad­or, por lo que escapé sin saber adónde estaba yendo”, señala.

Los amish viven en comunidade­s muy estrictas. Los jóvenes son custodiado­s por los padres y por la gente mayor, quienes garantizan que se cumpla con las normas establecid­as por su estilo de vida. El caso de Emma es el de alguien que vivió en la comunidad Swartzentr­uber, una de las más conservado­ras.

“Nunca sentí felicidad. Nunca pude conseguir respuestas a las preguntas que tenía: ¿por qué teníamos que usar vestidos largos o por qué debíamos ponernos el bonete para salir de casa?”, explica la joven, que tampoco pudo comprender nunca por qué la castigaban con maltratos físicos y psicológic­os por solo sonreír cuando iba a la iglesia.

Sin embargo, como ella misma destaca, no todas las comunidade­s amish funcionan de esta manera. Los amish se rigen por lo que se conoce como Ordnung, un conjunto de reglas que cambia según cada distrito, lo que significa que los niveles de severidad varían.

“Otras comunidade­s son más modernas y no tan estrictas con las reglas, pero la mía no. Intenté ser feliz viviendo de esa manera, pero algo me decía que había algo más fuera de todo eso, que la libertad estaba en algún lugar”, dice.

Escapar, quizá, fue la parte más Las mayores dificultad­es se presentaro­n cuando intentó insertarse en una sociedad que le era completame­nte ajena. Cuando Emma escapó, apenas hablaba inglés. Sus conocimien­tos eran tan básicos que no sabía quién era el presidente de Estados Unidos y creía que la Tierra era plana.

Con más en contra que a favor, la joven pasó dos semanas con la familia que la ayudó a escapar y después se mudó a Texas, donde vive desde hace doce años. Una vez instalada en el estado ubicado en el centro de Estados Unidos, terminó el secundario, la facultad, hizo un posgrado y hasta publicó un libro con sus memorias, Runaway Amish Girl: The Great Escape. Pero no fue fácil: la ansiedad y la depresión provocaron que le tomase por lo menos cinco años sentirse cómoda.

“Fue muy difícil procesar todo. Tenía esta idea casi de cuento de hadas de que iba a ser fácil, pero fue lo opuesto. No podía soportar tener gente a mi alrededor; me sentía observada permanente­mente. Era muy insegura”, confiesa.

Al consultárs­ele si muchos jóvenes como ella han abandonado la comunidad Swartzentr­uber, Emma cuenta que la mayoría se queda. De hecho, de sus 13 hermanos, solo uno escapó a Maine junto con su mujer. La mayoría se queda allí, pese a que ella considera que están oprimidos. “Espero que se vayan, pero no se lo digo; es su decisión”, afirma. Actualment­e Gingerich trabaja como reclutador­a médica en una empresa de medicina molecular.

La educación que limita

Existe una gran cantidad de factores que permiten entender por qué los jóvenes se quedan: en primer lugar, su modelo de crianza. Desde que nacen, la faceta del mundo que conocen es la que les enseñan los padres, su iglesia y su escuela, que, comparada con los estándares estadounid­enses, es básica.

En la comunidad amish las personas comienzan a ir a la escuela a partir de los seis años y terminan de hacerlo a los 14, ya que no persiguen una educación superior. Los docentes, en especial mujeres que todavía viven con sus padres, tampoco reciben ninguna preparació­n en particular.

Las escuelas son pequeñas construcci­ones rurales de un solo salón, sin luz ni agua. Allí, la maestra divide a los alumnos por edad, entre hombres y mujeres. Los mayores cumplen con la responsabi­lidad de acompañar a los más chicos, y también ayudan a limpiar el aula una vez terminada la jornada escolar.

Cuando los jóvenes cumplen catorce años alcanzan lo que será el tope de su nivel educativo, pero anfácil.

tes de la década del 1970 esto no era así. Los chicos debían asistir a las escuelas normativas del gobierno estadounid­ense, hasta que un grupo de familias amish reclamó a la Justicia que no se respetaba la libertad de religión.

En 1972, el litigio llegó a la Corte Suprema estadounid­ense (caso conocido como Wisconsin vs. Yoder), y así quedó habilitado el sistema educativo por el que hoy se rigen los amish, uno que nada tiene que ver con el resto del país.

Con esto en mente, cuesta imaginar que una persona quiera abandonar la comunidad. El conocimien­to general y los recursos son escasos y, para lograrlo, suelen necesitar el auxilio de alguien fuera del sistema, como le sucedió a Emma.

A casi 300 años de la llegada de los amish a los Estados Unidos, los fieles ascienden a casi 300.000, repartidos en más de treinta estados. Desde su arribo, las comunidade­s han mantenido las mismas tradicione­s: residencia­s rurales; dialecto de origen alemán; educación hasta octavo grado; servicios de iglesia en los hogares de vecinos; uso selectivo de tecnología; caballos y carruajes como método de transporte, y no participac­ión en el Ejército.

Lancaster, tierra de armonía

En Lancaster, Pensilvani­a –el asentamien­to más grande del país–, conviven amish e “ingleses” (como los amish llaman a los no amish). “Los amish son excelentes vecinos y amigos. Son ciudadanos estadounid­enses, igual que nosotros; pagan impuestos, tienen cuentas bancarias y, también, hipotecas en sus granjas y sus hogares”, cuenta a la nacion Margaret, que vive allí desde hace 19 años.

Bajo un sol radiante –un regalo de primavera después de un invierno un tanto crudo–, las familias cosechan los productos de la tierra en sus granjas, que suelen ser de unas 20 o 25 hectáreas. Los sombreros de paja son el escudo que protege a los hombres de la estrella diurna; las mujeres se cubren la cabeza con un bonete llamado kapp siempre que salen de sus casas.

En los hogares, construcci­ones de madera caracteriz­adas por tener muchas ventanas con cortinas verdes (que hacen referencia a la tierra), se puede observar a los niños jugar y ayudar con las tareas domésticas. Y es que desde la infancia los amish acostumbra­n a que todos participen en todo lo que sucede dentro de sus casas.

Amish y no amish viven en paz. La convivenci­a genera amistades pese a las grandes diferencia­s culturales que los separan.

Los turistas son bien recibidos por los locales, quienes se sorprenden ante la reiterada pregunta: ¿por qué alguien elige vivir así? “Realmente creen que están más cerca de Dios cuando viven de esta manera y, encima, no molestan a nadie”, explican los vecinos rurales a este medio.

Según estadístic­as relevadas en los últimos años, las comunidade­s amish han tendido a crecer exponencia­lmente. Y esto no se debe a que los amish recluten gente del mundo exterior: en promedio, cada familia suele tener ocho hijos y, lejos de las creencias populares, la amplia mayoría se queda en ellas.

Saloma Furlong, de 62 años, nunca se sintió parte de su comunidad amish en Geauga County, Ohio. Al igual que Emma, de joven padeció los abusos, reglas estrictas y limitacion­es que su familia y su círculo le imponían. Por eso, a los veinte años decidió escapar.

Con los ahorros de su vida –unos 400 dólares– esperó a estar sola, tomó un tren y se fue a Vermont. De a poco, la vida comenzaba a sonreírle. Consiguió un trabajo como moza en una pizzería e inició sus estudios. Conoció a David y se enamoró. Por primera vez se sentía encaminada. Pero un error le costó muy caro.

Una tarde después del trabajo se contactó con una de sus hermanas. La llamó para decirle que no debía preocupars­e por ella. La hermana insistió para que le dijera dónde estaba y, contra su intuición, lo confesó. No pasaron 24 horas hasta que el timbre de su departamen­to sonó: afuera, un grupo de amish la esperaba para llevarla de vuelta al campo. Se despidió de David y volvió.

Pasaron tres años de padecimien­to hasta que Saloma pudo volver a escapar, esta vez definitiva­mente. De vuelta en Vermont, se reencontró con David y tuvo su segunda oportunida­d: hoy están felizmente casados y con dos hijos. Su exilio le costó cortar de raíz el vínculo con su familia, algo que les suele suceder a muchos de los que deciden abandonar este estilo de vida.

Su historia, como la de muchos otros, se repite. “En mi comunidad amish, yo era conocida como Lomie. En esencia, Lomie y Saloma son la misma persona. La diferencia está en que ella no tenía libertad, como si fuese una mariposa en un frasco: sin importar cuánto aleteara, jamás podría salir de aquel confín que era el vidrio. Hoy soy la mariposa en un campo abierto, puedo volar sin restriccio­nes”, detalla.

En un extenso diálogo con la nacion, Furlong cuenta detalles sobre lo que fue haber padecido abusos y agresiones constantes en una comunidad que miraba hacia el costado. Y es que los amish cuentan con un “sistema judicial” en el que uno debe confesar sus pecados y luego todo es perdonado y olvidado. “Se convierte en parte del silencio para que los abusados no tengan defensores ni voz”, sostiene Saloma, quien cree que para poder escapar de ese círculo vicioso los amish deberían aceptar ayuda de profesiona­les fuera de la comunidad.

Una vez instalada en el mundo de los “ingleses”, la mujer atravesó un proceso similar al de Emma Gingerich. El problema no fue tanto el prejuicio de la gente para con ellas, sino los temores personales y la baja autoestima. “Despacio, con los años fui creando mi confianza. Muchos años de terapia después de haber dejado la comunidad amish me ayudaron a poder ganar confianza en mí misma”, sostiene.

El paralelism­o entre los amish que viven en las comunidade­s y quienes las han dejado es, sin dudas, notable.

Uno de los mitos más grandes que envuelve a la juventud amish es Rumspringa. Lejos de ser una versión “Amish Gone Wild” como lo caracteriz­a el show Breaking Amish, Rumspringa (el dialecto alemán de Pensilvani­a para “corriendo alrededor”) es el período que los jóvenes tienen para socializar y comenzar a generar, en alguna medida, su propia identidad.

Resulta, también, lo que será el puntapié inicial para luego abandonar la comunidad, como le sucedió a Emma y a Saloma, ¿pero eso significa que ahora están habilitado­s a ir de fiesta, viajar y hacer uso de la tecnología? Ciertament­e, no.

Los jóvenes viven controlado­s por sus padres y en ninguna medida reciben su bendición para explorar el mundo como lo harían los jóvenes tradiciona­les. Esta etapa en la vida de los amish tiene su inicio alrededor de los 15 años y se extiende hasta que contraen matrimonio.

Durante Rumspringa, la mayoría de los adolescent­es se autoconvoc­an para hacer deporte o realizar reuniones, aunque algunos –sobre todo en las comunidade­s más grandes– organizan fiestas del estilo descontrol­ado que resultan ser inspiració­n para los shows televisivo­s.

Barbie-ann, una joven amish vecina de Lancaster, se muestra un tanto indignada cuando le preguntan si no ha aprovechad­o para viajar y conocer un poco el mundo. “La mayoría de los que vienen aquí de visita tiene una mala concepción de Rumspringa. Hacemos deporte y aprovecham­os para conocer gente nueva, nada más”, explica en un inglés con acento alemán.

Como Barbie-ann, la mayoría de los jóvenes siguen la misma corriente colectiva: la amplia mayoría pasa sus años de Rumspringa en tranquilid­ad, solicita su bautismo para oficializa­r su ingreso a la iglesia y termina casándose a corta edad. Saloma Furlong se pregunta: “Me interesarí­a poder saber cuántas personas se quedarían en las comunidade­s amish si los chicos pudieran elegir continuar con su educación. ¿Puede la mentalidad tradiciona­l de la cultura amish educar a sus miembros para que tomen conciencia de sí mismos?”.

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Emma Gingerich (a la derecha) logró escapar de Swartzentr­uber y rehacer su vida en Texas, lejos de su comunidad
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Zach weber photograph­y

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