LA NACION

En la mente de un perverso

Ariana harwicz tensa la cuerda de la transgresi­ón con degenerado

- Texto Matías Néspolo

Nbarcelona o por remilgados, sino por astutos en lo que al negocio compete, algunos editores ibéricos tienen por filosofía no publicar jamás libros que corten la digestión. Y lo confiesan sin pudor. En el catálogo de esos gestores de experienci­as agradables en letra de molde nunca entraría, por ejemplo, Michel Houellebec­q. Pero tampoco una escritora argentina que vive a caballo entre París y la campiña francesa desde 2007 llamada Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977). Quien sí se atreve a publicar su cuarta novela, Degenerado, es el fundador de Anagrama, Jorge Herralde. Novela o nouvelle, a juzgar por su extensión –que ya es una marca de la autora, al igual que el monólogo interior desde el que se narra–, que debería llevar una faja con una advertenci­a del tipo: no apta para estómagos sensibles.

Sin embargo, esa crudeza a Harwicz le ha dado muy buenos resultados. Traducida a casi una docena de lenguas, el año pasado quedó finalista del prestigios­o Man

Booker Internatio­nal con Matate, amor (2012), la primera de esas tres novelas anteriores que formarían una especie de tríptico en torno a la maternidad monstruosa, la violencia y el desvarío. Pareciera incluso que la provocació­n es el motor de su programa. Pero Harwicz niega toda intención programáti­ca, aunque tampoco escriba para agradar ni complacer al lector. La etiqueta de narradora “extrema” o “radical” hace tiempo que circula, pero no le importa. “Por fuera del texto todo es ruido”, dice. “Lo que importa es la verdad del texto, no estar en manos de efectismos o mandatos, de modas o antimodas, todo eso que está fuera del texto y no importa”.

Lo cierto es que ahora Harwicz tensa la cuerda de la transgresi­ón un poco más para sumergir al lector en el astillado y caótico fluir de la conciencia de un Degenerado. El título más bien es un eufemismo, porque lo que queda claro en el por momentos repulsivo y siempre perturbado­r soliloquio del personaje es que se trata de un pedófilo, violador, asesino, entre otras lindezas. Esas son las esquirlas de informació­n de un monólogo incandesce­nte, mientras el monstruo espera el veredicto en el banquillo de los acusados o se refugia en una casa de provincia asediada por una turba que quiere lincharlo.

Es la primera vez que Harwicz se traviste en hombre para narrar. Pero la proeza no es esa, sino el efecto hipnótico que provoca en el lector y lo obliga a seguir adelante, pese a la repulsión y el horror. Un efecto que sin duda consigue gracias al tratamient­o poético del lenguaje y que ella explica por su larga condición de extranjerí­a en un entorno francoparl­ante. “Ya no sé cómo escribía antes. Tampoco cómo escribiría si no hubiera cambiado de país. Depende de cómo hable cada día me preguntan si soy de otro lugar. Ser inmigrante te cambia la relación con el lenguaje. Me resulta muy productivo para escribir esa permanente y cotidiana mirada sobre la lengua. Nunca puedo, y mis personajes tampoco, dejar de mirarme al hablar, dejar de inspeccion­ar cómo estoy hablando”.

Lo curioso del caso es que, en una primera instancia, Harwicz no se disponía a tratar un tema tan espinoso o tabú. Pero, se sabe, la escritura sigue su propia lógica. “Pensé que iba a ser acusado de racismo. Y el tema era el control de la palabra, porque cualquiera puede volverse un racista, un xenófobo o un islamofóbi­co por una frase o un gesto. Pero el personaje pasó solo al acto del delito sexual. Quizá porque es el delito elegido por la época, el más demonizado, y a la vez, más presente. Vivimos rodeados de pedófilos, no están en redes ocultas, sino en el subte, en los colegios, en las guardias de los hospitales...”, enumera.

Y lo que perturba de su aberrante personaje es que no deja de ser, en el fondo, muy humano. “Oscila entre la transgresi­ón de toda normativid­ad, de apego a la ley y las buenas costumbres. También es un nene de mamá que no pudo crecer. Un hijo bobo con miedo, tímido y acomplejad­o”, explica. Y va más allá: “Pero eso es en reglas generales el hombre, más menos capaz de todo: de buenos modales y perversión. El hombre es teatralmen­te perfecto”.

El problema que plantea la novela es el pernicioso desplazami­ento de identidade­s entre acusado y acusador o víctima y verdugo. Incluso más, porque en el embustero monólogo del degenerado cabe todo, desde la represión estalinist­a o los nazis en la ópera hasta Chernobyl, el atentado de Bataclan o el arrepentid­o Scilingo. Y el mal, al igual que la culpa, es una mancha de aceite de la que nadie se libra. “Degenerado es la tentativa de mostrar a un hombre en una identidad trastornad­a, como es toda identidad. Quién puede decir quién o qué es”, se pregunta. A raíz de una reciente lectura de Thoreau, añade: “Casi diría que el personaje es un desobedien­te civil. No importa tanto la causa, sino desobedece­r. Aborrecer la ley y mostrar de qué está hecho el deseo. Casi viola a la nena para contar a todos el crimen”. Este es el punto álgido de la novela, porque, según el personaje, “el deseo es pederasta” y subversivo por naturaleza, como “una puesta en absurdo de la legalidad”. Si el corolario se vuelve intolerabl­e en tiempos de #Metoo y pañuelos verdes, Harwicz recuerda que de eso se ocupa la ficción. “El libro se instala en una zona y en un período incierto, cambiante, movedizo, y eso inhabilita, a mi entender, una lectura pegada a la realidad”, dice. “Si hay palabras, hay mentira. Somos dobles agentes. Hay inocentes que se ven como criminales y criminales que se ven como inocentes. Y todo es una gran confusión”, concluye.

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Degenerado Autor: Ariana Harwicz Editorial: Anagrama

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