LA NACION

Un resplandor bajo el fuego de las bombas

- Hugo Beccacece

Era jueves. Estaba sentado en mi pupitre del Colegio Nacional de Buenos Aires. Cursaba el primer año en el turno mañana. Tenía 13 años. Había pasado ya el mediodía, porque teníamos “séptima hora”. Eso, en la jerga del colegio, significab­a que se agregaba una a las seis habituales. Era una rutina semanal que cada división en días distintos enfrentaba con resignació­n y hambre de adolescent­es. ¡Los cubanitos de la salida!

No recuerdo quién estaba dictando clase. De pronto, oímos una especie de silbido muy penetrante que venía del exterior y que continuó

en un crescendo inquietant­e. me puse a escuchar porque nunca había oído ese sonido en la vida real; sin embargo, lo conocía muy bien. Lo que ocurrió dos segundos después confirmó mi asombrosa sospecha. Había oído cientos de veces ese sonido, pero en el cine: era el de las bombas que arrojaban los aviones en las películas de guerra durante su carrera hacia el suelo.

Llevamos la vida cinematogr­áfica inyectada en el alma. Aquel mediodía, sin que nadie nos explicara ni ordenara nada, toda la división se levantó al unísono y, en el mismo instante, se oyó una terrible explosión. Desde el estrado, el profesor dijo algo que, en medio del pánico y del caos, me sorprendió, me intrigó y, por su grandilocu­encia, me causó gracia: “¡Ya empezaron! ¡Dios salve a la Patria!”. Ese “ya” significab­a que el profesor sabía que iban a estallar bombas. Y “¡Dios salve a la Patria!” era casi un eslogan de aquellos días que denunciaba a quienes estaban en contra de Perón. Era el jueves 16 de junio de 1955, el día que bombardear­on la Plaza de mayo desde el aire para matar o amedrentar al presidente de la República.

El profesor nos dijo que conservára­mos la calma. Poco después, nos indicaron que bajáramos al sótano, donde estaban la pileta de natación, los vestuarios y una sala de proyeccion­es. Ese sótano da a la calle moreno: sería lo que en casi todos los edificios es la planta baja. Nos dijeron que entráramos en el cine. otros se quedaron en los corredores. No éramos tantos porque el bombardeo se había iniciado entre el turno mañana y el turno tarde.

Poco a poco se fue diluyendo la autoridad de los celadores (alumnos de quinto y sexto año). Yo no estaba muy asustado. Ese sótano era más seguro que mi casa. Las bombas seguían cayendo. mitigaba mis nervios mirando la reacción de los celadores, que podían subir, averiguar algo y regresar con novedades. Algunos sudaban, otros temblaban. Por una vez, los consideré sin temor y con cierto desprecio.

No sé cuándo empezaron a pasar documental­es. Cada tanto, desde

Había oído cientos de veces ese sonido, pero en el cine: era de las bombas que arrojaban los aviones

el fondo de la sala, un celador pronunciab­a en voz alta el nombre de un alumno. El padre del nombrado había pasado a buscarlo. Por suerte, proyectaro­n un largometra­je de ficción. ¿Cuál? Durante mucho tiempo, me dije que era La gran ilusión, la estupenda película de Jean Renoir sobre un grupo de prisionero­s franceses cautivos de los alemanes en la Primera Guerra mundial. Excompañer­os me dijeron que no se acordaban de nada de eso. Estoy seguro de haberla visto en el colegio, pero quizás haya sido en un ciclo. Probableme­nte, mi espíritu novelesco haya corregido la memoria. Es más dramático que los adolescent­es estuvieran mirando La gran ilusión, que habla de la guerra.

me olvidé del bombardeo. El temor de morir en el sótano casi se había evaporado para ser reemplazad­o por el de que mi padre llegara a buscarme antes del final de la historia. media hora después de que terminara el film escuché mi nombre. me encontré con papá y nos hicieron salir a la calle moreno por una pequeña puerta que jamás se abría. Le conté la película: mi bautismo de fuego. Catorce años más tarde, viví una noche de estallidos y revelacion­es en soledad. Continuará.

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