LA NACION

El dilema de la Argentina: cruzar o no el Rubicón hacia el siglo XXI

- Ian Sielecki

En la antigua Roma, ningún general que gobernara tierras conquistad­as podía volver con sus tropas en armas a territorio romano. Significab­a una declaració­n de guerra al poder central y la pretensión de cambiar el régimen. El límite infranquea­ble era un pequeño y emblemátic­o río, el Rubicón.

En la noche del 11 de enero del año 49 a.C., Julio César llegó a orillas del Rubicón al mando de una poderosa legión. Había decidido enfrentar a la elite gobernante y transforma­r Roma para siempre. Cuenta la leyenda que, tras haber marchado durante días sin suspirar, se detuvo frente al río hasta el amanecer, dudando ante la enormidad histórica de lo que ese simple acto –el cruce del río– desencaden­aría. Entendía que el próximo paso sería irreversib­le, para él como persona y para Roma como civilizaci­ón.

Todos los episodios fundaciona­les de la historia humana tienen un Rubicón. Y un momento en que sus protagonis­tas, tras haber recorrido un largo camino hacia el destino anhelado, titubean porque saben que, al dar el paso siguiente, ya no habrá retorno posible.

La Argentina se encuentra hoy estremecid­a a orillas del Rubicón. Un río estrecho por el que corre un caudal avasallant­e de temores, frustracio­nes y desconfian­za acumulados durante décadas. Los protagonis­tas no son los políticos, sino una sociedad que debe decidir si, en su espinosa marcha hacia un país libre y próspero, está dispuesta a transforma­rse a sí misma. De eso se trata el cambio irreversib­le: de redefinir la manera en que nos pensamos y nos sentimos como argentinos, frente al Estado, frente al otro y, esencialme­nte, frente a nosotros mismos.

En momentos de transforma­ción profunda, recae sobre la comunicaci­ón la colosal tarea de sentar al país en el diván para ayudarlo a entender qué le impide avanzar. En otras palabras, el discurso político –casi siempre coyuntural– se convierte en algo mucho más trascenden­te: un discurso cultural que debe desbloquea­r la entrada a una nueva era.

En ese contexto, pensar que darle importanci­a a la comunicaci­ón es una concepción light de la política es malinterpr­etar la naturaleza de su misión. Se trata, en realidad, de una concepción más ambiciosa que aquella que recomendab­a gobernar desde el inicio mediante discusione­s con actores de pensamient­o anacrónico.

Porque, para permitir un cambio de era, debe haber primero una renovación conceptual del paisaje en el que esos actores operan. En definitiva, en una mesa de negociació­n oxidada y corroída, cualquier acuerdo hubiera nacido infectado. La apertura hacia otros actores tiene hoy sentido porque estamos a las puertas de una victoria cultural que los cambió a ellos también y reparó la mesa.

Más allá de las evidentes dificultad­es económicas, es irrebatibl­e que el gobierno de Cambiemos gobernó tres años y medio dando pasos que nos acercaron al Rubicón del cambio cultural. Desde la ejecución de obras de largo plazo en transporte y el cambio de paradigma en la integració­n de barrios

populares hasta la importanci­a atribuida a la terminalid­ad educativa, pasando por la aprobación de un presupuest­o equilibrad­o, el respeto del federalism­o mediante la distribuci­ón imparcial de la coparticip­ación, la modernizac­ión del Estado y la inserción internacio­nal más allá de lo ideológico, sobran referencia­s de esa redefinici­ón profunda de la política y de sus prioridade­s.

Cuando este gobierno sea el primero no peronista en terminar su mandato en casi un siglo, quedará demostrado que se puede gobernar la Argentina con códigos culturales pertenecie­ntes a una nueva era. El síndrome de Estocolmo habrá expirado y ya no seremos rehenes. Si, además, los argentinos confirman con su voto la voluntad de adentrarse en una nueva etapa histórica, habremos cruzado el Rubicón. La transforma­ción, entonces sí, será irreversib­le.

Como Julio César aquella noche, hoy estamos absortos dudando frente a esa posibilida­d. Y el populismo, que no quiere que crucemos el río, corre con la ventaja de seguir comunicand­o con los códigos inescrupul­osos de la era que estamos dejando atrás. Son el cortoplaci­smo, el facilismo y la manipulaci­ón estadístic­a a los que nos volvimos adictos durante décadas. Jamás lo olvidemos: el populismo es una bestia que se alimenta de mentiras y engaños y, una vez que es fuerte, devora la esperanza.

El Gobierno, por el contrario, usa cifras reales y proyectos realizable­s. Por ende, cuando se dice que el Gobierno comunica mal porque no entusiasma a la gente, es como quejarse de que un café ristretto no excita a un adicto a la cocaína. Por más cafeína que tenga, nunca generará lo mismo que una droga dura (pero es más sano). Y el famoso optimismo, tan criticado, no es otra cosa que la herramient­a que tiene el discurso democrátic­o para generar épica emocional sin caer en la estafa discursiva.

Se puede acusar de muchas cosas a Perón, pero fue un líder de su tiempo que supo interpreta­r que la historia estaba pasando de página y la política debía aportar soluciones con un nuevo formato de liderazgo (al igual que Vargas en Brasil y Cárdenas en México). Perón fue, ante todo, un hombre de su época. Ya es hora de que los líderes peronistas se inspiren en él, porque la única verdad es la realidad y la realidad es que el mundo cambió y ellos no. Miguel Ángel Pichetto es la prueba clara de que existía un desfase y es solo cuestión de tiempo hasta que el resto de los peronistas respetable­s sigan sus pasos. Cruzar el Rubicón es, también, dejar que Perón entre en la historia para permitirno­s por fin imaginar la Argentina del siglo XXI.

En teoría literaria, existe un concepto fascinante llamado resistenci­a imaginativ­a. Supone que es posible imaginar cualquier relato, con una excepción: la mente del lector no puede imaginar que algo que considera inmoral sea moralmente correcto. Por ejemplo, si en pleno régimen del apartheid un lector racista leyera una historia en la que personas blancas y negras acceden a los mismos lugares, aunque lo incomodarí­a, podría visualizar la situación. Ahora bien, si el autor le pidiera imaginar que esa igualdad entre blancos y negros es una necesidad moral, la mente del lector, con su filtro de creencias racistas, resistiría, porque la imaginació­n no tiene la capacidad de desarmar nuestra estructura de imperativo­s morales.

Con el tiempo –con el correr del progreso social e institucio­nal–, los imperativo­s morales que constituye­n nuestro filtro tienden a evoluciona­r y podemos imaginar mundos que antes no hubiésemos podido, porque, al tratar de visualizar­los, nuestra mente hubiese resistido.

La mente argentina se encuentra, hoy, superando un fenómeno masivo y múltiple de resistenci­a imaginativ­a. El relato del Gobierno –que nos propone visualizar una nueva era en la que el crecimient­o está basado en el imperativo moral de la previsibil­idad y el equilibrio fiscal; la justicia social, en el de la formación profesiona­l y las oportunida­des reales para cada argentino, y la República, en el de la transparen­cia y la institucio­nalidad– luchó hasta ahora contra un marco cultural heredado del populismo del siglo XX y carente de imperativo­s morales lo suficiente­mente progresist­as.

Gane quien gane las elecciones, los políticos se sentarán a negociar nuestro porvenir. La pregunta que debemos hacernos, entonces, es quién queremos que se siente en la cabecera. En otras palabras, sobre qué imperativo­s morales y culturales queremos imaginar y pactar la Argentina del siglo XXI.

Debemos decidir, en definitiva, de qué lado del Rubicón deseamos que nos encuentre el futuro. Como Julio César, tengamos el coraje de cruzarlo.

Organizado­r del Foro Democrátic­o de The New York Times

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