LA NACION

La cabeza visible de una ilusión colectiva frustrada

- Pablo Mendelevic­h

Fernando de la Rúa no fue el primer presidente radical que hubo, sino el sexto, pero su paso por el poder tuvo caracterís­ticas inigualabl­es: protagoniz­ó una gran ilusión colectiva, estrenó el gobierno de coalición en un país marcado por los liderazgos hegemónico­s y desembocó, al cabo de 743 días, en una decepción estrepitos­a. Su ciclo de apogeo y derrumbe fue uno de los más vertiginos­os y agitados que haya habido.

El carácter multiparti­dario de la Alianza, mal metaboliza­do después, resultó determinan­te para vencer al peronismo tras el gobierno de diez años y medio de Carlos Menem, el más duradero del siglo XX. Nunca antes el peronismo había sido desalojado del poder mediante elecciones. Es que De la Rúa, aunque pocas veces se lo recuerda así, fue un hombre de récords.

Ya en 1973 había arrancado en la Capital como vencedor joven y solitario de un peronismo arrasador, proeza más sonora por haber vencido –mediante el novedoso ballottage– a Marcelo Sánchez Sorondo, un simpatizan­te del fascismo que había sido patrocinad­o por el mismísimo presidente Héctor

Cámpora. Quien solo una vez perdiera la senaduría porteña debido a una maniobra en el colegio electoral volvió a arrinconar al peronismo en 1996 –lo mandó al tercer puesto–, cuando él se convirtió en el primer jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires surgido del voto popular. De modo que, a los 62 años, el día que casi uno de cada dos argentinos lo puso en la Casa Rosada (de la que en campaña decía estar “a solo cien pasos”, repetidos por Macri en 2015), De la Rúa tenía la aureola de político exitoso. Sobria, no de estilo mesiánico, sino apuntalada por la compostura, el porte senatorial y la buena gestión en el gobierno porteño. Parecía que estaba mirando al porvenir. Su imagen daba a contracara del aquí y ahora noventista, de la pizza con champagne.

Los graves sucesos que vinieron después, sumados a una caricaturi­zación que descuartiz­ó sus modos parsimonio­sos, ayudaron a olvidar, –tal vez a negar– esa ilusión colectiva que entronizó en 1999 a quien entonces era percibido como winner. De la Rúa le había ganado la interna al Frepaso (en porcentaje­s redondos) 62 a 38. Después venció a Eduardo Duhalde (y Palito Ortega) 48 a 38. Sepultaba la intensa experienci­a menemista, clausuraba el siglo. Del pasado, eso sí, rescataba la convertibi­lidad, cuyo tictac no fue tenido en cuenta, un poco porque nadie supo cómo salir de ella (tampoco el inventor, Domingo Cavallo, cuando De la Rúa lo convocó) y otro poco porque no había forma de prometer una sustitució­n indolora. El electorado pedía más república, el fin de la corrupción, la salida de la recesión y, a la vez, la estabilida­d económica garantizad­a por el uno a uno.

Hace falta recordar, por otra parte, que el 10 de diciembre de 1999 el Salón Blanco fue el altar de la alternanci­a. La anterior transferen­cia de mando constituci­onal en fecha entre presidente­s de distinto color partidario tras elecciones libres había sido 83 años antes (Victorino de la Plaza-Hipólito Yrigoyen). Esa promisoria normalizac­ión de la democracia resultó el fiasco mayor. Se gestó el mayor desencanto colectivo en el sistema político, anticipado en las apáticas elecciones de octubre de 2001 y consagrado con el subjuntivo anarquista devenido furia, “que se vayan todos”.

Más allá de la personalid­ad del presidente o del desajuste de su estilo de liderazgo con la época que le tocó en suerte, la Alianza tenía una debilidad de origen. El Senado siguió controlado por el peronismo y en Diputados el oficialism­o obtuvo una leve ventaja, mientras el peronismo gobernaba 14 provincias, entre ellas, la de Buenos Aires. Con el tablero de equilibrio­s al límite, De la Rúa practicó un contraindi­cado encapsulam­iento que empeoró los problemas de convivenci­a política con el peronismo y con su propia coalición.

El gobierno del único binomio formado por un radical con un peronista de vice quedó herido de muerte a los 300 días, cuando Chacho Álvarez se fue dando un portazo. Sospechas de corrupción propia (las coimas del Senado) mellaron el alma de la Alianza, mientras grupos peronistas del conurbano montaban actividade­s conspirati­vas sobre el desencanto social (para más datos véase el discurso de Cristina Kirchner del 27 de diciembre de 2012, en el que ella se refiere a “la verdad” de los saqueos).

Es llamativo que hasta el día de hoy la caída de De la Rúa, que no podría ser catalogada de simple renuncia ni tampoco de clásico derrocamie­nto (o de mera huida, como pretendía Néstor Kirchner), carezca de un nombre que identifiqu­e el suceso. Acaso por su complejida­d y por el debate aún abierto sobre las responsabi­lidades de unos y otros, a la primera caída violenta de un gobierno constituci­onal sin participac­ión militar se la engloba con lo que siguió. Se le dice 2001.

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