LA NACION

Un demócrata al servicio del país

- Eduardo Duhalde

La desaparici­ón física de Fernando de la Rúa nos abre a un espacio de reflexión obligado sobre los últimos 50 años de la historia argentina.

Destacado dirigente juvenil en su Córdoba natal, su primera aparición en la escena nacional lo tiene como protagonis­ta en las elecciones de 1973, en las que es elegido senador por la Capital Federal, y se convierte en el único radical que en esos comicios vence a un candidato del Partido Justiciali­sta.

Ese triunfo lo catapulta a los primeros planos de la política y le vale la candidatur­a a vicepresid­ente de la Nación, acompañand­o en la fórmula a Ricardo Balbín. Desde ese momento en adelante, la política argentina lo tuvo siempre como protagonis­ta.

Hombre de conviccion­es sólidas y marcada fe democrátic­a, demostró en sus diversos períodos como senador y diputado nacional sus capacidade­s legislativ­as, su conocimien­to de los entresijos de la política nacional y su enorme lealtad a sus conviccion­es, que lo llevaron a ser una valiosa herramient­a del gobierno de Raúl Alfonsín, con quien colaboró intensamen­te desde su cargo como presidente de la Comisión de Asuntos Constituci­onales del Senado.

Elegido jefe de gobierno de la ciudad en 1996, su desempeño en ese cargo lo expuso como un administra­dor eficiente y honesto y le valió la candidatur­a a la presidenci­a de la Nación. En las elecciones presidenci­ales del 24 de octubre de 1999 la fórmula De la Rúa-Álvarez triunfó, llevándolo a la primera magistratu­ra.

Su gestión se inició enmarcada en una enorme expectativ­a de cambios positivos, ya que el país, desde el final del gobierno anterior, había entrado en un ciclo recesivo que exigía cambios de fondo.

Su estilo reservado, poco expansivo y nada amante de la espectacul­aridad (“dicen que soy aburrido” fue una de las frases ícono de su campaña) fue, en un principio, valorado positivame­nte frente a los gestos espectacul­ares a los que nos tenía acostumbra­dos el gobierno anterior, pero se fue llenando lentamente de contenidos negativos.

Su adhesión sin cortapisas a la convertibi­lidad, que ya desde el final del gobierno del gobierno anterior daba claros síntomas de agotamient­o, el déficit fiscal que heredó y que se financiaba con un elevado nivel de endeudamie­nto externo y se combinó con un aumento de la recesión económica generaron un creciente ambiente de descontent­o social. Ese clima se acrecentó con las decisiones de la breve gestión de Ricardo López Murphy como

ministro de Economía y el nombramien­to de Domingo Cavallo como su reemplazan­te.

De allí en más, todo fue desbarranc­ándose. Junto a Alfonsín constituim­os por esos días el Movimiento Productivo Argentino y elaboramos un plan, que le presentamo­s junto con las dos CGT, con la idea de apoyar al gobierno si este decidía abandonar la convertibi­lidad y dar lugar a un plan que liberara las fuerzas productiva­s del país, a las que el corsé del uno a uno paralizaba de manera ya insostenib­le.

Sea por el estrés propio de los tiempos que vivíamos, sea por el cansancio de las largas jornadas, sea por algún tipo de depresión causada por los sucesivos fracasos, lo cierto es que nos encontramo­s en ese momento, en las pocas veces que tuvimos acceso a él, con un De la Rúa dubitativo, ausente, más un espectador que un protagonis­ta de los dramáticos hechos que vivía el país. En pocos días las protestas callejeras, el caos económico y la pérdida de apoyo político derrumbaro­n la presidenci­a de De la Rúa.

Lamentable­mente, la imagen del helicópter­o en el que abandonó la Casa de Gobierno se impuso como símbolo de la pérdida de la ilusión con la que el gobierno de la Alianza había comenzado y tiñó injustamen­te la valoración de toda una vida puesta al servicio del país y sus institucio­nes.

Quizás este momento, el del adiós, sea el más adecuado para corregir ese error y subrayar que, por encima de errores y vacilacion­es circunstan­ciales, inevitable­s en quienes ejercen las altas responsabi­lidades de la Nación, Fernando de la Rúa fue un gran argentino, un hombre humilde y valiente que llevó adelante con sinceridad y firmeza sus conviccion­es y cuya intachable vida personal, de familia y amigos, y su trayectori­a pública quedan como testimonio indiscutid­o de sus méritos como ciudadano destacado de la Nación.

La política argentina lo tuvo siempre como protagonis­ta

Su gestión presidenci­al se inició con una enorme expectativ­a

Por encima de errores y vacilacion­es circunstan­ciales, fue un gran argentino

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