Emires del Golfo. De reyes de un páramo desértico a fastuosos magnates
Divorcios millonarios y muertes misteriosas en las monarquías que hicieron su fortuna gracias a los yacimientos
TÚNEZ.– Casi todo mortal sin un ingente patrimonio o alguna aptitud sobresaliente soñó alguna vez con hacerse rico mediante un golpe de suerte: por un boleto de lotería ganador o la herencia de un familiar lejano. Esto es exactamente lo que sucedió a un puñado de emires de la Península Arábiga el día que se encontraron en sus aposentos grandes yacimientos de petróleo, el impulsor de la segunda revolución industrial.
Hace un siglo, la región del Golfo Pérsico era un territorio desértico y remoto, un páramo que solo interesaba a la superpotencia de la época, el Reino Unido, como punto de aprovisionamiento en la ruta hacia las Indias. Las tribus árabes que habitaban la región vivían de forma austera gracias a la pesca, a la venta de perlas capturadas mediante unos buenos pulmones, y en algunos casos, el comercio. Si alguna vidente hubiera dicho a aquellos humildes reyezuelos que cien años después sus descendientes figurarían entre los hombres más ricos del planeta incluidos en la exclusiva lista de la revista Forbes, la habrían tomado por loca.
Sin embargo, eso es exactamente lo que sucedió. Con la excepción de Yemen, todos los Estados del Golfo Pérsico son opulentas monarquías gobernadas por sistemas políticos cuasi feudales. En cada país, una familia real acapara los suculentos beneficios de la explotación de los recursos naturales del subsuelo. Su respectivo patriarca, ya sea bajo el título de emir, sultán o rey, concibe el Estado de una forma completamente patrimonial.
Hasta el extremo de que, por si había alguna duda en el futuro, el fundador de la dinastía de los Saud, Abdelaziz ibn Saud, inscribió su apellido en el nombre oficial del nuevo reino creado en 1932: Arabia Saudita. Normalmente, entre hermanos y primos, siempre todos hombres –algunas familias están formadas por cientos de miembros–, se reparten las principales carteras ministeriales del país. Los tecnócratas más fieles y capaces se deben conformar con algún ministerio de poco peso político.
Dubai, uno de los siete principados que forman Emiratos Árabes Unidos (EAU), constituye una excepción parcial a este modelo. Dotado de unas reducidas reservas de petróleo, se convirtió en un punto nodal del capitalismo mundial gracias a un emir visionario, Rashid al-Maktoum. Durante los años 70, el astuto dirigente utilizó el menguante oro negro en financiar la construcción de infraestructura que convirtió aquel pueblo en un gran hub mundial del comercio, los servicios y el lujo. Se calcula que los Maktoum poseen una riqueza de unos 19.000 millones de dólares.
Es precisamente el hijo del prócer patrio, Mohamed bin Rashid al-Maktoum, quien ocupó las portadas de la prensa del corazón por su estrepitosa ruptura matrimonial con la princesa de otra histórica familia real árabe. Haya bint al-Hussein, hija del difunto rey Hussein de Jordania y hermana del actual monarca Abdalá II, está desaparecida después de haber abandonado subrepticiamente Dubai. Su marido ya pidió el divorcio, cuyo costo podría batir un récord mundial.
En lo que no hay excepción es en el envío de los mimados retoños de todas la familias reales a estudiar a las mejores universidades de Occidente, habitualmente en Estados Unidos o Inglaterra. A veces, el choque entre la rigurosa moral que impera en las ultraconservadoras monarquías y el ambiente liberal de las universidades anglosajonas provoca turbulencias en la vida de los jóvenes príncipes. Y como muestra de ello, la reciente e inesperada muerte de Khalid ben Sultan al-Qasimi, el hijo del emir de Sharja, otro de los principados de EAU. Aunque no se sabe el motivo concreto de su fallecimiento, todo parece indicar que habría sido una sobredosis durante una de las largas orgías que organizaba habitualmente.