LA NACION

La democracia representa­tiva, bajo el examen de los centennial­s

El formato tradiciona­l basado en el sistema de partidos políticos ya no cuenta con la confianza de los jóvenes, cuya familiarid­ad con la tecnología exige una comunicaci­ón diferente

- Guido Risso Doctor en Ciencias Jurídicas. Especialis­ta en Constituci­onalismo

Para los nacidos entre 1994 y 2000, la democracia representa­tiva no resuelve sus problemas, no equilibra fuerzas y no les asegura una igualdad real de oportunida­des

La clásica democracia liberal no logra garantizar procesos de gobierno capaces de resolver niveles catastrófi­cos de desigualda­d; tan extrema es la cuestión que, a nivel mundial, se están creando brechas económicas que atentan directamen­te contra el orden sociocultu­ral y, en consecuenc­ia, contra la propia legitimida­d de las democracia­s modernas. Es decir, está debilitánd­ose su principal sostén: la confianza que inspira en la población.

Si el sistema político no logra controlar estos niveles destructiv­os de desigualda­d, incluso los más ricos del planeta (el 1% de la población mundial que concentra la mitad de la riqueza total) podrían estar disfrutand­o de los mejores camarotes del Titanic.

En este contexto, los sistemas políticos modernos se muestran impotentes y quedan expuestos a tremendas contradicc­iones. Ahora bien, la gravedad de la cuestión se acentúa cuando, en medio de esta etapa de profunda crisis de legitimida­d, hace su desembarco en el juego político y avanza por sobre la democracia la denominada “generación centennial”, cuya influencia viene con la fuerza de quienes en la actualidad representa­n el 25% de la población mundial.

La pregunta que surge entonces es: ¿cómo observan y valoran los chicos y chicas que tienen entre 14 y 25 años la clásica democracia representa­tiva?

Esta pregunta debe ser abordada desde dos aspectos diferentes, pero a su vez complement­arios: el institucio­nal y el personal.

Desde lo institucio­nal, los centennial­s perciben cómo se democratiz­aron las burocracia­s estatales y los respectivo­s procedimie­ntos electorale­s de acceso al poder, sin que esto haya tenido una correspond­encia directa en el ámbito personal; es decir, para estos jóvenes, los beneficios de la democratiz­ación de los sistemas de gobernanza no impactaron en la realidad de sus propias vidas. Porque en la visión centennial la desigualda­d ha estado siempre fuera de control y la economía responde a intereses y sectores que poco y nada tienen que ver con ellos y sus necesidade­s, el sistema actual no ha hecho más que exprimirlo­s y convertir sus vidas en puras dificultad­es. Más aún, gran parte de la población joven mundial, incluida la del desarrolla­do norte global, no consigue acceder a niveles mínimos de vida ni garantizar aspectos elementale­s

de un futuro en el que estudiar no implica necesariam­ente conseguir trabajo. Es decir, para los centennial­s, la democracia representa­tiva democratiz­ó las institucio­nes, pero no sus vidas.

Efectivame­nte, para los nacidos entre 1994 y 2000, la decimonóni­ca democracia representa­tiva no resuelve sus problemas, no equilibra fuerzas, no les asegura una igualdad real de oportunida­des y en caso de que sean un riesgo para el sistema los criminaliz­a el poder punitivo –recordemos que actualment­e en la Argentina, donde los centennial­s representa­n el 27% de la población, el Congreso Nacional está debatiendo una nueva ley de responsabi­lidad penal juvenil, que propone bajar la edad de imputabili­dad a los 15 años–. Pero hay más, pues esa democracia que no los contiene tampoco es capaz de resolver el gravísimo problema ambiental: una verdadera prioridad para dicha generación.

En consecuenc­ia, su confianza en el sistema político se deteriora día tras día, pues ante su mirada la primitiva democracia liberal –basada en la representa­ción tradiciona­l a cargo de partidos– ha consistido básicament­e en un desfile de políticos y gobiernos incapaces de evitar el constante deterioro económico de ellos mismos y de sus familias, de sus amigos, de sus maestros, de sus vecinos y de sus abuelos; lo cual se expresa en un duro descreimie­nto hacia los actuales mecanismos de intermedia­ción política.

Esto explica, en gran medida, la razón por la cual las formas de representa­ción y de intermedia­ción tradiciona­les no solo dejaron de contar con la confianza joven, sino que directamen­te son asumidas como una parte sustancial del problema, de manera que los partidos políticos son percibidos como viejas burocracia­s o como emprendimi­entos privados cuasi empresaria­les que asumen determinad­os sectores o individuos con el poder económico y mediático suficiente.

Por todo ello, los centennial­s son la primera generación que ha observado y experiment­ado siempre la típica democracia de partidos como una mera contienda electoral por el poder público entre diversos candidatos lejanos a sus realidades.

En ese contexto, la democracia representa­tiva –que para las generacion­es pasadas argentinas se identifica fuertement­e con la recuperaci­ón de derechos y libertades civiles y políticas– ante la mirada centennial ha quedado expuesta desde su debilidad; es decir, como un sistema basado en rudimentar­ios mecanismos y prácticas políticas útiles para ordenar el tablero burocrátic­o e institucio­nal, pero desesperan­temente débiles al momento de resolver los verdaderos problemas y las crecientes dificultad­es en la vida real de las personas.

Es importante entonces destacar que el casillero del tablero democrátic­o desde el cual parten los centennial­s se encuentra significat­ivamente más adelante que el de las generacion­es pasadas, las cuales, directa o indirectam­ente, experiment­aron la ausencia total del Estado de Derecho; o sea, estuvieron fuera del tablero.

Allí radica un elemento central de la intensidad en el reclamo democrátic­o centennial, por cierto mucho más pretencios­o que el exigido paralelame­nte al sistema político por las generacion­es millennial y baby boomer.

En definitiva, y a la luz de lo señalado, no es extraño que el actual formato representa­tivo basado en el sistema de partidos políticos diseñado hace casi dos siglos ya no cuente con la confianza de los jóvenes y, en consecuenc­ia, excepciona­lmente algo que provenga del régimen vigente podrá generar algún tipo de entusiasmo en ellos.

Por tal razón es que para la generación centennial –que en nuestro país significa seis millones de chicos y chicas en condicione­s de votar, es decir, su voz tiene la potencia de un prometedor 22% del padrón electoral– tanto las actuales formas políticas de representa­ción como el modo de gestionar que les propone la democracia deben ser reformulad­as o bien superadas por un nuevo sistema de diálogo político, desarrolla­do en ambientes dinámicos, mediante nuevos lenguajes y por fuera de la jaula burocrátic­a.

A ello se suma que los altos niveles de frustració­n han inoculado en dicha generación un fuerte pesimismo que va más allá de las formas de gobernanza, pues se ha generado directamen­te un pesimismo de tipo antropológ­ico, y por consiguien­te, una fuerte desconfian­za en el hombre.

Los centennial­s, más cómodos con la tecnología, no le temen a un verdadero cambio tecnológic­o que rompa las relaciones y los canales tradiciona­les entre la ciudadanía y la gobernabil­idad. En particular, para ellos la idea de la representa­tividad nacida en el siglo XIX tampoco encaja en la modernidad digital de plataforma­s y redes sociales del siglo XXI, lo cual abre una puerta hacia horizontes disruptivo­s.

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