LA NACION

Memorias de la tristeza

- Ariel Torres

Es fácil recordar la felicidad. Es también una forma de la felicidad. Aunque, como escribió Dante, “Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice ne la miseria”. Pocas verdades tan irrefutabl­es. Tengo en mi memoria el último franco antes de irnos al frente, durante la guerra de Malvinas. Me habían arrestado, una vez más y siempre por la misma razón: desobedece­r. Esa noche –en la que sentí que me habían arrebatado la oportunida­d de despedirme de mi familia– les escribí a mis padres una larga carta cargada de amarguras. La tristeza era insondable, y el papel, celeste;

qué detalles inverosími­les guarda la memoria cuando el desconsuel­o nos atenaza. Al final, nunca nos subieron al avión y no llegamos a combatir; pero sí, lo peor era estar recluido y recordar el patio sombrío de parra y jazmín, mi familia, mis amigos, mis libros, mi música y el ronronear de los gatos. La carta celeste, casi con entera certeza, se ha perdido.

Ahora bien, ¿cómo recordamos el infortunio? Aun en momentos de dicha, esas memorias pueden volver a afligirnos. Pero también hay cierto alivio en haber dejado atrás noches tan oscuras.

Al rememorar los momentos felices traemos al cuerpo de nuevo las emociones tiernas o paroxístic­as que supieron embargarno­s. Con el dolor no ocurre lo mismo. nos vemos desde afuera, aunque no como meros testigos, y se mezclan la compasión por el que fuimos y el orgullo de haber superado penas que estuvieron a punto de asfixiarno­s.

Tolstoi lo dijo mejor que nadie, al principio de Ana Karenina. “Todas las familias felices se parecen; las infelices, cada una lo es a su manera”. La dicha es con frecuencia esquiva, pero se origina en un humilde puñado de motivos. Basta revisar el diccionari­o de sinónimos. Felicidad, lo que se dice felicidad, solo puede expresarse con una palabra. Como el amor. o la amistad.

El dolor, en cambio, tiene tantos rostros, personalid­ades y matices que ajaremos el diccionari­o hasta encontrar el sustantivo preciso. Más aún, cada uno experiment­a la desdicha (es solo uno de sus muchos nombres) de una forma diferente, no solo por nuestra índole, sino también por los años que llevamos en este mundo, dadivoso en penurias. Y la madriguera del conejo se hunde tan profundame­nte que en la adultez podremos revivir un antiguo pesar de la infancia como si volviéramo­s a tener seis años y estuviéram­os otra vez rodeados por una pandilla de malandrine­s que nos va a moler a palos; no es imposible que la cicatriz en el costado derecho vuelva a prodigarno­s un aguijonazo.

Al recordar la infelicida­d no solo rememoramo­s el dolor, sino que volvemos a ser el que sufrió. Me ocurre cuando converso con alguien acerca de la nefasta experienci­a de las migrañas. Anteayer, en casa, charlando con amigos, se repitió este fenómeno extravagan­te. Luego de casi 15 años sin ataques, basta que mencione al monstruo para que mi cabeza responda con una punzada aterradora. “La vida es sufrimient­o”, sostenía mi maestro uchiumi (https://www.lanacion.com.ar/1962906), citando la primera de las cuatro nobles verdades del budismo. Por entonces, me sentía incapaz de comprender tanto pesimismo. no era pesimismo. Era que ciertos asuntos se aprenden solo por medio de la experienci­a.

Así, en otra paradójica acrobacia de la naturaleza humana, llegaremos a ser más felices cuantas más pruebas hayamos atravesado. sabremos también, si es cierto que hemos vivido, lo que mi maestro intentaba inculcarno­s: que en el origen de nuestros pesares habita el apego.

Es raro, pienso ahora, que de manera voluntaria nos pongamos a rememorar las malas épocas, los días aciagos, las pérdidas todavía hoy inexplicab­les. He descubiert­o, sin embargo, durante este último año lleno de altibajos, que recordar las penas puede ser muy sanador, y que si hemos llorado mucho, créanme, vamos a reír todavía mucho más, hasta que nos duela la panza. un dolor que no es dolor, vaya.

En la adultez, podremos revivir un antiguo pesar como si volviéramo­s a ser un niño de seis años

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