LA NACION

Con la cabeza en la Luna

- Nora Bär

Tal vez a ustedes también les suceda: la imagen de la Luna brillando en el cielo nocturno, y más cuando se encuentra apenas por encima del horizonte, donde se muestra en toda su espléndida magnificen­cia, a algunos nos resulta subyugante. Su misterio es tan sugerente y parece tan al alcance de la mano, que no es difícil entender por qué durante milenios inspiró todo tipo de fantasías.

A propósito de los 50 años del alunizaje, que se cumplen en los próximos días, david Seed, de la universida­d de Liverpool, acaba de publicar en Nature precisamen­te un repaso

de la literatura “lunar”. Según el especialis­ta, el tema se cristalizó en el renacimien­to, tras las observacio­nes de Galileo, la difusión del heliocentr­ismo y los viajes de exploració­n al continente americano.

Entre las que anticiparo­n el viaje a nuestro satélite o su colonizaci­ón con mayor o menor precisión científica, además de De la Tierra a la Luna, de Julio Verne (1865); Los primeros hombres en la Luna, de H.G. Wells (1901); Cohete Galileo, de robert Heinlein (1947), o Claro de Tierra, de Arthur clarke (1955), Seed menciona otras no tan frecuentad­as, como Somnium, en la que el gran astrónomo alemán Johannes Kepler imagina que un joven islandés llamado duracotus es transporta­do fuera del campo gravitator­io de la Tierra por un demonio y llega a la isla de Levania (la Luna), poblada de seres “de tamaño monstruoso”. Allí predice, ¡en 1634!, que si la humanidad perfeccion­a el vuelo podrá colonizar nuestro satélite.

También cita dos “gemas” que guardamos en la biblioteca familiar y nunca dejan de sorprender­nos: los Relatos verídicos (Gredos, 1992), escrita por Luciano de Samosata en el siglo ii, e Historia cómica de los estados e imperios de la Luna (Espasa calpe, 1960), de cyrano de Bergerac, el poeta y libertino que vivió en París en el siglo XVii y más tarde haría célebre Edmond rostand.

Escritas en clave satírica para ridiculiza­r a los autores de relatos prodigioso­s de la época, en la primera los protagonis­tas viajan a la Luna y allí encuentra una sociedad compleja de individuos (los “selenitas”) con “muchas rarezas y curiosidad­es”. Por ejemplo, “no nacen de mujeres, sino de hombres (...), y no quedan embarazado­s en el vientre, sino en la pantorrill­a”.

“El vestido de los ricos es de vidrio maleable, y el de los pobres, de hilado de bronce [que] trabajan reblandeci­éndolo como la lana –escribe Luciano–. (…) Tienen los ojos desmontabl­es, y quien lo desea puede quitárselo­s y guardarlos hasta que necesite ver”. consideran hermosos a los calvos y desprecian a los melenudos.

cyrano, por su parte, se inventa un dispositiv­o “que consistía en una caja muy ligera” agujereada por debajo y por la tapa, sobre la cual tenía una vasija de cristal con forma de globo.

“La vasija estaba hecha de propósito con muchos ángulos y en forma de icosaedro”, cuenta, para que la bola produjera un efecto de espejo ardiente. cuando el Sol comienza a alumbrar la máquina, convierte el encierro “en un pequeño cielo de púrpura esmaltado en oro”. El aparato lo arrastra hacia las alturas, a un mundo que no reconoce. En ese universo dislocado, cuando a las alondras en vuelo les dispara con su arcabuz, estas ¡caen ya asadas!

uno de los detalles más sorprenden­tes es que concibe un “libro parlante” (¿el ancestro de la radio?): “Al abrir el estuche encontré no sé qué continente de metal –escribe– muy parecido a nuestros relojes y llenos de no sé qué pequeños resortes y de máquinas impercepti­bles. Era, en efecto, un libro, pero era un libro milagroso que no tenía ni hojas ni letras; era, en resumen, un libro, para leer el cual eran inútiles los ojos; en cambio, se necesitaba­n las orejas”.

A pesar de sus delirios, ambas deslumbran con su intuición de que sería posible viajar a mundos lejanos. A la luz de los actuales planes de exploració­n espacial, como dice Seed, nuestros sueños lunares siguen en pie.

“Era un libro que no tenía ni hojas ni letras; era un libro para leer el cual se necesitaba­n las orejas”

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