Un tratamiento oncológico que podría significar ingresos millonarios y más investigaciones
Osvaldo Podhajcer y su equipo trabajan en un proyecto para luchar contra el cáncer; esfuerzos de años y llegada de inversores
Probablemente Osvaldo Podhajcer sea uno de los científicos argentinos que más veces intentaron cruzar el “valle de la muerte” para llevar innovaciones surgidas de la investigación a la vida cotidiana. Adquirió el gen emprendedor en Israel, donde emigró con su familia en los años 70. Se graduó en la Universidad Ben Gurion cuando nacía la “Start-up Nation” en medio de los kibutz. Volvió al país en los 80, hizo su doctorado en la UBA y el posdoctorado en el Instituto Leloir, cuando el premio Nobel argentino todavía conducía la institución. Otro premio Nobel, César Milstein, fue quien evaluó sus trabajos y sugirió que le dieran un laboratorio propio.
En 1996 creyó que tocaba el cielo con las manos. Tras dar una conferencia en Londres sobre un gen identificado por su equipo que inhibía el desarrollo del cáncer de melanoma, un prestigioso laboratorio inglés quiso invertir en el proyecto. El Instituto Leloir firmó un contrato licenciando la patente. El Leloir y el Conicet (que paga el sueldo de los investigadores) conservarían la propiedad intelectual y el laboratorio inglés desarrollaría la droga. De tener éxito, les otorgaría regalías y un porcentaje de las ventas.
Pocos meses después, Nature, la mayor revista científica del mundo, publicó la noticia. Los diarios nacionales dieron la información en sus portadas. Las radios empezaron a llamar a Podhajcer desde las 6 de la mañana. De pronto, se convirtió en la estrella del momento. Hasta que las autoridades del Conicet objetaron la venta de una patente del Estado nacional. El Instituto Leloir logró hacerles entender la diferencia entre “licenciar y vender” una patente y le dijo que mantendrían la propiedad intelectual y recibirían regalías. Como ocurre en la mayoría de estos casos, la droga nunca se desarrolló y la patente volvió a las instituciones argentinas.
Pero Podhajcer no se rindió. “Entre 2004 y 2005 avanzamos mucho con la modificación genética de virus para su uso como medicamento oncológico”, explica. Sobre la base de estos trabajos de vanguardia, la investigadora de su laboratorio Verónica López modificó genéticamente un virus para curar el cáncer de ovarios. “Mantener durante años las patentes internacionales, impidiendo que otro país nos arrebatara el hallazgo nos obligó a conseguir
US$100.000 que el Estado no podía financiar”, cuenta Podhajcer.
El esfuerzo rindió sus frutos. En
2015 lo llamaron de la oficina de vinculación tecnológica del Conicet. Dos inversores argentinos, Daniel Katzman y Lisandro Bril, fundadores de la empresa Unleash Inmuno Oncolytics, querían poner dinero en el virus oncológico. Poco después, el entonces ministro de Ciencia y Tecnología de la Nación y actual secretario y las autoridades del Conicet anunciaron que habían licenciado la patente. Unleash se comprometía a aportar financiamiento, experiencia y socios internacionales para hacer las pruebas preclínicas en animales y, eventualmente, pruebas clínicas en humanos (fases 1, 2 y 3), hasta llegar con un producto aprobado por las agencias regulatorias al mercado global. El Conicet y el Leloir recibirán regalías y un porcentaje de las ventas.
Katzman y Bril se asociaron a Biogenerator, una incubadora del polo biotecnológico de St. Louis, Missouri. Poco después sumaron a David Curiel, un científico mundialmente reconocido en terapias genéticas oncológicas, cercano a Podhajcer. En 2018 lograron una inversión de US$3,5 millones de una compañía japonesa para hacer los ensayos preclínicos que están en marcha y lograr la aprobación en Estados Unidos para iniciar los ensayos en humanos. De tener éxito, imaginan asociarse o vender el desarrollo a un laboratorio global que pueda invertir cientos de millones de dólares para completar el proceso. La competencia es feroz: hay 40 laboratorios trabajando en estas terapias de punta. Si logran su objetivo, las entidades públicas argentinas recibirían millones de dólares en regalías que permitirían multiplicar investigaciones futuras. El círculo virtuoso que transforma el conocimiento científico en riqueza económica empezaría a girar.
Daniel Katzman, al igual que Podhajcer, conoció la rueda de la innovación en Israel. Con su diploma de bioquímico de la Universidad de La Plata se fue ese país en los años 90. Su tío, un físico argentino, ya estaba trabajando en el boom de los startups biotecnológicos. Katzman lideró varios proyectos y fue enviado a Estados Unidos a conducir pruebas en humanos en Harvard. Se quedó en Boston donde cofundó una compañía de bioneurología. Hasta que su esposa, cantante de tangos, le pidió volver a la Argentina.
Conoció a Lisandro Bril en elprestigioso concurso naves de planes de negocios de la Universidad Austral. “Cada candidato tiene 45 segundos para explicar su proyecto. De pronto apareció este joven que dijo que había trabajado en innovación biotecnológica en Israel y Boston y quería hacer lo mismo en Argentina. ¡Era lo que estaba buscando!”, cuenta Bril, cofundador de Endeavor Argentina y uno de los inversores de capital de riesgo con más experiencia en el país. “La innovación tecnológica debe ser parte de nuestra visión de país en el siglo 21”, afirma.