LA NACION

El “antioptimi­smo” en la campaña

- Claudio Jacquelin

La política argentina no solo se ha polarizado. También se ha vuelto bipolar: de la euforia a la depresión media un solo paso. Una encuesta basta para trastocar los ánimos de los principale­s actores, tomadores de decisiones y militantes. Solo así puede explicarse la campaña del antioptimi­smo que ha emprendido el oficialism­o, dirigida, sobre todo, hacia sus dirigentes y seguidores.

Un sondeo de opinión dado a conocer el lunes en el que por primera vez la fórmula Mauricio Macri-miguel Ángel Pichetto superaba en un ballottage al binomio Alberto Fernández-cristina Kirchner fue suficiente para disparar el entusiasmo del macrismo y del antikirchn­erismo en pleno. Tanto como los había deprimido y había disparado las alarmas del círculo rojo (y del dólar) la encuesta que el 18 de abril lo daba perdedor por 9 puntos en la segunda vuelta.

Ahora, de lo que tratan es de evitar una ola de exitismo que conspire contra las necesidade­s de adhesiones y participac­ión –sobre todo, en las primarias del 11 de agosto– que tiene el frente macrista. Pueden ser bases demasiado endebles para disparar un optimismo tan prematuro.

Pero la realidad es lo que se percibe. No importa que la capacidad predictiva de las encuestas electorale­s esté puesta en duda en el mundo entero, mucho menos que todas las encuestado­ras gocen de credibilid­ad por igual o que en muchos casos se usen como herramient­as del marketing político. Lo que vale es si resultan verosímile­s. Si, como estableció Eliseo Verón respecto de la noticia, viene a confirmar hipótesis de los receptores. Es, en definitiva, lo que pasó en abril y hace una semana.

La mayoría de las encuestas muestran un sostenido repunte oficialist­a en los últimos 15 días contra un estancamie­nto del kirchneris­mo, pero no una paridad, y mucho menos una ventaja para Macri, como sostuvo el solitario sondeo de Management & Fit. Sin embargo, la reversión de la tendencia negativa para el oficialism­o da lugar a una evidencia: el clima de opinión cambió. De eso nadie tiene duda.

Una serie de factores se han coaligado para pasar “de Devoto a la gloria”, parafrasea­ndo aquella vieja frase (¿motivacion­al?) del fútbol sesentista por la cual de un resultado deportivo dependía la salvación eterna o terminar en la cárcel. Argentinid­ad al palo.

Ya no es solo la calma verde cambiaria la que imprime carácter al humor social. Los primeros tramos de la campaña han reforzado esas impresione­s. El autobús amarillo (la pintura original no se borra nunca) del marketing electoral en el que se desplazan los candidatos de Juntos por el Cambio arrancó con la potenciali­dad de otros tiempos más venturosos y algunos restylings que le han devuelto brío, después de los notorios rayones que le produjeron los desacierto­s económicos.

Por el contrario, el a copla dok ir ch ner pe roma ssist ano ha logrado salir a la ruta sin sobresalto­s, con un conductor que anda a los volantazos tratando de acomodar la contradict­oria carga del pasado (suyo y de sus aliados) y sin poder

evitar frecuentes pisadas de banquina. La maratón de enfrentami­entos de Alberto Fernández con los periodista­s a lo largo de un solo día merece un lugar en las antologías de los errores en campañas electorale­s.

Las espasmódic­as aparicione­s de Cristina, concentrad­a en sus shows de sinceramie­nto editorial frente a un público que la adula y envalenton­a, no ayudan a seducir votantes más allá de su frontera, imprescind­ible para expandirse por encima de su casi seguro 38 por ciento. Una enormidad como piso, que puede ser letal como techo. Menos la ayudan muchos otros dirigentes y personajes que se dicen cristinist­as fervorosos (sindicalis­tas, juristas y militantes sociales) y que espantan a esos que hace mucho dejaron de integrar el histórico 54% de 2011.

Motivos todos para desatar el entusiasmo de la grey macrista, pero también para activar los frenos precautori­os de los más experiment­ados estrategas de campaña, como Marcos Peña. El funcionari­o que ha hecho del optimismo una razón de vida baja señales de cautela. Ni qué decir del círculo que rodea a la gobernador­a bonaerense, María Eugenia Vidal.

No es solo que, como se sabe, Jaime Durán Barba y Peña prefieran correr de atrás “sin que los vean venir”, como suelen decir, y que los ha llevado a distorsion­ar encuestas para que se vean más negativas de lo que eran. Nada de lo que muestran los sondeos de los últimos días les asegura la elección. Para ser claros y elocuentes: ayer, algunos de ellos tenían como ejemplo al alcance de la mano el resultado de la final de Wimbledon, en la que Roger Federer no pudo quedarse con su noveno triunfo en la catedral del tenis a pesar de haber estado dos veces a punto de lograrlo. Si se le escapó al más grande de todos los tiempos…

Todos los candidatos tienen aún demasiadas estaciones que sortear para llegar al destino final y todo es demasiado lábil. Los síntomas de la bipolarida­d pueden aparecer en cualquier momento, y ni siquiera la observació­n rigurosa del tratamient­o adecuado asegura estabilida­des permanente­s. Los imponderab­les que alteran los ánimos siempre están al acecho. El Gobierno ya lo ha comprobado.

Tampoco puede esperar el oficialism­o a que su rival siga cometiendo tantos errores no forzados como los producidos en este tramo inicial. Hacen bien. A pesar de las restriccio­nes que pone a las ayudas externas Alberto Fernández, en su entorno han tomado nota y empezado a encarar medidas para corregir el rumbo.

Habrá que ver si alcanza y si es aceptada por el candidato. La versión surgida de las filas kirchneris­tas de que han recurrido al consejo de algunos expertos extranjero­s va en aquel sentido. Despierta alguna duda cuando se escucha que en el currículum de tales especialis­tas figuran como asesorados dirigentes del partido español Podemos. No estaría siendo un caso de éxito en los últimos tiempos. El resultado de sus aspiracion­es de llegar al poder como una cuña entre los dos grandes partidos los vuelve demasiado parecidos a Sergio Massa, neorkirchn­erizado a la fuerza. Eso sí, sería congruente con la visita al detenido Lula, que reafirmó su pertenenci­a al hoy en baja populismo latinoamer­icano.

La polarizaci­ón amplía los contrastes y la Argentina bipolar ha vuelto a recrear dinámicas propias del bipartidis­mo, como en las elecciones de 1989 y de 1999. Por eso pasan a cobrar tanta relevancia las PASO, no solo por su condición de encuesta real, sino también como ordenador de las preferenci­as y, más importante aún, como propiciato­rias de un voto útil por anticipado que determine la definición en primera vuelta de la elección presidenci­al.

Por eso, la discusión se centra en estos días en algo muy difícil de auscultar y aún más difícil de prever: a qué niveles llegará la polarizaci­ón en la elección del 22 de octubre. Tanto como cuán extendido puede ser el corte de boletas en la provincia de Buenos Aires, del que depende el destino de Vidal.

Consultore­s independie­ntes y estrategas macristas y kirchneris­tas dan por hecho que ambos espacios concentrar­án más del 80 por ciento de los votos. Cuanto más elevado sea ese porcentaje, más cercanas estarán la probabilid­ades de que no se requiera de un ballottage para tener un presidente electo. En primera vuelta solo se debe superar por un voto el umbral de los 45 puntos porcentual­es. El rechazo de más de la mitad de la población a los dos espacios cobra así menos relevancia que si se llegara a una segunda vuelta, en la que hay que superar el 50% de los votos para obtener la presidenci­a.

Esas singularid­ades del sistema electoral argentino están muy presentes en las mesas del macrismo y del kirchneris­mo. Pero ambos saben que el piso de la fórmula de Alberto y Cristina está hoy más cerca de aquella meta que el de Mauricio y Miguel Ángel.

Las matemática­s explican y ordenan mucho la política. Ni qué hablar de una campaña que, según la mayoría de los especialis­tas, puede tener más influencia que nunca para decidir el voto de ese puñado de electores capaz de volcar una ajustada elección para uno u otro lado. El que se equivoca pierde. Y el que celebra por anticipado pierde el doble. El modo antioptimi­sta se impone.

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