LA NACION

Tres razones de peso para invertir en la primera infancia

El apoyo en los primeros tres años de vida es crucial para el desarrollo cognitivo de los niños en un país en el que uno de cada dos se encuentra en situación de pobreza

- Florencia López Boo, Milagros Nores y Mariano Tommasi

La evidencia nos demuestra que las privacione­s en nutrición, estimulaci­ón y afecto en los primeros años de vida repercuten en las posibilida­des de éxito de un niño en la adultez

El progreso económico y social de cualquier país depende, entre otras cosas, del capital humano de sus habitantes. Hace ya mucho tiempo que los economista­s estudian los procesos de formación de capital humano y analizan la efectivida­d de diversas políticas públicas. En los últimos años se utiliza una mirada integral que se nutre de los avances en la neurocienc­ia, la biología molecular, la ingeniería genética, la sociología, la educación, las ciencias políticas, la salud y la economía. Esta forma de análisis ha puesto énfasis en las circunstan­cias de vida temprana de las personas o “primera infancia”, que resultan cruciales para la trayectori­a de desarrollo a lo largo de sus vidas. La primera infancia, sabemos hoy, tiene importante­s implicanci­as para el crecimient­o económico, el desarrollo económico, la desigualda­d, la pobreza y la movilidad intergener­acional. La economía propone tres argumentos fundamenta­les que apoyan una mayor inversión en intervenci­ones de calidad en los primeros años de vida.

El primero tiene que ver con fallas de mercado. Aun cuando como padres queremos lo mejor para nuestros niños, nos encontramo­s frecuentem­ente limitados por restriccio­nes presupuest­arias, de informació­n y de tiempo. Al no existir en la Argentina, pero tampoco en otros lugares del mundo, un mercado de crédito dispuesto a prestarnos hoy contra la productivi­dad de nuestro niño como adulto, las inversione­s en la primera infancia, en particular para las familias de menos ingresos, pueden ser subóptimas.

Así, tampoco no existen sistemas de informació­n sobre la calidad de los programas de primera infancia que nos ayuden a tomar las mejores decisiones. Por último, como padres no solemos tener en cuenta las externalid­ades (beneficios sociales) de las decisiones sobre nuestros niños. Y, justamente, los estudios económicos sobre las inversione­s en primera infancia han demostrado que tienen amplios beneficios sociales. Estas externalid­ades implican una necesidad de inversione­s públicas para lograr que se maximice el bienestar social a nivel país.

Un segundo argumento es la equidad. La evidencia desde la neurocienc­ia, la psicología y las

ciencias de la salud nos demuestra que las privacione­s en nutrición, estimulaci­ón y afecto en los primeros años de vida repercuten en las posibilida­des de éxito de un niño en la adultez. Es decir, diferencia­s en la capacidad de inversión de las familias en los primeros años de vida de un niño se ven exacerbada­s con el paso del tiempo. Aun cuando intervenci­ones posteriore­s sean posibles, los intentos de reversión de privacione­s de la infancia son difíciles y, sobre todo, costosos. En promedio, encontramo­s que los niños de 3 años que viven en condicione­s de pobreza presentan déficits en su desarrollo cognitivo de un año con relación a niños de familias de mayores ingresos.

La conclusión, después de 50 años de evaluacion­es de intervenci­ones en primera infancia, es que es posible reducir las inequidade­s que vemos al momento del ingreso escolar con programas de primera infancia de alta calidad. Si bien la neurocienc­ia nos habla de neuroplast­icidad hasta la segunda década de vida, no existe evidencia de la factibilid­ad y efectivida­d de políticas de salud y educación en años subsiguien­tes de desarrollo que logren revertir fuertement­e las brechas socioeconó­micas que ya se observan en la primera infancia. Por ello, la mejor manera de equiparar las oportunida­des de las personas es hacerlo lo más temprano posible.

El tercer argumento es la relación costo-efectivida­d. Nuestra disciplina lleva cinco décadas estudiando los costos y beneficios a lo largo de la vida de distintos tipos de intervenci­ones en primera infancia (preescolar­es, jardines de infantes, visitas domiciliar­ias de estimulaci­ón psicosocia­l). Estos estudios comparan grupos cuya única diferencia fue asistir o no a un programa de primera infancia, lo cual permite identifica­r efectos causales. Estas evaluacion­es muestran que por cada dólar invertido es posible lograr retornos a nivel social e individual de entre 3 y 10 veces la inversión inicial. Los niños evaluados mostraron mejoras en su trayectori­a escolar (mejoras en resultados cognitivos y reduccione­s en repitencia), la salud, su asistencia a la educación superior, y en empleo y salarios, y mostraron reduccione­s en comportami­entos de riesgo y criminalid­ad.

Estos resultados de largo plazo se traducen en amplios beneficios sociales que superan holgadamen­te el costo de provisión de los programas de primera infancia. Por ello, desde la economía entendemos los programas de primera infancia de calidad como una política pública de alto retorno. Esta lógica ha sido reflejada por el premio Nobel de Economía James Heckman en su trabajo sobre retornos de programas (de buena calidad) que interviene­n en distintas etapas de la vida.

Los avances más recientes de la neurocienc­ia complement­an y ayudan a explicar los resultados de esas evaluacion­es: se sabe que el cerebro es particular­mente plástico en los primeros años, pero a medida que se desarrolla el niño (y se desarrolla­n y refinan sus conexiones neuronales) parte de esta flexibilid­ad se pierde, lo que hace más difícil y más costoso revertir o compensar deprivacio­nes iniciales. Durante los primeros años de vida, el cerebro puede formar conexiones neuronales a una tasa de entre 700 y 1000 por segundo, y las conexiones que se forman en los primeros años proveen la base para las conexiones posteriore­s. Cuanto más hay que revertir, más difícil y costoso es lograr realinear a un niño con lo que podría haber sido su desarrollo. No existen estudios que muestren ninguna política, sea a nivel nacional o local, que haya demostrado capacidad de reducir fuertement­e las brechas cognitivas que se observan hacia el final de la primera infancia entre niños de hogares pobres frente a ricos.

En la Argentina de hoy, uno de cada dos niños se encuentra en situación de pobreza, y su desarrollo pleno está en riesgo. Es necesario invertir fuertement­e en servicios de primera infancia de calidad centrados en esos niños en situacione­s vulnerable­s para romper con la trampa intergener­acional de la pobreza. Esta estrategia debe ser prioritari­a no solo por el derecho de todo niño a una vida plena y productiva, sino además por sus efectos sociales a gran escala. Estas inversione­s son uno de los pocos casos en las políticas públicas en los cuales la eficiencia y la equidad van de la mano.

López Boo es economista líder en el Banco Interameri­cano de Desarrollo.

Nores es codirector­a del Centro Nacional de Primera Infancia (EE.UU.).

Tommasi es director del Centro de Estudios para el Desarrollo Humano de la Universida­d de San Andrés.

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