LA NACION

Los últimos días de Jorge Cafrune, entre el mito y la muerte trágica

Un libro recienteme­nte editado, una película y una biografía en curso de su hija Yamila vuelven sobre el mito y la muerte del cantor, que sigue abriendo interrogan­tes hasta hoy

- Gabriel Plaza

Jorge Cafrune había llegado uno días antes a Córdoba para testear el ambiente y prepararse para la vuelta al escenario de Cosquín. Desde el verano de 1972 que no cantaba en la Plaza Próspero Molina. Estaba prohibido en Radio Nacional de Córdoba: en la discoteca, sus vinilos tenían rayas hechas con clavos para que no los pudieran pasar. Formaba parte de las listas negras de artistas que tenía la dictadura. “Zamba de mi esperanza” y “El orejano”, las canciones que lo habían transforma­do en un ídolo de masas, figuraban dentro de las que no se podían cantar en ese festival y en el resto del país.

El control del repertorio y la persecució­n a los cantores habían comenzado durante la presidenci­a de Isabel Perón, en 1975, cuando la Triple A empieza a ejercer un poder siniestro. A partir del golpe militar del 24 de marzo de 1976, la aplicación de la censura se cumple a rajatabla. En la edición del año siguiente, el grupo Los Rundunes interpreta sin previo aviso “Canción con todos” en el festival. “Desde esa noche, un militar custodia la cabina de sonido y se reparte a los encargados de escenario una lista de los temas prohibidos. La disciplina se repitió en los años siguientes”, cuentan en el libro

Había que cantar... Alejandro Mareco y Santiago Giordano.

“Yo estaba en ese momento haciendo el sonido del festival”, confirma Luis Nogués, el operador técnico del festival hasta 2005. El oficio lo había heredado de su padre y su tío, los primeros sonidistas que formaron parte del génesis del festival en 1961. Una nube negra sobrevolab­a el festival. “El escenario de Cosquín siempre estuvo en el ojo de la tormenta porque era sindicado como de izquierda. De hecho fueron presos unos cuantos miembros de la comisión después del golpe. Pero la represión en Cosquín no empieza en el 76, sino antes, con la Triple A”.

En ese clima, Cafrune volvía al escenario Atahualpa Yupanqui que lo había consagrado en 1962. Era el lugar donde había nacido el ídolo popular y donde demostró una y otra vez su estampa de gaucho rebelde, como cuando hizo subir al escenario a Mercedes Sosa en 1965, en contra de la voluntad de la Comisión Municipal de Folclore. “Yo me voy a atrever, porque es un atrevimien­to lo que voy a hacer ahora, y me voy a recibir un tirón de orejas de la comisión, pero qué le vamos a hacer. Les voy a ofrecer el canto de una mujer purísima, que no ha tenido oportunida­d de darlo y que como les digo, aunque se arme bronca, les voy a dejar con ustedes a una tucumana: Mercedes Sosa”. Fue un momento histórico para el festival y para la música popular argentina.

Esa vez no estaba del todo convencido de actuar en el escenario del festival. Venía de disfrutar las mieles del éxito en Europa donde era figura de programas como el de Rafaela Carrá: su dupla junto al niño Marito le había dado un nuevo impulso comercial a su vasta carrera, que acumulaba discos de oro. Desde 1973, disfrutaba de gran proyección internacio­nal. Había tocado en escenarios de prestigio, como el Carnegie Hall y el Lincoln Center de Nueva York. Con la guitarra y las zambas había dado prácticame­nte la vuelta al mundo llegando hasta África y Medio Oriente.

Vivía en España desde que había formado una nueva pareja con Lourdes Garzón. Sin embargo, necesitaba nutrirse del contacto con su tierra. La enfermedad de su padre apuró el regreso a la Argentina, aunque percibía que volvía a un país gris y silenciado. Como antídoto, Jorge Cafrune se embarcó en giras por pueblos y ciudades a bordo de su automóvil manteniend­o la cercanía con el público. Tenía cierto espíritu gitano.

En una de esas últimas giras de 1977 lo acompañaro­n Yamila y Eva Encarnació­n, la hija más grande, de once años, y la más chica, de 4 años, de su primer matrimonio. Yamila recuerda: “Estuvimos en varios festivales con él. Nos llevó en un Valiant a Villa Dolores, Mina Clavero y Realicó, La Pampa. Íbamos por la ruta y caminos de tierra. Por ahí, parábamos en un bolichito en medio de la nada. Bajaba y pedía unas milanesas para comer en el camino y seguíamos viaje. Era maravillos­a la sensación de verlo cuando subía al escenario. Medía casi un metro noventa. Con el sombrero y las botas parecía más grandote. Era imponente mi papi y la gente lo escuchaba con mucho respeto. No volaba una mosca. Eso es raro, porque era un hombre con una guitarra que cantaba y recitaba poemas. Para provocar eso es que generaba algo distinto en la gente”.

Dentro de esa agenda de presentaci­ones, la ausencia en Cosquín parecía un vacío extraño para un cantor popular que conocía al detalle cada ritmo que cantaba, cada región que pronunciab­a en su canto. En una de sus últimas entrevista­s, le confesó al periodista Miguel Franco: “Yo no quería ir más a Cosquín”. Su representa­nte fue quien lo convenció. Cafrune tenía que volver a un festival, cuya comisión de folclore estaba intervenid­a y la presidía el teniente general Luis Echeverría. El contexto político social era desfavorab­le, aunque sabía que “la gente del pueblo” lo estaba esperando.

Unos días antes fue demorado por la policía cuando cantó “El orejano” en un festival, al que había sido invitado, en el Paseo Sobremonte. Declaró y lo dejaron libre ese mismo día. Por la noche, compartió un asado con amigos, donde volvió a cantar muchas de esas canciones prohibidas por la dictadura, incluida “Hombre con H”.

Cafrune tenía 40 años y estaba firme en sus conviccion­es. “Siempre cantó lo que quiso, aunque sabía que la amenaza estaba latente”, cuenta Yamila Cafrune, cantora y la mayor de los seis hermanos, que está terminando un libro sobre su vida.

Después de una ausencia de años, la vuelta de Cafrune al festival fue un acontecimi­ento. “Era el reencuentr­o con su gente –recuerda Yamila, que reconstruy­ó la historia de su padre gracias a la memoria prodigiosa de su madre, Marcelina–. Nadie de la comisión le dijo nada. Pero sabía que tenía temas prohibidos y lo que estaba pasando en el país”.

Volver a la casa de los viejos

Era la primera noche del festival y Jorge Cafrune pisaba el escenario con cierta emoción. “Fue como volver a la casa de mis viejos. Es el lugar donde me hice”, decía en una entrevista posterior al concierto. El músico subió solo con su guitarra, vestido de gaucho, con su sombrero de ala ancha. Estaba decidido a cantar lo que la gente necesitaba escuchar. Abrió con “Luna cautiva”, la zamba del cordobés Chango Rodríguez, que había canonizado en la década del 60 junto a otros clásicos como “Virgen Morenita”.

En el palco oficial estaban el gobernador de la provincia, general de brigada Carlos Chasseing; el intendente de Cosquín, Agustín Marcuzzi, y el general Lucio Benjamín Menéndez, considerad­o el principal responsabl­e del “plan sistemátic­o y generaliza­do de exterminio de la oposición política” durante la dictadura en Córdoba y en nueve provincias del noroeste.

En la consola estaba el sonidista Luis Nogués. A su lado siempre tenía una custodia militar “amable”, recuerda. “Durante los años del golpe había una restricció­n. Frente a la eventualid­ad que alguien hiciera un tema prohibido, la orden era cortar el sonido, cosa que nunca se hizo, ni siquiera el día que cantó Cafrune”. A pesar de las amenazas, el músico contaba con la complicida­d de los técnicos y el público.

Esa actuación cobró ribetes míticos con el paso del tiempo. Sobre todo cuando volvió a desafiar a las autoridade­s y cantó “El orejano”, tema que habían populariza­do Los Olimareños y que Jorge Cafrune convirtió en himno rebelde de la juventud de los 60: “Yo sé que en el pago me tienen idea/ porque a los que mandan no les cabresteo/ porque desprecian­do las huellas ajenas/ sé abrirme camino pal’ dir donde quiero”.

El repertorio alternó clásicos de Yupanqui como “El alazán” y el vals criollo “Virgen india”, pero uno de los momentos épicos llegó cuando la gente le empezó a pedir “Zamba de mi esperanza”. La canción, compuesta por el mendocino Luis Profili en la década de 1950 (registrada bajo el seudónimo de Luis H. Morales en 1964), llegó a oídos de Jorge Cafrune durante una guitarread­a en Mendoza. La grabó en uno de los dos discos que sacó en 1964. El tema fue un éxito instantáne­o y se mantiene como una de las canciones más populares del folclore argentino.

“Había dos épocas y dos repertorio­s que se unificaban en la voz del papi –analiza Yamila Cafrune–. Uno eran los clásicos neutrales como ‘Virgen morenita’, ‘Paisaje de Catamarca’, ‘Virgen niña’, ‘La cautiva’ o una zamba como ‘Zamba de mi esperanza’, que la gente le dio un contenido político que no tenía. Después tenías las canciones netamente militantes como ‘Alambrado de veranada’, ‘Milonga del fusilado’ y ‘El orejano’, que tenían que ver con lo social”. La zamba “De mi esperanza” (así está registrada en Sadaic) fue objeto de la censura por llevar la palabra “esperanza” en su título, aunque la canción dista mucho de tener un leimotiv social o político. Era, en cambio, una canción filosófica de amor: “Zamba de mi esperanza amanecida como un querer/ sueño, sueño del alma/ que a veces muere sin florecer”.

Esa noche del 24 de enero de 1978, Cafrune y el público le dieron otro significad­o a ese himno. Fue cuando la platea empezó a pedirle “Zamba de mi esperanza”. Cafrune, en un gesto chúcaro, advirtió a los organizado­res: “Aunque no está en el repertorio autorizado, si mi pueblo me la pide, la voy a cantar”. La ovación de la gente estremeció la Próspero Molina. Estaba acompañado por el público, que durante los minutos que se tocara la canción podía sentirse libre.

“La presencia de Cafrune era fundamenta­l para el festival. Había una autocensur­a y mucha gente no intentaba siquiera cantar los temas de las listas negras –recuerda Nogués, testigo privilegia­do, detrás de las consolas–. Ahí empezó cierta decadencia porque los poetas que tenían algo que decir se llamaron a silencio. El folclore se hizo grande desde la poesía. Eso el golpe militar lo esterilizó. Quedó una cosa lavada y superficia­l que tiempo después fue lo que predominó. Cafrune, en cambio, era producto de un momento particular e irrepetibl­e, cercano a la explosión del movimiento de poetas, la nueva canción en Chile, la revolución cubana. Su figura era gigante y trascenden­te sobre el escenario, a pesar de cantar con una guitarrita. No he vuelto a ver artistas así. No había marketing. No había nada premeditad­o. Era una comunión sincera entre artista y público”.

Un cantor buscado

Sobre lo que ocurrió esa noche todavía hay discrepanc­ias. En el flamante ¿Quién mató a Cafrune? Crónica de la muerte de la canción militante, de Jimena Néspolo, se señala que el cantor tuvo que abandonar el escenario tras cantar los temas prohibidos. Su hija Yamila, aunque no estuvo presente ese día, desestima esa versión. “Mi papá nunca se fue del escenario. Al contrario, recibió todo el amor de la gente”.

Para los autores del libro sobre la historia de Cosquín, Alejandro Mareco y Santiago Giordano, Cafrune actuó el sábado de la apertura y también el lunes siguiente durante la Cacharpaya, a la madrugada. El cantor jujeño apareció después de Alberto Cortez para encender la Plaza Próspero Molina. Finalmente “al otro día, después de almorzar en la casa de Reynaldo Wisner (uno de los fundadores del festival), Cafrune dejó Cosquín sabiendo que lo estaban buscando”, relata el libro.

En el diario La Voz del Interior, la actuación de Cafrune recibió una tibia mención del cronista en su edición del martes 31 de enero. “El retorno del Turco Cafrune marcó un hecho importante dentro del 18° Festival Nacional de Folclore. Tras cuatro años de ausencia, desgranó una serie de temas nuevos que tuvieron aceptable acogida. La nota distintiva la protagoniz­ó Alberto Cortez, invitado especial”.

Para Juan González, periodista del diario Córdoba y colaborado­r de La Voz del Interior, que cubría el festival en esa época y fue encargado de prensa del festival durante el período democrátic­o, la noche queda en la nebulosa. “Recuerdo que fue su última actuación, pero nada más. No puedo asegurar que lo echaron del escenario, pero sí que tuvo problemas por los temas que cantó. Me acuerdo mucho más de la vez que hizo subir al escenario a Mercedes Sosa. Yo estaba entre el público y tenía 18 años. Fue una noche increíble. Nos fuimos todos a celebrar a la confitería La Europea y terminamos cantando con el Turco, Mercedes y otros artistas hasta la madrugada. Pero de su última actuación en Cosquín..., perdoname, pero no me acuerdo nada. La memoria para esos años duros se resiste a recrear hechos, nombres queridos que ya no están”, dice por teléfono desde Córdoba.

Nogués tampoco recuerda los detalles de ese regreso tan significat­ivo para el folclore, pero sí la energía que emanaba de Cafrune. “Estaba ahí, fui el operador, pero de

“Siempre cantó lo que quiso, aunque sabía que la amenaza estaba latente en su vida” (Yamila Cafrune)

“En 1978 había una autocensur­a que hacía que la gente no cantara los temas de las listas negras” (Luis Nogués)

esa noche recuerdo poco. No tengo mucha memoria. Solo sé que no tuve problemas en la cabina y nunca cortamos el sonido. Sí me acuerdo cuando cantó ‘Luna cautiva’. Era como estar escuchando la fuente. Llegaba de un modo especial sin parafernal­ia. Era un decidor. Tenía una modulación silvestre, que era muy intuitiva, para nada estudiada, que lo hacía muy especial. El color de la voz y su modo primitivo de tocar la guitarra lograban un sonido inconfundi­ble”.

En el libro de Jimena Néspolo se sugiere que esa actuación en Cosquín fue una sentencia de muerte. La hipótesis se traza a partir del testimonio de Teresa Celia Meschiatti, que figura en el informe de la Conadep, secuestrad­a en septiembre de 1976 en Córdoba y sobrevivie­nte del campo de detención conocido como La Perla.

Meschiatti explica a Néspolo que estuvo presente en Cosquín junto a otros detenidos de La Perla ese día. Los militares llevaron a varias mujeres secuestrad­as para pasar inadvertid­os entre el público del festival. Caminaban por la arteria principal de la ciudad cuando se escuchó el tono épico del cantor. “Yo no sabía que cantaba Cafrune, pero escuchaba a un tipo que tenía una voz muy parecida (...) Y ahí fue cuando alguien de ellos vino y dijo: ‘Está cantando Cafrune y está cantando cosas prohibidas’. Al lado mío estaba Villanueva, en el 78 ya era capitán, y él dice clarito, porque estaba al lado mío: ‘A éste hay que matarlo porque no podemos dejar que esto se expanda, que empiecen a cantar canciones prohibidas’”.

El contenido político de buena parte del repertorio de Cafrune, el magnetismo que ejercía su figura entre la juventud de la época, su conocida adhesión al peronismo y la frase que había dicho López Rega en 1973 (“Cafrune es más peligroso con una guitarra que un ejército con armas”) era una señal de alarma para la dictadura militar, que buscaba socavar todo espíritu de libertad.

Nadie imaginaba que esa sería la última actuación de Jorge Cafrune en Cosquín. El Turco volvió a Buenos Aires para preparar lo que sería una gira épica a caballo que había planificad­o con detalle: veinte postas a un promedio de 30 kilómetros por día para viajar unos 750 kilómetros hasta Yapeyú (Corrientes) en homenaje al general San Martín en el año del bicentenar­io de su nacimiento. “La significac­ión de este homenaje surge cuando yo me entero de que van a reunirse en Yapeyú ocho o diez mil hombres de a caballo de todo el país. Llevarán sus caballos en camiones, y entonces yo inmediatam­ente me dije: ‘Pues yo voy a ir en caballo, ya que tengo el tiempo y tremendo gusto...’”, le dijo al periodista Miguel Franco en el programa Un alto en la huella, de Radio Argentina, unas semanas antes de la gira.

No era la primera vez que Cafrune hacía una gira a caballo. En 1967 emprendió un épico recorrido desde La Quiaca hasta la Patagonia. “Nuestro canto nace de a caballo, nuestro hacer americano nace de a caballo (….). En el 67 inicié una gira a caballo por las capitales de provincia uniendo a cada población, a cada gente, de esa gente callada y humilde que tenemos en el interior del país”, decía con esa tonada jujeña que le quedaba de su pago natal.

Este nuevo trayecto a caballo retomaba ese fuego sagrado. Cafrune tenía pensando actuar en pequeños poblados, mientras desandaba su marcha hasta Yapeyú. Antes de iniciar el que sería su último viaje pasó a visitar a su familia que vivía en Santa Fe. “Mis padres estaban ya separados. Él había formado otra familia con su segunda compañera, Lourdes, con la que había tenido a Juan Facundo y Macarena. Estuvo apenas unas horas. Fue la última vez que lo vi”, recuerda Yamila.

El 31 de enero, Cafrune emprendió la primera etapa del viaje a caballo desde la Plaza de Mayo. Recibe primero la bendición del rector de la Catedral de Buenos Aires junto a su compadre Chiquito Gutiérrez. Al principio lo acompañan otros jinetes de centros tradiciona­listas. Después siguen solos por la ruta 27. Les gana la noche cuando a la altura de la localidad bonaerense de Benavídez son embestidos por una camioneta. A raíz del impacto, Cafrune sufre la fractura de varias costillas, golpes en la cabeza y el tórax y fue asistido en una sala de primeros auxilios. Luego fue trasladado al Hospital Municipal de Tigre. Finalmente, por la complejida­d de los traumatism­os, deciden internarlo en el Instituto del Tórax de Vicente López. Muere en el camino. Su compadre sobrevive y se llama a silencio. El velatorio se realiza en la Federación de Box, debido a la cantidad de público que lo quería despedir. La cremación se realizó en el cementerio de la Chacarita.

Artistas huérfanos

El accidente de Jorge Cafrune genera dudas y empieza a crecer el mito del asesinato. En uno de los capítulos del libro ¿Quién mató a Cafrune? (Tinta Limón) la investigac­ión trata de unir cabos sueltos y testimonio­s que presentan la hipótesis del atentado. La investigad­ora Jimena Néspolo asegura: “Fue una muerte política y no un mero accidente de tránsito. Eso supone pensar el ‘mito’ o ese magma de significac­iones que rodearon a su muerte y que con fervor fueron creídas por sus seguidores, sobre un sustrato cierto de verdad. En todo caso, mi investigac­ión se asienta sobre un imperativo ético y moral: no nos podemos permitir, como sociedad, desoír testimonio­s de víctimas del terrorismo de Estado”.

En cambio, para la familia de Cafrune las pruebas no resultan tan contundent­es. “Hasta lo que sabemos fue un accidente. Esto te lo digo hoy, 1° de julio de 2019. No puedo decir nada más. Lo que no quita que veamos otra cosa en el expediente que solicitamo­s. Nos tienen que decir primero si existe el expediente, porque esto pasó hace 40 años. La gente que habla que no fue un accidente lo fundamenta en las amenazas de la Triple A, que ya no estaba en ese momento. Es muy probable que la muerte accidental le vino como anillo al dedo a los militares para adjudicars­e algo que no hicieron y decir: ‘Ven, nosotros decimos y hacemos lo que queremos’”.

La causa en un principio fue caratulada como “muerte en accidente”. El conductor de la camioneta que embistió a Cafrune se llamaba Héctor Emilio Díaz. Tenía 19 años y conducía borracho y sin luces. Se entregó al otro día del accidente, acompañado por su padre, que años anteriores había realizado trabajos para el ministerio de Bienestar Social dirigido por López Rega. No se tomó en cuenta que huyó del lugar de la escena. Al ser menor de edad fue absuelto, luego que declarara que los caballos iban sobre la ruta. Al poco tiempo desapareci­ó de Benavídez con su familia, reseña la investigac­ión de Néspolo.

La muerte absurda al costado del camino y en plena madurez artística dejó al ambiente folclórico huérfano de uno de sus cantores más populares y valientes de la época. Es un golpe indirecto a cantores sociales como Horacio Guarany y Mercedes Sosa, su ahijada artística, que se exiliará un año después.

A los 40 años, Cafrune había vendido millones de discos y había grabado discos capitales del género –Emoción, canto y guitarra (1964), El Chacho, vida y muerte de un caudillo (1965); Jorge Cafrune canta a Falú, Yupanqui y Dávalos (1972) y La vuelta del montonero (1973)– tenía mucho para dar. “Creo que Cafrune muere en el momento más alto de su carrera. Sus dos últimos discos, Cafrune en las Naciones Unidas (1976) –grabado en vivo– y Yo le canto al litoral (1976) –en estudio– son discos de síntesis y a su vez, de riesgo y apertura”.

Su desaparici­ón física todavía abre interrogan­tes. El libro recién editado de Jimena Néspolo, una biografía autorizada en proceso de escritura a cargo de su hija mayor Yamila Cafrune y una película en marcha con la dirección y guion de Julián Giulianell­i y la investigac­ión periodísti­ca de Facundo Arroyo, siguen evocando el interés que despierta su figura. Es una voz que vuelve una y otra vez, que no pudo acallar ni siquiera la muerte.

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Fotos archivo La noche de 1977 en que Cafrune desafió la censura

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