EL SÍMBOLO DE LA GUERRA FRÍA QUE ANTICIPÓ EL FIN DEL BLOQUE SOVIÉTICO
La carrera espacial fue un hito en el enfrentamiento entre EE.UU. y la ex URSS que dividió al mundo durante varias décadas; el alunizaje marcó un éxito clave para Washington
PARÍS.– “Una desolación total”. Esas tres palabras pronunciadas por el astronauta Buzz Aldrin para describir el paisaje lunar se volvieron casi tan célebres como la fórmula del “pequeño paso para el hombre” forjada por Neil Armstrong cuando posó el pie en la Luna, el 21 de julio de 1969. Sin embargo, más allá de la hazaña científica, esa extraordinaria aventura humana no solo quedó grabada en la historia como símbolo de la Guerra Fría, sino que preludió el derrumbe del bloque comunista 20 años más tarde, acelerando una demencial carrera armamentista.
Tres días después de aquel histórico alunizaje del módulo Eagle en el mar de la Tranquilidad, Richard Nixon acogió a los héroes de la ApolloXIabordodelportavionesHornet, anclado frente a las costas de Hawai. El presidente norteamericano, que había accedido a la Casa Blanca seis meses antes, aprovechó el éxito del proyecto lanzado por John Kennedy ocho años antes. En aquel momento, Washington quería desbaratar a cualquier precio las ambiciones de la Unión Soviética (URSS) de Nikita Khrushchev, aureolada de tres resonantes éxitos espaciales: Sputnik, el primer satélite artificial lanzado en octubre de 1957, el vuelo espacial de la perra Laika un mes después, y la proeza de Yuri Gagarin, primer hombre que dio una vuelta en órbita a la Tierra en mayo de 1961.
¿Por qué tal obsesión por la carrera espacial? ¿Por qué agregar una nueva dimensión insensata al feroz enfrentamiento que se libraban ambos países en mares y tierra firme desde el fin de la Segunda Guerra Mundial?
Sir Winston Churchill definía la característica central de la Guerra Fría como un “equilibrio del terror”. El concepto reflejaba el hecho de que dos superpotencias no podían enfrentarse militarmente sin llegar a una escalada nuclear que llevaría al aniquilamiento de ambas. Como consecuencia, esa guerra debía dirimirse mediante otras formas. Y por esa razón, desde 1947, todos los terrenos se convirtieron en teatro de confrontación a distancia entre Estados Unidos y la URSS.
El ejemplo más conocido fue el apoyo a diferentes aliados en conflictos regionales de baja intensidad, sobre todo en el Tercer Mundo. Moscú sometía con mano de hierro a los países del Este de Europa, mientras que alentaba y financiaba rebeliones populares en África y América Latina, al tiempo que Washington intentaba extender su influencia en todas partes.
Ambos campos constituyeron alianzas bajo la forma de organizaciones multinacionales o tratados que definieron los campos de cooperación militar, político y económico. En 1949, Estados Unidos firmó con diez países de Europa occidental más Canadá el Tratado del Atlántico Norte que, con el estallido de la guerra de Corea en junio de 1950, se trasformaría en una organización militar integrada, la OTAN.
También los soviéticos dieron base jurídica internacional a sus relaciones con los otros Estados socialistas. El 14 de mayo de 1955, Moscú
firmó el Pacto de Varsovia, una alianza con todos los países del Este europeo: Albania, Bulgaria, Rumania, Hungría, Polonia, Checoslovaquia y Alemania Oriental (RDA).
En 1968, la invasión de Checoslovaquia por las fuerzas del pacto para aplastar la Primavera de Praga llevó a la URSS a imponer un nuevo tratado a ese país, que ratificó –aun con más fuerza– el principio de base de la llamada “doctrina Brezhnev” de la “soberanía limitada”. Según la misma, el interés general de los Estados socialistas primaba sobre el derecho de cada país de escoger su vía.
Esa lucha sin cuartel en los suburbios terrestres de ambas superpotencias, impuso otra periferia: el espacio, donde científicos y tecnócratas asumieron un rol fundamental.
Hasta hoy la carrera espacial vehiculiza intereses mayores en términos de vigilancia, contraespionaje, telecomunicaciones y avances científicos y militares. El año 1957 fue en ese sentido determinante, sobre todo para los soviéticos.
Frente al predominio cada vez mayor de Estados Unidos, la URSS optó por una decidida estrategia espacial. A la sorpresa de todos, Moscú anunció el 4 de octubre de aquel año la puesta en órbita del primer satélite artificial de la historia, Sputnik.
El éxito fue doble porque confirmó la superioridad técnica soviética y envió una seria advertencia a Washington: Sputnik fue lanzado con la ayuda de un cohete R-7, un arma intercontinental originalmente destinada a alcanzar el territorio norteamericano.
La década del 60 confirmó esa ambición espacial soviética: la misión Venera fue la primera sonda que corrigió su trayectoria en vuelo mientras que, en mayo de 1961, Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre que dio una vuelta en órbita a la Tierra. Gracias a sus éxitos, la URSS parecía estar ganando las batallas científica e ideológica.
En la Tierra, la atmósfera era cada vez más inquietante. Las crisis del muro de Berlín, construido por decisión de Nikita Khrushchev en agosto de 1961 y que separó a esa ciudad físicamente entre Este y Oeste durante 28 años, y la crisis de los misiles cubanos en octubre de 1962, exacerbaron la rivalidad entre ambas superpotencias.
El 12 septiembre de 1962, John F. Kennedy lo confirmaría en un discurso. Su frase “escogimos ir a la Luna” marcó el reconocimiento de la carrera espacial como un elemento estratégico primordial frente a una URSScadavezmásamenazante.Una auténtica “doctrina Kennedy” animó desde aquel momento el programa espacial norteamericano, con un objetivo final: la luna. Estados Unidos tomó conciencia de que alcanzar a los soviéticos y obtener una victoria simbólica e ideológica en el espacio pasaría por el envío de una misión habitada al satélite de la Tierra.
La agencia espacial (NASA) inauguró las misiones Geminis-Agena, preludio a la etapa lunar. En 1965 dos módulos se encontraron en órbita. El 16 de marzo de 1966, ambos consiguieron amarrarse. Después, comenzó el programa Apollo, que alcanzó su apogeo con la llegada de Apollo XI a la luna. Ese éxito excepcional fue casi un golpe mortal. Apollo XI no solo cerró una increíble década de enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS, sino que Moscú nunca lograría recuperarse de aquella proeza “casi perfecta” de la tecnología estadounidenses.
El fracaso soviético no terminó con la rivalidad entre potencias, aunque se podría afirmar que fue el preludio –junto con la Primavera de Praga– de lo que terminaría 20 años después con la dislocación del bloque comunista. La lucha por el espacio fue, en todo caso, el principal instrumento de ambas potencias para lanzarse a una desenfrenada carrera armamentista y nuclear, que provocó el derrumbe económico de la URSS y su desaparición en 1991. Durante la Guerra Fría, los gastos de rearme de Moscú representaron el 15% del PBI del país, tres veces más que el presupuesto militar de Estados Unidos (5%).
Lejos de todos los intereses estratégicos en juego, el “pequeño paso” de Armstrong en nuestro satélite llevó al mundo a preguntarse a quién pertenecería finalmente la luna. Para tratar de responder, la ONU quiso sin éxito grabar en el derecho internacional la imposibilidad de que un Estado decretara su soberanía sobre un cuerpo celeste. Hubo que esperar hasta 1979 para que la comunidad internacional aceptara el Tratado de la Luna de Naciones Unidas, según el cual “los cuerpos celestes del sistema solar pertenecen a la toda humanidad”.