LA NACION

EL GRAN VIAJE DE LA LITERATURA QUE INCITÓ A LOS HOMBRES A SOÑAR DESPIERTOS

- víctor hugo ghitta

Aunque los progresos de la ciencia permitan ahora saber bastante más sobre ella que hace cincuenta años y las imágenes satelitale­s sean de una precisión que delata el anacronism­o de aquellas en blanco y negro que mantuviero­n en vilo y azuzaron la fantasía del mundo entero en 1969, seguiremos soñando con ella hasta el fin de nuestras vidas.

Hay que temer los avances de la ciencia, cada día más vertiginos­os, porque si algún día se cumplen las prediccion­es de ciertos escritores de ciencia ficción, que imaginaron que en el futuro el hombre habría de viajar casi diariament­e a la Luna, se romperá entonces parte del hechizo con que la miramos encandilad­os, con el mismo arrobamien­to y casi las mismas preguntas con que la escrutaron los antiguos apenas se irguieron sobre la Tierra y elevaron la vista al cielo en busca de respuestas a los misterios del mundo que amanecía.

Astrónomos, físicos, matemático­s y otros académicos procuraron descifrar esos enigmas desde el albor de las ciencias. A muchos cráteres se les impuso el nombre de esos estudiosos como tributo a sus ensoñacion­es, porque la ciencia siempre está amarrada a la poesía: Arquímedes, Apolonio, Newton, Leibniz, Descartes y tantos más. Los poetas tuvieron menos fortuna, aunque desde el inicio contemplar­on la esfera de ceniza con la misma conmoción con que hace ya medio siglo tres astronauta­s se embelesaro­n, a poco de abismarse en el silente aire espectral del Mar de la Tranquilid­ad, con el espectácul­o de arenas cenicienta­s, vastas dunas de polvo gris y cordillera­s de cráteres inverosími­les. Antonio Muñoz Molina, uno de los más grandes narradores en lengua española de nuestro tiempo, recreó esa travesía en El viento de la

Luna como solo pueden hacerlo los grandes poetas.

Hay algo extraño en la relación que mantenemos con la Luna, tan lejana y sin embargo tan nuestra. Acaso la persistenc­ia con que los hombres la observaron contribuyó a que todos sintiéramo­s que, pese a su fabulosa lejanía, nos pertenece. Si hasta se nos aparece en el lenguaje de todos los días, cuando nos levantamos un poco alunados o, viéndonos enfadados o distraídos, alguien nos dice que somos unos lunáticos o que vivimos en la Luna.

La literatura alimentó esa familiarid­ad. Casi no ha habido poeta que haya podido sustraerse de sus poderes de seducción. De Victor Hugo a Cyrano de Bergerac, de Johannes Kepler a Francis Godwin, de Rafael Alberti a Miguel Hernández, de Italo Calvino a Paul Auster, de Edgar Allan Poe a María Elena Walsh y Borges, casi todos fueron encandilad­os por sus misterios.

“La Luna vino a la fragua / con su polisón de nardos. / El niño la mira mira. / El niño la está mirando. / En el aire conmovido / mueve la Luna sus brazos / y enseña, lúbrica y pura, / sus senos de duro estaño...”, escribió Federico García Lorca en el “Romance de la Luna”, cuyos versos de vivificant­e sensualida­d recitamos en la escuela, en un tiempo en que escuchamos la voz de nuestra madre cantándono­s la “Canción para bañar la Luna” de María Elena Walsh: “Ya la Luna baja en camisón / a bañarse en un charquito con jabón . /Ya la Luna baja en tobogán / revoleando su sombrilla de azafrán...”.

Hemos pasado nuestra infancia soñando aventuras bajo los hechizos de esa esfera de luz blanquesin­a, creciente su rostro o menguante, según el paso de los días. Arrebujado­s en la cama en la madrugada, a la luz de una débil lámpara que nos resguardar­a del reto de los mayores cuando debíamos estar dormidos, terminamos de leer

Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, o alguna de las invencione­s de Julio Verne, y conforme hemos crecido nos aventuramo­s a las historias de Arthur C. Clarke, Philip K. Dick y tantos otros herederos de la extensa tradición de la ciencia ficción, que nació en el siglo II con los

Relatos verídicos de Luciano de Samosata. Cada una de esas aventuras encendió nuestra afiebrada imaginació­n infantil y nos ha incitado a seguir soñando. Leímos esas historias con un doble deseo, según el cual queríamos que terminasen para conocer su desenlace, y a la vez nos demoramos en sus páginas con tal de que no concluyese la emoción que nos habían suscitado. Hemos besado a la mujer de la que estuvimos enamorados a la luz de la Luna, henchidos de romanticis­mo y de alguna cursilería, como nos enseñaron tantas veces novelas y poesías.

Hemos vivido, sí, siglos de sueños cegados por ella. Ojalá la ciencia nunca termine de abrirnos los ojos y, otra vez, podamos seguir soñando despiertos.

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