Mantener el secreto, un riesgo político más que físico
En Alemania, Angela Merkel era conocida, entre otras cosas, por su infatigable y perseverante fuerza física, al punto de que un columnista del prestigioso diario Suddeutsche Zeitung dijo que su contextura sería “la envidia hasta de un caballo árabe”. Eso era hasta hace un mes o menos. Ahora, los desconcertados alemanes no saben si los temblores de su canciller son síntomas de una enfermedad peligrosa y profunda o solo señales de una molestia menor. No saben, en definitiva, si la salud de su jefa de gobierno se deteriora o no y si eso afectará su habilidad para conducir la cancillería y sostener una coalición de por sí ya al borde de la partición.
Sus líderes no tienen la obligación de revelar su historia médica ni su estado de salud, un silencio que el gobierno no está dispuesto a romper pese a la creciente inquietud sobre Merkel. Constitucionalmente, los dirigentes alemanes –y una gran mayoría de los presidentes del resto del mundo– tienen el derecho de mantener su privacidad sobre temas de salud.
Políticamente tal vez eso sea poco conveniente: la falta de transparencia alimenta rumores, sospechas y desconfianza y deriva en una falta de credibilidad que puede debilitar a cualquier gobierno. El dilema de todo líder es no solo si revelar o no el estado de salud, sino también cuánto detalle difundir.
Merkel mantiene en el ámbito privado su historia clínica y ni siquiera tiene médico oficial. Pero su salud pasó rápidamente a estar en la agenda de los alemanes, que pudieron verla temblando con fuerza en tres actos diferentes desde el 18 de junio hasta ayer. La indiferencia de la canciller y su gobierno ante un tema que preocupa a los alemanes se puede convertir en un problema. Otros incidentes de salud de distintos líderes podrían servirle como muestra de que la falta de transparencia es tanto o más peligrosa que la enfermedad en sí misma.
La lección de Argelia
Abdelaziz Buteflika gobernó Argelia durante 20 años; llegó al poder en 1999 y puso fin a una sangrienta guerra civil. Poco más de 10 años después, sobrevivió a las primaveras árabes, que sí jaquearon a los presidentes de sus vecinos Libia y Túnez. Pero en 2013 sufrió un ACV y a partir de entonces su salud comenzó a caer, lo que lo forzó a hacer repetidos y misteriosos viajes a Suiza y Francia. Sin embargo, en febrero pasado, Buteflika, de 81 años, que no hablaba en público desde 2014, anunció que se presentaría a una quinta elección; fue la chispa que encendió la furia de los argelinos.
Hartos de un gobierno autoritario y secretista, y dudosos sobre la verdadera capacidad de su presidente, los argelinos empezaron a sospechar que los verdaderos conductores de Argelia eran Said, hermano menor del presidente, y Gaid Salah, jefe del estado mayor conjunto. Las movilizaciones continuaron y, a comienzos de abril, el hartazgo del secretismo sobre la salud del “presidente invisible” logró lo que la primavera árabe no hizo: poner fin a la era Buteflika.
La opacidad de Chávez
No toda enfermedad puede derivar en el fin de un mandato, pero sí seguramente condicione el del presidente afectado y el de sus sucesores. A mediados de 2011, Hugo Chávez reapareció luego de un mes de ausencia para contarles a los venezolanos que tenía cáncer. La transparencia de Chávez se acabó allí. En los siguientes 20 meses, el presidente venezolano se operó cuatro veces, pero ni él ni su gobierno aceptaron aclarar qué tipo de cáncer era.
Se trataba, de acuerdo con lo informado después de la muerte de Chávez, de un sarcoma, un cáncer muy agresivo que dificulta intensamente la vida diaria de quienes lo tienen. Para combatirlo, apeló al país más secretista posible, con un sistema médico hermético: Cuba.
Pese a los reclamos de los venezolanos de más información, Chávez ganó las elecciones de octubre de 2012. Pero en diciembre debió finalmente advertirles que partía nuevamente a La Habana para una cuarta operación y que dejaba en su lugar a Nicolás Maduro. Los siguientes tres meses, el secreto fue política de Estado para blindar al poder y asegurar la transición del chavismo. Pese a optimistas reportes iniciales, el 30 de diciembre Maduro anunció que Chávez había empeorado; no hubo mucha más información y los rumores empezaron a volar.
Los críticos advertían que Chávez estaba muerto o incapacitado. En cualquier caso, la Constitución local estipula que se debe llamar a elecciones en los siguientes 30 días luego de la “ausencia absoluta del presidente”, y la oposición exigía información. Nunca llegó y Maduro gobernó esos tres meses hasta que, el 5 de marzo, anunció que Chávez había muerto. Poco más de un mes después hubo elecciones. Maduro triunfó, pero quedó marcado y se amparó en esa opacidad que rodeó sus primeros meses de interinato.
El trauma de Tancredo Neves
El impacto de la muerte de un presidente en funciones puede ir más allá de condicionar a sucesores o definir una elección. Puede dejar su huella también en la memoria colectiva de un país.
En enero de 1985, Tancredo Neves fue elegido, en comicios indirectos, el primer presidente del nuevo período democrático de Brasil. Pero apenas 12 horas antes de asumir, en marzo, tuvo que ser operado de emergencia, supuestamente de apendicitis. A partir de entonces se sucedieron decenas de errores de mala praxis (no era apendicitis, sino un tumor, que fue inicialmente confundido con un divertículo), que estuvieron recubiertos por un espeso manto de secreto oficial y alimentaron cientos de teorías conspirativas que duran hasta hoy.
Casi 40 días duró el calvario de Neves y de Brasil, que estuvo paralizado a la espera de la recuperación y quedó tan traumatizado por esa experiencia de fallas médicas y comunicación defectuosa que aún hoy vive con inquietud y desazón los episodios de salud de sus presidentes, como sucedió con la operación final de Bolsonaro en febrero, por las heridas sufridas al ser apuñalado, en septiembre.
¿Qué sucede en otros países?
En ese momento, la única forma que tenían los brasileños de acceder a la información era con los ambiguos y a veces mentirosos comunicados oficiales. Con el auge de la viralización a través de las redes sociales, la entereza física y mental de los líderes globales está cada vez más expuesta y afecta no solo el rumbo de un gobierno, sino también el resultado de una campaña electoral.
Eso pasó durante la campaña de 2016 en Estados Unidos, cuando Hillary Clinton trastabilló en un acto en Nueva York, incidente que Donald Trump aprovechó para poner en duda su capacidad física para ser presidenta. Estados Unidos es uno de los pocos países que cuentan con un protocolo de acción en caso de enfermedad presidencial; por lo menos cuatro de sus mandatarios murieron por temas de salud en funciones. Una enmienda constitucional (la 25) estipula que en caso de que el presidente esté incapacitado física o mentalmente el gabinete puede decidir desplazarlo. Por eso, la Casa Blanca cuenta con una poderosa unidad médica que monitorea constantemente el estado de salud presidencial y en caso de problemas debe elaborar informes para los miembros del gabinete.
Pocos países cuentan con líneas de acción. George Pompidou murió mientras era presidente francés, en 1974, de un cáncer que solo fue revelado tras su fallecimiento. A partir de entonces, todos los mandatarios franceses se compro metieron a difundir informes sobre su salud periódicamente, una promesa que pocos cumplieron.