LA NACION

El curioso caso del ah re: un asesino de la ironía

- Pablo Gianera

No está incluido todavía en el Diccionari­o de la lengua de la Argentina –y es todavía muy pronto para saber si algún día lo estará–, pero ya sea que se lo acepte, quede en el limbo o sea finalmente rechazado de plano, el ah re es un caso serio del lenguaje. Como casi todos saben, el ah re invierte el sentido de lo dicho previament­e. Por ejemplo: “Fui hoy a la clase de ruso y entendí todo… ah re”.

La primera frase era evidenteme­nte irónica. Pero la ironía no tiene una marca textual. Nada nos indica que algo es irónico, salvo el conocimien­to de la persona que nos está hablando (en el caso anterior, tener la seguridad de que el ruso no se le da con facilidad al estudiante en cuestión). De ahí procede el nerviosism­o de la ironía, esa compulsión de mirar de reojo como preguntand­o: “¿Me lo decís en serio?”.

Hay muchísimas maneras de entender el recurso de la ironía, pero podríamos detenernos en un par de considerac­iones del romántico alemán Friedrich Schlegel, que la convirtió en una verdadera fuerza de su teoría de la literatura y le atribuyó la filosofía como su auténtica patria. Escribió: “La ironía constituye la forma de lo paradójico. Paradójico es todo aquello que es bueno y grande a la vez”.

¿Por qué “grande y bueno”? Muy simple: porque en la medida en que la ironía, como la paradoja, no se resuelve ni se decanta por un lado ni por otro tiene virtualmen­te un sentido infinito. De hecho, en otras de sus definicion­es, Schlegel se refiere a la ironía como “una ventana al infinito”.

Si se consideran las cosas de esta manera, hay que concluir que el ah re cierra la ventana. Y lo hace precisamen­te porque introduce esa marca textual, casi como un asterisco o una nota al pie que dijera: esto debe leerse en sentido exactament­e contrario. El infinito recibe entonces la violencia de una abrupta limitación.

Lo que se gana por un lado (la honestidad espontánea de confesar “no, no lo digo en serio”) se pierde por el otro. Lo perdido es la sensación de quedar en vilo, una variedad desapacibl­e de la inteligenc­ia.

No habría que adelantar conclusion­es, pero da la impresión de que el ah re es el asesino de la ironía, esa ambigüedad que los hablantes más jóvenes no parecen dispuestos a permitirse.

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