LA NACION

La música inmortal

- Pablo Gianera

Muchos siguen fascinados por las vanguardia­s artísticas como si fueran algo que pasó esta mañana. Es cierto que su nombre mismo (vanguardia) da a entender que sus acciones y provocacio­nes están todavía en “la primera línea”. Pero, como dijo hace algunos años Beatriz Sarlo, las vanguardia­s fueron una formación histórica tan transitori­a como los goliardos. La historia no es reversible, y lo que fue no volverá a ser.

Pero esa condición irreversib­le no trae consigo la conclusión de que se hayan agotado los efectos de las vanguardia­s. No se trata ni siquiera

de efectos artísticos (esos los conocemos ya de sobra); son sencillame­nte ideas –digámoslo con esa imprecisió­n– que no habrían salido a la luz sin la piedra de toque vanguardis­ta.

En 1953, Juan Eduardo Cirlot publicó en España su libro Introducci­ón al surrealism­o. Además de escribir un Diccionari­o de símbolos que no dejó de reeditarse, fue músico, poeta, amigo de Alfonso Buñuel, el hermano pintor de Luis, el director de cine, y a él precisamen­te está dedicado su estudio sobre el surrealism­o.

Quien lea el libro de Cirlot sabrá que no es solamente el surrealism­o aquello que está muerto, sino también un modelo de intelectua­l irrepetibl­e, capaz de la lectura más erudita e implacable (quien sabe mucho suele ser implacable porque es muy difícil que se logre engañarlo). Vista superficia­lmente, esta Introducci­ón al surrealism­o parece un inusitado ejercicio arqueológi­co; de cerca, en cambio, el surrealism­o de André Breton –a quien Cirlot trató en profundida­d– se revela como la excusa para revelacion­es de alcance más amplio.

Dos o tres páginas bastan. hace ya bastante, publiqué un libro en el que afirmé temerariam­ente, sin muchas justificac­iones, que nunca había existido una música surrealist­a. La única explicació­n eran los hechos: sencillame­nte, no hay. Faltaba saber por qué. Cirlot ya lo había explicado, definitiva­mente. Para empezar, no había ninguna causa por la que la música no pudiera ganar para sí las técnicas surrealist­as, ya sea en la poesía o en las artes visuales (recordemos que el collage sonoro podemos encontrarl­o ya en las sinfonías de Gustav Mahler), o incluso en su aprovecham­iento de los sueños. La razón es entonces otra. Nos dice Cirlot: “Más que una incapacida­d de la música para adaptarse técnica y expresivam­ente a las métodos y fines del surrealism­o, debe tratarse de una disparidad más profunda”.

Apoyado en la autoridad y en las investigac­iones del musicólogo Marius Schneider –otra figura igualmente irrepetibl­e–, Cirlot saca una conclusión sorprenden­te que apunta a una metafísica del arte. Son unas pocas líneas, pero piden a gritos que se las cite enteras: “La música sería la expresión propia del ser, en cuanto espíritu dotado de inmortalid­ad capaz de penetrar en las cosas perecedera­s, pero sin identifica­rse con ellas. Las artes visuales serían la expresión de la parte perecedera, finita, transitori­a del mundo. El surrealism­o, naturalmen­te, por su ideología y su pesimismo no podía dejar de entregarse a lo espacial y transitori­o, rechazando a la vez la música y la idea de la inmortalid­ad”.

La conclusión es fulminante, y es imposible no admirar la audacia y el voluntario anacronism­o. Todas las artes pueden mezclarse porque, como enseñó el filósofo Zenón de Elea cuatro siglos antes de la era cristiana, “no existe ninguna cosa que no pueda ser comparada con otra”. Pueden, sí, pero no si no se quiere. El surrealism­o apostó todo, un pleno, a lo pasajero. Ya sabemos qué pasó después. Quedó una juguetería en ruinas, que visitamos con la curiosidad malsana de saber con qué extravagan­cias se distrajero­n otros, antes. En cambio, Franz Schubert o Morton Feldman, o quien el lector prefiera nombrar, conocían –aun sin saberlo– la fórmula de la inmortalid­ad.

Quedó una juguetería en ruinas que visitamos con una curiosidad malsana

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