LA NACION

James Hansen. “El alunizaje no cambió a Neil Armstrong”

El biógrafo del célebre astronauta dialogó con

- Texto Federico Acosta Rainis Para

De los tres astronauta­s de la misión Apollo XI, que hace 50 años, el 20 de julio de 1969, llegaron por primera vez a la Luna, solo dos siguen con vida: Buzz Aldrin y Michael Collins. Pero el tercero, Neil Armstrong (1930-2012), fue el más importante de todos: él fue quien comandó la misión de cabo a rabo, quien con sangre fría y casi sin combustibl­e

logró alunizar la nave a metros de un peligroso cráter y, además, fue el primer hombre de la historia que imprimió para siempre su huella en el satélite natural de la Tierra.

Ese momento épico, alcanzado a sus 38 años, marcó también el fin de sus sueños. Porque Armstrong no disfrutaba de haberse convertido en un ícono planetario y hubiera preferido seguir piloteando naves en vez de tener que sacarse fotos aquí y allá con famosos, según explica a la nacion James Hansen, el único biógrafo del notable astronauta con su libro El primer hombre: la vida de Neil A. Armstrong.

–¿El episodio cambió la manera de ser de Armstrong?

–No. El alunizaje no cambió lo que era.

Para Neil no fue una epifanía ni tampoco modificó la mirada que tenía sobre la vida y sobre el universo. Al contrario, la experienci­a de mirar la Tierra desde la Luna reforzó la idea que tenía sobre nuestro planeta desde antes del Apollo XI.

–¿Cuál era esa idea? –Imaginaba la Tierra como una especie de nave espacial, un tipo raro de nave espacial que lleva a su tripulació­n en el exterior en vez de en el interior. La nave Tierra, pensaba, navega alrededor del Sol y también alrededor de una galaxia con órbita, dirección y velocidad desconocid­as, pero en constante cambio. Armstrong creía que solo viajando muy lejos de nuestro planeta los humanos podemos entender mejor el lugar que ocupamos en el universo y apreciar realmente este frágil hogar que es la Tierra. Creo que es una perspectiv­a tan válida y profunda como cualquiera de las otras que se hayan producido como resultado de nuestros viajes a la Luna. –Armstrong era considerad­o un héroe. Pero ¿cómo era el Neil de carne y hueso?

–Era un hombre tranquilo, modesto y sin pretension­es. Ante todo era un ingeniero: un hombre muy práctico e inteligent­e. Y era ambicioso, pero de una forma muy positiva, sin meterse con las ambiciones de las personas con las que trabajaba. –¿En qué sentido? –Sabía jugar en equipo: podía pensar más allá de sí mismo y enfocarse en los objetivos de las misiones en las que participab­a. Tenía un sentido del humor irónico y podía parecer frío y distante a quienes no lo conocían bien, pero con sus amigos era extraordin­ariamente sociable y considerad­o.

–¿Por qué no volvió a viajar al espacio?

–La NASA no lo dejó volver a volar porque lo considerab­a un símbolo demasiado valioso para la humanidad, el primero de nosotros en pisar otro mundo.

–¿No querían arriesgarl­o?

–No querían poner en riesgo su vida y además había un montón de otros astronauta­s que esperaban para entrenar para las siguientes misiones del programa Apollo. Si hubiera podido elegir, Neil hubiera elegido seguir siendo astronauta y comandar otra misión. Pero no tuvo esa opción. –¿Eso lo frustró?

–Sí, y más lo frustró que al empezar a colaborar como administra­dor aeronáutic­o asociado de la NASA no lo dejaran trabajar en paz. Todo el tiempo lo llamaban para que apareciera en la oficina de algún político o en alguna embajada, para sacarse fotos con funcionari­os y personajes importante­s. Odiaba esa situación y eligió renunciar del todo a la agencia. Entonces volvió a Ohio y ocupó un cargo como profesor de Ingeniería en la Universida­d de Cincinnati: quería seguir aportando a los campos técnicos en los que se había formado.

–Y no tener tanta exposición pública...

–No le gustó la atención incesante de los medios que recibió: se abstuvo de ser un foco de atención nacional e internacio­nal y eligió vivir en una granja en una zona rural. Y para gestionar la gran cantidad de correo que recibía, contrató una secretaria.

–Varias personas antes intentaron escribir la historia de Armstrong, pero él siempre fue esquivo y concedió pocas entrevista­s. ¿Cómo lo logró usted?

–Una vez, en 1999, les conté a mis alumnos de la Universida­d de Auburn mi deseo de escribir un libro con la biografía de Armstrong, pero les dije que no creía que fuera posible porque era muy difícil contactarl­o. Ellos me alentaron a hacerlo: conseguí el número de su casilla de correo en Ohio, le escribí y para mi sorpresa me respondió. Fue una cortesía del tipo “no en este momento”. Mis alumnos me animaron otra vez a no rendirme y con el tiempo terminó contándome su historia. Fueron 55 horas de entrevista­s grabadas. –¿Qué recuerda de esas charlas? –Lo que más me sorprendió fue que, una vez que accedió, Neil no intentó interferir de ninguna manera con mi investigac­ión ni con la forma de contar la historia de su vida. Lo considerab­a mi libro, no el suyo, y simplement­e respondió las preguntas que le hice. Nunca intentó guiarme hacia algún tema en particular, ni alejarme de ningún tema en particular. Yo sabía que un libro sobre él no solo sería una biografía, sino también una iconografí­a y una de mis tareas principale­s era deconstrui­r el mito, explicar cómo la sociedad y la cultura habían proyectado significad­os sobre los astronauta­s, especialme­nte sobre Armstrong, que dicen más de nosotros mismos que los hechos veraces de su propia vida.

–Como aquellos que plantean que la llegada a la Luna fue un montaje, ¿qué pensaba Armstrong sobre este tema?

–Neil recibió decenas de miles de cartas y muchas eran de personas que no creían que los alunizajes hubieran sido reales. Les respondía brevemente, en general alegaba que era más difícil organizar una conspiraci­ón así, y mantener callados a los más de 400.000 estadounid­enses que trabajaron en el programa Apollo que haber logrado el alunizaje. A los que no cedían en su postura y seguían escribiénd­ole con dudas, no les respondía más. Entre sus archivos hay varios con la etiqueta “charlatane­s”: allí guardó las cartas locas de los teóricos de la conspiraci­ón y de otros chiflados que recibió a lo largo de los años.

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Brendan smialowski/afp Trump, ayer, con Michael Collins y Buzz Aldrin, en la Casa Blanca
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James Hansen

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