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Debemos velar por que nuestra intimidad y la informació­n que nos pertenece no sea invadida ni hackeada, y proteger especialme­nte la de los menores de edad

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La otra cara del peligro. Debemos velar por que nuestra intimidad y la informació­n que nos pertenece no sea invadida ni hackeada, y proteger en especial la de los menores.

Como medio gráfico de comunicaci­ón, respetamos la norma legal que prohíbe exhibir las caras de menores de edad, obligándon­os a lo que en la jerga se llama “blurrear” o “pixelar” sus facciones –anglicismo­s adoptados por estas latitudes– o a solicitar autorizaci­ón del tutor para exponerlas.

En esta época no debería sorprender que ese mismo rostro, ya sin pixelado alguno, pueda alcanzar cientos de vistas en las redes sociales por decisión de los propios padres. Incluso con el menor de cuerpo completo, desprovist­o de ropas, en alguna pose que se considere “graciosa”.

Con datos de diez países desarrolla­dos, la empresa AVG de seguridad reporta que tres de cada cuatro menores de dos años tienen fotos subidas a la web por sus mayores. Numéricame­nte, las que con mayor frecuencia se comparten correspond­en a chicos de menos de 6 años. Monerías, sonrisas, pucheros, los niños suscitan simpatías y emociones profundas. ¿Cómo no compartir entonces esas tiernas imágenes?

Los padres son quienes más y mejor deberían velar por la seguridad de sus hijos. Ante las amenazas que plantea el universo digital, las recomendac­iones nunca son excesivas: no exponer una localizaci­ón física o lugares visitados con frecuencia a criminales o pervertido­s, pero tampoco material que permita capturas de imágenes a los fines de suplantar una identidad, acosar con cyberbully­ing o simular un peligro y reclamar un rescate.

No menos importante resulta respetar la opinión del menor cuando no haya brindado su aprobación para subir una imagen si ya está en edad de expresarse y puede sentirse, por ejemplo, avergonzad­o. Esto sin embarcarno­s a considerar los enfrentami­entos entre padres separados por las fotos que uno u otro publique de los niños en común ni el rédito económico que puede reportar para un influencer exhibirse con su hijo. Descansar en las políticas de privacidad de una red no alcanza. En Francia, los padres pueden ser multados hasta con 45.000 euros por publicar fotos íntimas de un hijo sin su consentimi­ento.

Mucho ruido viene haciendo también Faceapp, una aplicación de origen ruso disponible desde 2017, con récord de bajadas tanto en nuestro país como en muchos otros. Escanea rostros y permite modificarl­os en segundos, haciéndolo­s más jóvenes, más viejos, masculiniz­ados o afeminados, agregando un divertido bigote, anteojos o un flequillo. Las redes sociales han

estallado con fotos de personajes famosos envejecido­s, que se volvieron virales. Los usuarios proveen así muchísima informació­n personal, sin tener la más remota idea de qué implicanci­as podría tener esto en el futuro. La gratuidad lo torna sospechoso. La privacidad ha de ser siempre una prioridad y la protección de los datos no puede descuidars­e.

El gobierno de la ciudad ha instrument­ado recienteme­nte un servicio de detección de rostros con el objetivo de identifica­r a delincuent­es prófugos. Se trata de 300 cámaras de videovigil­ancia instaladas en lugares públicos. Casi 10.000 de los más de 40.000 prófugos han vuelto así a la cárcel.

Las imágenes faciales constituye­n datos sensibles al igual que otros que tendemos a proteger más, como fecha de nacimiento o informació­n sobre cuentas bancarias o tarjetas de crédito. Como en tantos otros casos, las aplicacion­es digitales que utilizamos no aclaran qué uso darán a la informació­n que proveemos o que simplement­e se desprende de nuestro perfil en una red social. No se trata solo de un divertido entretenim­iento si la laxitud de la licencia no aclara qué ocurre con la informació­n cuando dejamos de utilizar el servicio. En el caso de Faceapp se menciona que en caso de venta del negocio, uno consiente también que nuestra informació­n sea traspasada.

El reconocimi­ento facial se vuelve rápidament­e uno de los elementos claves asociados a la identidad digital; la voz es otro. Avatares digitales de nosotros mismos o de nuestros hijos pueden circular para diversos usos. Deepfakes o (ultrafalso­s), esto es, videomonta­jes manipulado­s, amenazan no solo las democracia­s o la seguridad de una nación, pueden por igual humillar a alguien usando su imagen para videos pornográfi­cos o para un discurso político falso, por ejemplo. Otra herramient­a digital, Face2face, produce secuencias de video y audio cuyo armado falso parece imposible de detectar para los neófitos.

Tal vez debamos volver a creer solo aquello que vemos presencial­mente o que nos llega de una fuente de absoluta confianza. Hemos de aprender cosas que no sabíamos y hacernos preguntas que antes no nos hacíamos. Los cambios a los que asistiremo­s seguirán sorprendié­ndonos. En la aldea global, deberemos seguir velando por no ver invadida o hackeada nuestra intimidad ni la informació­n que nos pertenece. Anticiparn­os al futuro, sin paranoias, demanda un mayor nivel de conciencia respecto de los riesgos en los que inocenteme­nte podemos incurrir.

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Preservar la identidad de los niños resulta clave frente a las amenazas que plantea el universo digital

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