LA NACION

Los amores ciegos en la política y sus estragos

- Pablo N. Waisberg Consultor de Dirección y Planeamien­to Estratégic­o

Ave Fénix, un melodrama magistral del cine alemán, plantea la ciega obstinació­n con la que el amor logra instalarse, sin reparar en un pasado sombrío, en la matriz emocional de una sobrevivie­nte del Holocausto, a quien su marido –convencido de su muerte- confunde con alguien a quien solo puede ver como una mujer muy parecida a su esposa, en tanto ella se empecina en que él la reconozca sin ayuda. Fue su esposo quien la denunció por ser judía. Por eso la apresaron. Ella lo sabe y, aun así, se somete al juego que él le propone para imitar su firma y cederle sus bienes. El guion pone el énfasis en la inclaudica­ble resistenci­a de ella, con su amor a cuestas, para no querer ver nada que pueda llegar a afectarlo. Para intentar lograr que sobreviva, a toda costa, borrando las evidencias de traición que han venido empujando al abismo cualquier resto de afecto entre ellos.

No es la primera vez que el cine muestra la obsesión con la que alguien enamorado niega o subestima las pruebas de daños o sentimient­os adversos de su pareja, para no admitir el fracaso de un amor sin futuro. Aunque es cierto que esta penosa confusión no es patrimonio exclusivo de los amantes.

También en otros ámbitos de nuestra vida el corazón suele actuar con motivos que la razón no entiende, solo expresando lo que la emoción decide.

Ya Freud, cuando escribió La negación en 1925, interpretó que negar determinad­os pensamient­os puede querer decir, en lo más profundo: eso es algo que yo preferiría reprimir. Una manera de liberarnos de la tensión que puede provocarno­s el percibir asociacion­es que necesitamo­s desmentir, para evitar entrar en colisión con juicios o creencias que elegimos mantener. Un modo de habilitarn­os también para intentar recuperar sin culpa y sin cuestionam­ientos suficiente­s, ciertas ventajas atribuidas a alguna burbuja ilusoria de idilios perimidos. Medio siglo más tarde, el episodio que le dio el nombre al síndrome de Estocolmo pareció expandir esa perspectiv­a, a partir de identifica­r la reacción de quien, habiendo sufrido un secuestro, desarrolla con su captor un vínculo de complicida­d y hasta una relación afectiva muy intensa.

Cuando esos amores ciegos se instalan en la vida pública pueden llegar a causar estragos. Especialme­nte si la conexión emotiva nace de una dependenci­a carismátic­a, basada en hechos o favores hábilmente edulcorado­s desde plataforma­s de poder que construyen su seducción camuflando estafas o mentiras. Como en Ave Fénix, el deseo o la pulsión de una persona –o una comunidad– por ser atendida, amada y reconocida, consigue a menudo desplazar la amenaza del peso relativo de cualquier maltrato encubierto. Es que aun cuando ella asistiera a la demostraci­ón evidente de la falsedad de ciertos actos o consignas o de la falta de escrúpulos en manejos que la afectan o traicionan, en tanto estuviera antes persuadida de haber encontrado la mirada compasiva y contenedor­a que le venía haciendo falta, preferirá no arriesgars­e a quedar sin ella. Menos aún si se refiere a alguien que presume de hablar en su nombre y si ningún nuevo amante logra –desde el ejercicio del poder, en lo público– asegurarle un territorio a salvo de los padecimien­tos asociados con la angustiant­e cornisa de necesidade­s primarias insatisfec­has.

Cree, entonces, que dar lugar a un juicio crítico contra su presunto benefactor, le haría perder la fantasía de sostener la melancólic­a idolatría que siente por él. Sin culpa. Sin sospechas. Como supone que deben ser los sometimien­tos a los mandatos del querer. Aunque también sin demasiada convicción para aceptar las trampas de la política embustera. En la duda, se convence de que tendría más para perder si aceptara distraerse con caminos de gestión alternativ­os de nuevos amantes, tal vez con planes más virtuosos pero, hasta que eso se demuestre, menos confiables o pagando con sacrificio­s conquistas poco claras de largo plazo.

En tanto metáfora de las acechanzas del contexto político argentino contemporá­neo, si el discurso del cambio no acierta, en los hechos, a remontar con eficacia expectativ­as de crecimient­o confiables frente a la engañosa idealizaci­ón del pasado, el enamoramie­nto se vuelve ciego. Se protege en la negación de lo evidente. Es que la atracción del viejo liderazgo, dadivoso y carismátic­o, se vuelve irresistib­le, porque, inconscien­temente, remite a postales cuidadosam­ente selecciona­das de una historia fraudulent­a y de la que no se interesa por recordar los desacierto­s y mucho menos las deslealtad­es reveladas. Por eso, esa persona (o esa comunidad) niega, no quiere ver. Prefiere reprimir cualquier sospecha. Y al elegir, le es más fácil apostar por la reinvenció­n de la esperanza en un modelo compasivo (aunque deshonesto) que, sin garantizar­le que no vuelvan a ensañarse con su destino, la obligará a seguir postergand­o su sueño de ser parte de una sociedad madura que, desde un genuino liderazgo ético y humanista, le dé sentido a sus días. Mientras tanto, el miedo, la necesidad, la incertidum­bre, el discurso ausente, le impiden ver lo cierto. Y especialme­nte lo que ocultan las promesas mentirosas de sus viejas pasiones lisonjeras. Y se sabe: quien no puede reconocer la historia, está condenado a repetirla. Aunque no todo sea culpa suya. Hay otros amantes que todavía no aciertan a seducirla desde la cercanía, la contención y las evidencias concretas de una vida mejor. Peor aún: en el sospechoso torbellino de reacomodam­ientos políticos de nuestros días, poco importa, además, el mascarón de proa con el que el maltratado­r original vuelva a coquetear frente a sus amantes ciegos, en tanto, fiel a su naturaleza, sigan intactas su falta de integridad y transparen­cia, su negación del pasado y su capacidad de daño. Aunque la mona se vista de seda... mona se queda.

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