Es wichi y vino a Buenos Aires para ser abogado
Un grupo de jóvenes lo apadrina para que pueda cumplir su sueño
Omar Gutiérrez se levanta todos los días en una pensión de Flores con una obsesión: convertirse en el primer abogado de Misión Chaqueña, la comunidad wichi en la que nació hace 25 años. Los 5000 habitantes de esta aldea salteña, ubicada casi en el límite con Bolivia, lo necesitan con su título bajo el brazo y con herramientas, porque ellos no tienen voz.
“Estoy estudiando abogacía porque veo mucha injusticia contra nosotros. El Estado no llega y somos más vulnerables”, explica Omar, que de derechos pisoteados sabe mucho. Por eso se calzó el traje de “hijo pródigo” y, con la ayuda de un grupo de jóvenes de la Capital, tuvo el coraje de abandonar todo lo conocido –la naturaleza, su familia, sus costumbres, su idioma– para venirse a una Buenos Aires enloquecedora, que todos los días le recuerda que “no es de acá”.
Omar nació en un rancho de adobe, entre el olor a tierra mojada y el río.
Es el tercer hijo varón de un matrimonio que siempre se las rebuscó haciendo artesanías y muebles para darles de comer. “Nosotros de chicos jugábamos con barro, haciendo muñequitos o usábamos palos de madera como armas, porque no conocíamos los juguetes”, recuerda su hermano Livio, unos años mayor, en la visita que hizo la nacion junto con Omar para esta nota.
El suyo es un mundo muy chico en el que a las familias les falta de todo: agua potable, calles de asfalto, gas, salud, educación terciaria y trabajo. Pero lo que más falta es esperanza y mejores opciones de futuro.
El sueño de Omar de conocer “el afuera” para ir a la universidad solo fue posible gracias a un amigo impensado: Martín de Dios –un chico que apareció un día en la comunidad en un viaje solidario con el colegio Florida Day School– y un grupo de personas que se fueron sumando para darle el sostén que necesitaba para poder enfrentar el desarraigo.
Esta historia de perseverancia integra la tercera entrega de Redes Invisibles, un proyecto de la nacion que apunta a mostrar cómo los prejuicios limitan las oportunidades de los jóvenes más vulnerables y refuerzan su exclusión.
Omar es un luchador nato. Su camino contradice la creencia –compartida por el 54% de los argentinos, según el estudio que Voices! realizó en exclusiva para la nacion– de que si la gente pobre trabajara más duro, podría escapar de la pobreza.
Él aprendió a fuerza de tropiezos que no alcanzaba solo con su voluntad. Que también hacen falta recursos, contactos, una mano amiga, consejos y muchas cosas más. Y que incluso con todo eso garantizado, todavía hoy le cuesta llegar a fin de mes o terminar de entender lo que dicen los profesores.
“Solo no hubiera podido. Por suerte encontré buenas personas que nunca me abandonaron”, agrega Omar.
En algún momento de la secundaria, Omar, que era abanderado, se dio cuenta de que no quería ser carpintero como su padre. Él quería educarse para rebelarse contra un sistema que sentía, y siente, opresor. “Omar siempre tuvo ganas de estudiar y de progresar en la vida más allá de las dificultades que se le presentaban”, afirma Víctor Hugo González, director de su escuela secundaria, el primero que lo impulsó a imaginarse un futuro mejor.
La prioridad era comer y por eso todos los hijos Gutiérrez empezaron a trabajar de adolescentes. Los padres de Omar armaron un sistema para que sus hijos no tuvieran que sacrificar los libros: todos trabajaban para que uno pudiera seguir estudiando; cuando este se recibía, “la beca” pasaba al siguiente.
“Cuando estudió mi hermano mayor, los dos más chicos teníamos que trabajar. Cuando él se recibió de maestro bilingüe, empezó a estudiar el del medio mientras los demás trabajábamos. Ahora me toca a mí”, explica Omar, quien tuvo que pedirle permiso a sus padres para poder irse de la comunidad.
Lo lógico en su tradición hubiera sido que le dijeran que no. Eso era lo más seguro, pero decidieron apostar por él. “Lo dejé ir porque Omar tiene un desarrollo en la cabeza que puede llegar a ser útil para nosotros. No tenemos buenos asesores que sean de la comunidad, que luchen por nosotros y nuestro derechos”, afirma Martín Gutiérrez, su padre. Su madre, Tercilia Palacios, agrega: “Aquí no hay progreso. Nosotros queremos que al menos un hijo pueda estudiar porque estamos cansados. Acá hay mucha gente que sufre y siempre nos pasan por encima”.
Contra todos los pronósticos (solo el 0,6% de los jóvenes del estrato trabajador marginal termina sus estudios universitarios, según datos del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA), Omar hizo varios intentos de empezar la universidad en Embarcación, en Salta capital, en Córdoba y en La Plata. Pero no tenía red. Solo cuando Martín y sus compañeros armaron la ONG Lewet Wichi para ayudar a chicos como él, esas dificultades que parecían inabordables se fueron destrabando.
“A mí el sueño de Omar me impactó muchísimo. Porque para mí poder estudiar fue muy sencillo y a él le costaba la vida. Tenía que resolver lo económico, la vivienda y las barreras de discriminación. Y se me metió en la cabeza que quería darle a Omar las mismas oportunidades que había tenido yo”, recuerda Martín De Dios.
Puso manos a la obra y activó toda su red de contactos. Su madre trabaja en la Universidad de Flores y le consiguió una beca dentro de su programa de Responsabilidad Social. Victoria Pol, una excompañera del colegio, le dio trabajo en su empresa durante los primeros meses y eligieron una pensión cercana a la facultad.
Hace dos años y medio que Omar vive en Flores, lejos de los suyos. Todavía se está adaptando al ruido constante, los semáforos, el idioma y el ritmo de la ciudad (ver aparte).
En Buenos Aires encontró otra familia sustituta que lo acompaña y lo guía en cada paso que da. A la red de apoyo se sumó también Juan Carlos Carretero, el director de la carrera de Abogacía en la Universidad de Flores y quien le dio un nuevo trabajo en su estudio jurídico y contable. “Estamos en contacto todos los días, más allá del vínculo laboral. La idea es contenerlo, estar presente, que no se sienta solo y sepa que hay alguien para cualquier cosa que necesite”, explica su jefe, que de a poco le fue dando más responsabilidad.
Omar trabaja por la mañana, estudia a la tarde y por la noche va a la universidad. Todo su sueldo lo destina a pagar el hotel familiar en el que vive. El resto de sus gastos lo cubren algunos “padrinos” como María Laura Tinelli, una argentina que vive en Londres que conoció su historia gracias a una amiga. “Invertir en Omar es la mejor opción que se puede hacer porque a lo largo de su vida puede modificar la realidad de su pueblo. Por eso hay que apoyar a los agentes catalizadores como él”, dice Tinelli.
Omar y Martín tienen la misma edad. Vienen de mundos diferentes, pero eso no les impidió convertirse en grandes amigos y tener un vínculo de hermanos. “Su mamá es como una segunda madre para mí. Martín siempre me invita a jugar a la pelota o a asados con sus amigos. Al principio me ayudó mucho en la carrera porque es abogado y tengo un grupo de compañeros suyos que me dan clases particulares”, cuenta Omar.
Su historia de vida es un ejemplo para otros chicos de Misión Chaqueña que quieren seguir sus pasos: ya hay dos jóvenes de la comunidad que gracias a Lewet Wichi se instalaron en Buenos Aires para estudiar y trabajar.
“Es como que tengo dos vidas. Yo sé que no hay que aflojar porque esto no lo hago por mí, sino por mi comunidad. Ya estoy a la mitad de camino y tengo que seguir”, concluye Omar convencido.