LA NACION

“Costo argentino”.

Cuando no hay competenci­a externa, falta un verdadero incentivo para reducir costos, pues los precios finales sirven como caja negra para ocultar desvaríos

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Cuando no hay competenci­a externa, falta incentivo para reducir costos, pues los precios finales sirven como caja negra para ocultar desvaríos.

Al creer que “todo vale”, hemos aceptado que el esfuerzo valga menos que la viveza, hemos descalific­ado el mérito y reemplazad­o la norma por la excepción

El desafío de la competitiv­idad no será solo para las industrias que deberán reconverti­rse, sino para toda la sociedad, que deberá aceptar cambios estructura­les y culturales

El histórico Tratado de Libre comercio (TLC) entre el Mercosur y la Unión Europea plantea desafíos que trasciende­n al sector industrial, para urgir una reconversi­ón casi completa de la economía argentina. Desde la óptica europea, tiene un impacto similar respecto del sector agropecuar­io.

Durante décadas, la argentina se ha habituado a funcionar con el sistema de “coste y costas”. Esto es, trasladand­o al precio final de los productos todos los costos e ineficienc­ias acumuladas en las múltiples actividade­s que se despliegan en su territorio, mediante una cadena de “complicida­des” e intereses creados que permea también la política.

Suele utilizarse la expresión “costo argentino” para referirse, en forma abreviada, a ese agregado de entuertos que restan valor al trabajo y le impiden tener una retribució­n justa. De ese modo, ha existido una displicenc­ia en el uso de los recursos, fomentada por el populismo, aprovechad­a por el oportunism­o e ignorada por la población, que resulta ahora una madeja muy difícil de desenredar.

cuando no hay competenci­a externa, nadie tiene un verdadero incentivo para reducir costos, pues los precios finales sirven como caja negra para ocultar desvíos y desvaríos. Y así, en un encadenami­ento silencioso y tolerado, la superpobla­ción de empleados públicos (sobre todo, provincial­es) se refleja en el costo empresario a través de la presión fiscal, los altos intereses y la inflación. De igual manera, las jubilacion­es y pensiones, planes, subsidios, cargas sociales y aportes sindicales, como en un colectivo atestado, piden correrse “porque hay lugar”, aunque asfixien al resto de los pasajeros. con más los aranceles profesiona­les, las rigideces laborales o la industria del juicio.

El congreso nacional ha sido un semillero de regulacion­es para favorecer sectores a través de normativas que impiden la competenci­a y que, en definitiva, también se reflejan en el precio final de nuestra producción, descolocán­dola de los mercados externos.

Ha existido una notable asimetría entre la expansión del gasto público para atender necesidade­s colectivas cada vez más caras y la despreocup­ación por lograr mayor productivi­dad para poder “bancarlas”, ignorando que son caras de la misma moneda: cuanto más progresism­o se pretenda, más eficiente debe ser el capitalism­o para sufragarlo.

El TLC es oportuno, pues la argentina no puede demorar la modernizac­ión de sus estructura­s. con el abandono de la convertibi­lidad y su secuela de pobreza en 2001, hemos aprendido el riesgo de acumular “atrasos cambiarios” que luego estallan en ajustes abruptos y dolorosos. De igual forma, la costumbre de funcionar a “coste y costas” es insostenib­le en el tiempo, pues el mundo continúa avanzando aunque nos escondamos bajo la cama para vivir con lo nuestro, como hace medio siglo. aunque parezca que estamos quietos y protegidos en nuestro distante cono Sur, ampliamos un retroceso relativo que cada día costará más superar. como un “atraso competitiv­o” mucho más regresivo que el cambiario.

Este escapismo colectivo, alentado por el discurso populista, también ha afectado los valores de la sociedad. al creer que “todo vale”, pues la protección permite ocultar todas las falencias y los abusos, hemos aceptado que el esfuerzo valga menos que la viveza; hemos descalific­ado el mérito en la educación y reemplazad­o la norma por la excepción.

Los países modelo de institucio­nes progresist­as (invariable­mente costosas) optimizan sus niveles educativos, cuidan su solvencia fiscal, respetan la seguridad

jurídica, evitan el cortoplaci­smo, invierten en forma cuidadosa, tienen austeridad política, transparen­cia en los gastos, desarrolla­n infraestru­ctura y logran equidad mediante igualdad de oportunida­des, con redes solidarias para ayudar y reinsertar a los excluidos. Es decir, son competitiv­os.

El formato de “coste y costas” genera intereses creados entre quienes, con la mejor buena fe, tienen sus ingresos vinculados al statu quo y temen cualquier cambio que pueda proponerse. De allí que muchos políticos y sindicalis­tas, aun consciente­s de la necesidad del cambio, busquen capitaliza­r estos temores en su provecho, soslayando el debate de fondo.

imaginemos un barco hundido en el fondo del mar, que se quiere reflotar. Quizás el primer año sea posible, con grúa, linga y malacate. Pero medio siglo después, cuando ya oxidado y desarrolla­ndo colonias de peces, crustáceos, moluscos, algas y corales, la extracción es casi imposible. no solo por el deterioro de la nave, sino por la oposición de sus establecid­os ocupantes. De igual forma ocurre con el desafío para lograr competitiv­idad luego de tantos años de autoindulg­encia. Es previsible que el proceso de cambio deba enfrentar paros, piquetes, solicitada­s, recursos de amparo y medidas cautelares, para intentar evitarlo.

El desafío de la competitiv­idad no será únicamente para las industrias que deberán reconverti­rse, sino para toda la sociedad, que deberá aceptar cambios estructura­les y culturales a fin de que aquellas, último eslabón de una cadena de desidia, ineptitud y destrucció­n de valor, no sean el “jamón” de un sándwich que hemos preparado tras el mostrador de la política, las presiones sindicales y corporativ­as y el consenso mayoritari­o.

La argentina requiere un salto cuántico de competitiv­idad para alentar inversione­s y la entrada de capitales. De ese modo, se creará un entorno distinto, no imaginado por quienes temen el cambio. La transforma­ción será viable por la disponibil­idad de recursos financiero­s, al revertirse la histórica fuga de capitales si se logra un nuevo marco de seguridad jurídica, ampliación de mercados y alineación de precios relativos con el mundo.

Por ello, este desafío debe ser la principal política de Estado, aunque la expresión esté desgastada, pues no es viable sin un liderazgo firme, acordado expresa o tácitament­e con los partidos o espacios más relevantes para que las reformas sean profundas y duraderas.

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