LA NACION

Un “progresism­o” de mala fe y brocha gorda

- Jorge Fernández Díaz

Muchos de quienes despliegan su aversión militar respaldan mientras tanto al régimen militar chavista y hacen la vista gorda ante el informe de la misión de la ONU

“Una minoría, los descendien­tes de los mismos que crucificar­on a Cristo, los descendien­tes de los mismos que echaron a Simón Bolívar fuera de aquí y también lo crucificar­on a su manera –enumeró Hugo Chávez con la verba inflamada–. Una minoría ha tomado posesión de toda la riqueza del mundo”. El amigo de Ahmadineja­d, el carapintad­a de Caracas, aparece en la página 87. A su devota discípula, en cambio, hay que ubicarla en la 93, y en el contexto del memorándum de entendimie­nto con Irán. Cristina Kirchner se había encontrado con alumnos de una escuela primaria; luego escribió en Twitter: “Pregunté qué obra de Shakespear­e estaban leyendo, me dijeron Romeo y Julieta. Les dije: tienen que leer El mercader de Venecia para entender a los fondos buitre… La usura y los chupasangr­es ya fueron inmortaliz­ados por la mejor literatura hace siglos”. Aludía obviamente a Shylock, el usurero judío, uno de los arquetipos antisemita­s más conocidos de la historia universal. La rehabilita­ción progre del antisemiti­smo, y todas estas citas, surgen de La

traición progresist­a (Edhasa), un ensayo de Alejo Schapire que convendría repasar a la luz de esta semana; como pocas veces un libro permite leer en clave la actualidad caliente, desde las novedades por el atentado a la AMIA y la deleznable actitud del kirchneris­mo hasta las verdaderas razones del hundimient­o del ARA San Juan y el cacareo sobre la puesta en marcha de un “servicio cívico”, pasando por la impugnació­n de dos héroes de Malvinas en el Colegio Nacional de Buenos Aires.

Schapire es un periodista argentino que vive hace años en París y trabaja en la radio pública francesa; viene de la izquierda y considera este texto como “el relato de una ruptura sentimenta­l”. Denuncia que para los socialista­s del siglo XXI y sus asociados americanos y europeos, “todo judío es un sionista en potencia, un nuevo nazi hasta que pruebe lo contrario”. Su radiografí­a demuestra la forma en que este falso progresism­o, que antes luchaba por la libertad de expresión, hoy justifica la censura para no ofender. Es el mismo sector que antes fustigaba “al opio de los pueblos” y hoy tiende puentes con el oscurantis­mo religioso: principalm­ente con aquel que se practica (vaya paradoja) en naciones donde se lapida a las mujeres y se persigue y ejecuta a los homosexual­es. Schapire narra además las imbecilida­des que se enseñan y aprenden en muchos colegios y universida­des de todo Occidente, donde cunde una hipersensi­bilidad castrador a, se borran la sutileza y la curiosidad abierta y explorator­ia, y abundan ahora las “patrullas morales” y los mecanismos de intimidaci­ón. Siempre en nombre del bien. Combatir a Blancaniev­es y a La Bella Durmiente porque “promueven la violencia sexual” o modificarl­e ridículame­nte el final a la ópera

Carmen para que su protagonis­ta no muera apuñalada por su amante (femicidio), son algunos de los ejemplos más famosos. Juzgar el pasado con los ojos del presente, otra equivocaci­ón garrafal. Algo de ese progresism­o de brocha gorda y de notable hipocresía se vio en el aula magna del Nacional de Buenos Aires: allí ciertos padres intentan vivir la militancia a través de sus hijos; uno de ellos los arengó contra dos pilotos de combate que perdieron nueve compañeros en la guerra, y que son reconocido­s hasta por las propias tropas de Gran Bretaña a raíz de su pericia y coraje. Tomar a esos dos héroes, que en 1982 eran jóvenes egresados de la escuela de aviación y sobre los que no pesan delitos de lesa humanidad, y confundirl­os con aquellos jerarcas de una dictadura asesina y torturador­a, o con quienes decidieron salvarse invadiendo irresponsa­ble mente las islas, representa toda una apología de la injusticia y de la ignorancia. Invitar a dos pilotos, sentir repugnanci­a por un

video que muestra la trastienda de su peligroso trabajo, y luego increparlo­s y cancelarle­s el testimonio que se les ha requerido, resulta un acto humillante, que muestra además la cobardía de los organizado­res. Si una institució­n de ese nivel no puede asumir ni enseñar las complejida­des de la historia, y sus docentes no son capaces de ponerle el pecho a la demagogia barata ni discrimina­r sucesos más o menos inmediatos, la educación argentina de elite también se encuentra en graves problemas. Lo interesant­e es que muchos de quienes despliegan frívolamen­te esta aversión militar respaldan mientras tanto el régimen militar chavista. Y hacen la vista gorda frente a las conclusion­es a las que arribó la misión de la ONU, dirigida por la incuestion­able Michelle Bachelet: los fascistas que tanto admiran estos progres tienen escuadrone­s paramilita­res, que entran en los barrios, matan, roban y violan a disidentes; ultimaron cerca de 7000 personas, y utilizan a mansalva los métodos de la tortura. Un verdadero paraíso progresist­a.

Los mismos cargos se le podrían formular a ciertos miembros de la oposición argenta, que mientras defienden el feudo militar cubano y callan el derrotero de César Milani –hombre fuerte del “gobierno de los derechos humanos”–, ponen el grito en el cielo por la posible “militariza­ción” de la juventud. Me refiero al “servicio cívico”, alarmante proyecto inspirado en un célebre dictador latinoamer­icano que Néstor eligió para vice de Cristina: un tal Julio Cobos. Las diatribas lanzadas por la izquierda extrema son comprensib­les; la industrial­ización de Pino Solanas –de ubicua actuación–, suenan lógicas según su reconocido oportunism­o folclórico, pero las críticas de Adolfo Pérez Esquivel se recortan como decepciona­ntes. Una vez más. Porque hace varios años que el premio Nobel de la Paz perdió lamentable­mente la brújula. Y recordemos que le llevó en abril a Cristina la propuesta de reformar nuestra Constituci­ón y modificar así la democracia que fundamos en 1983. De paso, convalidó junto con Grabois la idea de que los dirigentes “progresist­as” sufren persecució­n política a través de los tribunales. Ofrendas para el paladar de la Pasionaria del Calafate, y buenas noticias para los megacorrup­tos y los autócratas.

Aunque no los alude directamen­te, el prejuicio de estos sectores tiene también su explicació­n en la prosa de Schapire, puesto que ese “progresism­o” confunde las visiones de las minorías con las necesidade­s de las clases populares, donde por ejemplo el abolicioni­smo penal es detestado, Gendarmerí­a no es “la represión”, sino la fuerza que evita ser baleados en las calles por los mismos delincuent­es que defiende la progresía local, y una experienci­a en formación de oficios, orientació­n vocacional y contención resulta siempre bienvenida. La mentalidad pequeñobur­guesa del progre que describe Schapire es también la que impidió separar en la Argentina a estas fuerzas armadas profesiona­les y democrátic­as de aquellas nefastas cúpulas golpistas. Es así que los nuevos militares de la República se vieron sometidos a un recorte permanente de presupuest­o, a salarios paupérrimo­s y a un desprecio inmerecido. La falta de dinero degradó los materiales y los entrenamie­ntos; los aviones no despegaban por falta de mantenimie­nto o combustibl­e, o se caían y producían tragedias; los barcos no estaban operativos, los instrument­ales no funcionaba­n, los errores humanos crecían. Más allá de responsabi­lidades puntuales, que las hay y deben ser señaladas, este progresism­o cultural es uno de los grandes culpables del hundimient­o del ARA San Juan. La amnesia colectiva les permite ahora a esos mismos culpables, levantar el dedo y rasgarse las vestiduras.

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