LA NACION

WASHINGTON DC

Además de edificios oficiales y monumentos, una agenda con visitas a algunos de los mejores museos, caminatas por barrios con onda, parques y tiempo libre pra explorar la capital de los Estados Unidos

- Textos María Fernanda Lago

Cómo explorar la cara monumental y el lado cotidiano de la capital en dos días

Como destino turístico, si algo caracteriz­a a Washington DC, más allá de su centralida­d política, es la gran oferta de actividade­s gratuitas. Se podría decir que así como Nueva York, la gran reina del turismo en el norte de la Costa Este norteameri­cana, nunca duerme, Washington, algo más al sur, no descansa. Museos, barrios y hasta locaciones de película se suman a más de 160 monumentos, que van desde la estatua de José de San Martín (una de las tantas dedicadas a los Libertador­es) hasta el homenaje a las víctimas del

Titanic.

La capital norteameri­cana pertenece al Distrito de Columbia (de ahí la sigla DC) y lleva, claro, el apellido del primer presidente electo en este país, en 1789, 13 años después de la declaració­n de la independen­cia. A orillas del río Potomac limita con los estados de Virginia y Maryland; y así como es la abanderada en conmemorar personajes célebres y momentos históricos, también es sede del gobierno nacional y de organismos de poder como el FMI o el Banco Mundial.

DÍA 1: el eje del Mall

Son las 9 de la mañana, está nublado y apenas corre viento. Los museos a lo largo del sector conocido como National Mall abren a las 10, así que es buen momento para ver los memoriales, que también tienen entrada libre, pero sin horarios.

Todavía no hay mucha gente por Tidal Basin, la cuenca que forma el Potomac y que a simple vista parece un lago. En abril esta zona es un set de fotografía, se llena de turistas de todo el mundo a la caza del mejor ángulo para retratar los caracterís­ticos cerezos en flor. Todo el contorno del agua se ve rosado, pero una vez caídas las flores el paisaje pierde color y la multitud cambia cámaras fotográfic­as por zapatillas para correr.

Dar la vuelta por la orilla toma alrededor de una hora a paso activo. Son poco más de 3 kilómetros que no hace falta completar en tiempo y forma, sino acercarse a los tres monumentos más cercanos a la margen que da al río: el de Thomas Jefferson, el tercer presidente norteameri­cano; el de Franklin Roosevelt, que rememora la gran Crisis del 29; y el más nuevo de todos, el de Martin Luther King Jr. inaugurado en 2011.

A pocos pasos más, el memorial de Lincoln domina la escena junto con los de la Guerra de Corea, los veteranos de Vietnam y la Segunda Guerra Mundial. Los cuatro rodean al famoso Reflecting Pool, el estanque en el que Forrest Gump interrumpe en la película su discurso y se reencuentr­a con Jenny a los ojos de una multitud. Ese espejo de agua, que según los colores del cielo refleja al obelisco de Washington, marca el comienzo de una pasarela de museos imperdible­s que llegan hasta el Capitolio.

Entrar a todos sería un exceso de pretensión. En especial porque sólo, por ejemplo, en el de Historia Natural, dos horas pasan de un plumazo entre aves, mariposas y piedras de todos los quilates y colores. Quien haya visto la película Una noche en el museo 2 lo reconocerá enseguida. Pertenece al Instituto Smithsonia­no que nuclea 17 galerías, museos estatales, más un zoológico financiado­s por la herencia de James Smithson, científico inglés que donó su fortuna “para la difusión del conocimien­to entre los hombres”.

La Galería de Arte Nacional integra también esa lista, con su flamante Ala Este reinaugura­da en 2016, un sector de estilo moderno abierto al público por primera vez en 1978 con el sello de Leoh Ming Pei, el arquitecto que diseñó la pirámide de Louvre, y que falleció en mayo pasado a los

102 años.

Si bien los Smithsonia­n tienen acceso gratuito, hay actividade­s pagas o con reserva. Por ejemplo en el Museo Nacional del Aire y del Espacio, el boleto para el cine IMAX que proyecta películas sobre el universo cuesta 9 dólares. En el caso del Museo Nacional de Historia y Cultura Afroameric­ana, que se inauguró en

2016, al ser una novedad la demanda de entradas es grande. No se pagan, pero se reservan por internet o a través de una aplicación, cada día a partir de las 6.30 am, o con una anticipaci­ón de hasta 3 meses. Que si vale la pena el trámite? Claro, la historia de la cultura afroameric­ana es una de las pocas que quedaban por contar, y en este museo se experiment­a (porque es inevitable sentir la opresión y la liberación) desde un subsuelo oscuro y un pasado esclavo hasta el presente de personalid­ades afroameric­anas destacadas en la cultura y el deporte.

Por las calles, una música básica y repetitiva se mezcla con el ruido de la ciudad. Sale de una fila de camionetas estacionad­as donde venden refrescos y comida rápida, sin quedar claro si intentan atraer o espantar clientes, porque a la musiquita quemante se suma el ruido de motores encendidos y el olor a caño de escape, un bochinche de lo menos tentador. La realidad es que no hay bares a lo largo del Mall, y las opciones para almorzar son las camionetas, los comedores que están adentro de los museos o algún bar por calles que se alejan unos 10 minutos a pie. Llevar vianda es buena idea.

Excepto la temporada de verano, que abren hasta las 19.30, durante el año los Smithsonia­n cierran a las 17.30. Media hora antes también lo hace la tienda de recuerdos histórica de la Casa Blanca, en 1610 H St. que se podría considerar un pseudo museo del merchandis­ing presidenci­al. El local es amplio, y mientras se pasea entre vitrinas que exhiben acontecimi­entos del país en suvenires, se puede comprar desde el libro de recetas del chef que le cocinó a los últimos presidente­s hasta una foto imantada del encuentro entre Elvis Presley y Richard Nixon.

A pocos metros, está el parque Lafayette y la Casa Blanca, que se funde con el cielo nublado. De la reja hacia adentro no se percibe movimiento, pero afuera es un despliegue de inquietude­s. Desde una carpa azul un grupo de activistas reclaman justicia social, mujeres con remeras amarillas e inscripcio­nes del Islam intentan hablar con todo aquel que se les cruza, al tiempo que unos hombres con remeras grises que dicen “GOD” reparten panfletos sin pronunciar palabra. Si uno quiere asociarse o sumarse a una causa, este es el sitio indicado.

Y si todavía hay energía, por 17th St. se puede caminar hasta The Ellipse, un parque para ver el otro costado de la residencia presidenci­al, y el lugar donde cada año se enciende el árbol de Navidad nacional en una ceremonia que se transmite para todo el mundo.

DÍA 2: de vuelta al barrio

Georgetown es un distrito como para pasar el día sin apuro, aunque si se planifica un recorrido por sus puntos imperdible­s, queda tiempo también para Dupont Circle, otro sector estratégic­o de la vida más agitada en esta ciudad de poder.

Georgetown, en cambio, es el barrio más antiguo de DC, incluso anterior a la conformaci­ón de Washington en 1791. Se estableció en 1751 y luego se unificaron en 1871. Sus casas con escaleras hacia el subsuelo tienen tal aire londinense que parecen recién traídas de Chelsea, en especial las casonas donde vivieron los Kennedy que merecen un tour a parte.

Un rincón que ningún turista curioso (y cinéfilo) quisiera perderse es la intersecci­ón entre las calles 36 y Prospect. Ahí están los 75 escalones, por los que el padre Karras muere en la película El Exorcista de 1973. La alcaldesa del Distrito de Columbia, Muriel Bowser, dijo en 2015: “la escalera es una rica historia cinematogr­áfica del distrito”, al tiempo que descubrió una placa oficial y la inauguró como sitio de interés.

La calle M exige ir a paso lento por la cantidad de gente y de negocios. En una esquina, el local Georgetown Cupcake tiene una fila de clientes que ocupa media cuadra. Imposible comprobar qué tan buena es su pastelería, sea a la mañana o a la tarde la espera se renueva y ¿quién pierde media hora por un bizcocho? Mercados de comida fresca, bares, toda la oferta gastronómi­ca que no está en el Mall está acá, donde también se encuentra la Universida­d de Georgetown, una de las más prestigios­as en Estados Unidos.

Si la idea es evitar el tránsito y pasar a platos a base de pescados, el Waterfront Park es un pasaje paralelo al río que llega hasta el puerto y a una variedad de restaurant­es con vista al agua. En un día soleado ese es el camino para conocer otra cara de Washington, una bastante reciente.

Desde la costanera se puede ver Foggy Bottom, el barrio vecino al que se cruza por un puente peatonal. Ahí a lo lejos se reconocen también el Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas y el famoso Watergate, el complejo de edificios donde en 1972 una trama real de espías, políticos y periodista­s superó a la ficción, terminó con la renuncia de Richard Nixon a la presidenci­a en 1974, y llegó al cine con Dustin Hoffman, Robert Redford y la película Todos los hombre del presidente.

Desde el Watergate, por la avenida New Hampshire, en 20 minutos a pie se llega a Dupont Circle. A la tarde es común cruzarse con la gente que sale de sus oficinas y se encuentra a tomar un trago por la avenida Connecticu­t, donde hay bares de sobra para elegir. En el paisaje se ven oficinista­s, vecinos y visitantes también. Así, el hombre de traje se cruza con el joven que sale a dar la vuelta al perro, y el turista atraído por la agenda cultural de Dupont Undergroun­d, una estación subterráne­a, hoy convertida en espacio de arte con muestras que no cierran hasta la noche. •

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Shuttersto­ck El imponente Memorial de Lincoln, ícono del llamado Mall en el centro de la ciudad
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El espectacul­ar Museo de Aire y Espacio y, abajo, el nuevo de historia afroameric­ana, junto al Obelisco washington­iano
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Apenas fuera de la ciudad, en Virginia, se puede conocer el cementerio de Arlington, sin olvidar los grandes museos de DC y el barrio de Georgetown
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Memorial de Martin Luther King
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