Svetlana Alexiévich.
Por una vez se puede anotar una en el haber del momentáneamente desactivado Premio Nobel de Literatura. De no haber sido señalada como continua candidata (finalmente recibió el galardón en 2015), la obra de la periodista bielorrusa difícilmente hubiera llegado a ser traducida de manera abarcativa. Alexiévich construye sus libros de manera polifónica: se arman a través de testimonios que, a la manera de un coro griego, van perfilando una historia verídica. El método recuerda el de otra escritora: Elena Poniatowska ya lo había utilizado en La noche de Tlatelolco, donde contaba la matanza de estudiantes en México en 1968. Alexiévich, sin embargo, hizo de esa técnica una ética constante. No hay prosa personal. Su arte está en el modo en que ensambla las voces que fue recolectando con paciencia de orfebre periodística.
Voces de Chernóbil –su trabajo más conocido– refleja como no podría hacerlo ninguna ficción el desastre nuclear y fue en parte inspiración de la reciente serie. La guerra no tiene rostro de mujer, menos conocido, cuenta la Segunda Guerra Mundial a través del prisma de las mujeres que formaron parte del Ejército Rojo, obviadas de todas los registros. Cada uno de sus libros (Últimos testigos; El fin del homo sovieticus) son crónicas ejemplares que se leen, sin querer, a un ritmo novelístico.