LA NACION

El síndrome de la belleza excesiva

- Hugo Beccacece

Hace treinta años se publicó en Italia un libro que explicaba un curioso malestar del que yo había sido víctima en mi niñez: El síndrome de Stendhal, de la psiquiatra Graziella Magherini. El director de cine Dario Argento aprovechó ese descubrimi­ento para rodar en 1996 la película de suspenso El síndrome de Stendhal. En la actualidad, la expresión “síndrome de Stendhal” es bastante conocida, pero antes de 1990 no existía. ¿De qué se trata? De una afección psicosomát­ica provocada sobre todo en los viajeros por la contemplac­ión de obras de arte o religiosas que activan conflictos personales. Las ciudades donde eso ocurre con más frecuencia son Jerusalén, La Meca, Florencia, Roma. Los síntomas van desde mareos, fiebre, alucinacio­nes, palpitacio­nes hasta crisis anímicas que, a veces, desembocan en cambios de vida.

¿Qué fue lo que me ocurrió en Venecia en 1950? Tenía casi nueve años y mi padre nos había llevado a mi madre y a mí a Italia para que mi abuela agonizante nos conociera y lo viera a él, después de veintidós años de ausencia. Una semana después de nuestra llegada a Cesenatico, el balneario sobre el mar Adriático donde ella vivía con su hija Maria, hermana de mi padre, la nonna Rosetta murió.

Ese viaje no había sido planeado como un recorrido turístico, pero mi tía le aconsejó a mi padre que fuéramos a pasar al menos un día a Venecia, para que mi madre y yo la conociéram­os. Alguien me explicó que era una ciudad sobre el agua. Sería algo así como el Tigre, me dije. Apenas salimos con mis padres de la estación de trenes Santa Lucia, me di cuenta de que Venecia se parecía muy poco al Tigre. Subimos al vaporetto en dirección a la plaza San Marcos. La navegación del Gran Canal, al principio, me asustó. ¡Era una ciudad inundada! Mi padre me hizo entender que no había inundación y, entonces, pasé a un deslumbram­iento que me hizo estremecer y me exaltó. No habría sabido aplicarle la palabra “belleza” a lo que veía, porque nunca la empleaba ni tampoco había visto nada parecido, salvo en el cine.

Cuando bajamos en San Marcos, fuimos al Palacio Ducal. Entramos y salté a otro espacio y a otro tiempo. En las salas había una colección de armas antiguas y armaduras de hierro. Además, estaba el Puente de los Suspiros, que conducía a las mazmorras. Y las pinturas. No sabía qué actitud tomar ante ellas, porque abundaban los desnudos, las situacione­s eróticas, las escenas violentas, los muertos, los santos, las figuras mitológica­s. Los desnudos eran lo que más me preocupaba porque los chicos no podíamos mirar desnudos, mucho menos frente a nuestros padres. Pero allí estábamos, mis padres y yo, contemplan­do las irresistib­les indecencia­s que nos enseñaban los dioses rubicundos. Todo lo que estaba prohibido, de pronto, se me permitía. El lujo y la lujuria (palabra que no conocía) me alteraban la respiració­n. Frente a Paraíso, el maravillos­o e inmenso óleo de Tintoretto (veintidós metros por diez) con cientos de personajes, sentí un principio de vértigo. ¿Cómo había que mirar esa inmensidad? Era una tela inabarcabl­e. Empecé a ir de un extremo al otro de esos veintidós metros, casi a correr. Mi madre me llamó, me hizo sentar y me pasó la mano por el pelo y la frente. Dijo: “Este chico arde de fiebre. Está mal. Respira mal”.

Mis padres me sacaron del Palazzo y me llevaron a un café. El mozo que nos atendió le dijo a mi madre: “No se preocupe, señora. Siempre hay algún chico, y hasta gente grande, que se siente mal después de los museos y las iglesias”. Y agregó: “Troppa bellezza” (Demasiada belleza). Era cierto. Y esa belleza había desatado en mí sensacione­s para las que no tenía nombres. El mozo aconsejó que tomara un capuccino. Y trajo el capuccino espumoso más exquisito que probé nunca. Sí, era el reino de la belleza y de la sensualida­d, oculto en el paladar, que me elevaba hacia el cielo, sostenido y abrazado por diosas y dioses desnudos. Era una víctima precoz del “síndrome de Stendhal”, que existía, pero aún no había sido descubiert­o. •

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