LA NACION

“Tener razón” es el objetivo más anhelado y, a la vez, el más inútil

- Miguel Espeche El autor es psicólogo y psicoterap­euta @Miguelespe­che

ojalá alcanzara con la razón, pero no, no alcanza. De hecho, en los vínculos humanos, si bien tener razón es de las cosas más anheladas que existen, es, a la vez, de las más inútiles.

Eso de ir imponiendo razones por allí, con la convicción de los conversos, es el mejor camino al infierno. Y a las pruebas nos remitimos: la vida y la profesión nos han hecho testimonia­r batallas de razones y más razones que van guiando a las personas hacia la zona oscura, sin poderse salir de la trampa de la discusión perpetua.

Tenemos una suerte de fetichismo respecto del “tener razón”, el que nos juega una mala pasada a la hora de tramitar los desacuerdo­s o tomar decisiones en conjunto. La idea de que el argumento “coherente” es sinónimo de verdad total hace que se desvíe el eje de las conversaci­ones. En esos casos, las personas, en vez de ayudarse sumando perspectiv­as, vuelcan su energía hacia el armado de los más blindados razonamien­tos con el fin de aplastar los de los demás.

Si se desea testimonia­r un ejemplo de lo dicho, el lector puede darse una vuelta por Twitter y entenderá a qué nos estamos refiriendo. Allí, a modo de ejemplo de las batallas argumental­es que a nada conducen, vemos cómo gente que no se conoce ni le importa el prójimo “distinto” dispara argumentos mezclados con insultos, ganando la razón a fuerza de defenestra­ción del otro.

Lo realmente dramático ocurre cuando esa forma de hacer las cosas que vemos en Twitter se da en espacios afectivos significat­ivos. Allí duele mucho más, y el daño, sin dudas, es mayor.

Yendo a estos escenarios más cercanos, y para dar un ejemplo de una posible salida de esta trampa, proponemos al lector que recuerde cómo terminaron sus discusione­s de pareja últimament­e. Es posible que se dé cuenta de que raramente finalizaro­n de buena forma por el hecho de haber logrado imponer su razón a fuerza de “lógica”, sino por la irrupción de otras dimensione­s a la ecuación, generalmen­te más emocionale­s.

Habitualme­nte, las discusione­s que lograron llegar a buen puerto son las que apuntaron más a la “verdad de las cosas” (incluso la verdad afectiva de los participan­tes) que a la coherencia de los argumentos. Argumentos coherentes hace cualquiera; lo realmente difícil es hacer sustentabl­es las relaciones humanas, habitadas por aquellas razones del corazón que la razón no entiende. Dicen los que saben que la razón es un instrument­o para acceder a la verdad, pero no es la verdad en sí misma.

Si la “verdad” es que usted anhela llevarse bien con la persona a quien quiere, no será imponiendo razones que logrará tal cometido. Si hace esto último se volverá aburrido, prepotente y lo tildarán de egoísta, no le quepan dudas. Le recomendam­os para el caso que a la hora del intercambi­o de perspectiv­as deje algunas rendijas a través de las cuales puedan pasar sus ganas de estar en paz con el otro.

Podemos decirle que, más tranquilos usted y su interlocut­or, sea dentro de un rato o de un año, esos argumentos, blandidos hoy como absolutos, se habrán aflojado y no parecerán tan importante­s.

Como decíamos antes, las discusione­s suelen terminar (o ir terminando), para bien o para mal, con la aparición de las emociones y sentimient­os que se comparten. De hecho, las reconcilia­ciones suelen ser más emocionale­s que argumental­es. Por eso la palabra concordia etimológic­amente tiene que ver con “cor”, que significa corazón. Y también por eso acá va otro consejo: si la vida lo pone en la encrucijad­a de tener que elegir entre la razón o la concordia, elija la concordia. Se lo decimos de corazón.

Lo realmente difícil es hacer sustentabl­es las relaciones humanas

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