LA NACION

Las voces que somos

- Pablo Gianera

No es una novedad que, de todos los sentidos, el oído es el más indefenso. Marcel duchamp, siempre pícaro, lo dijo de una manera bastante ingeniosa: el oído no tiene párpados. Eso explica que, con el sonido, a diferencia de la imagen, estemos siempre a la intemperie.

El escritor italiano Italo Calvino imaginó un libro de relatos dedicado a cada uno de los sentidos. La muerte le impidió terminarlo, pero tal vez no haya sido una casualidad que concluyera el del oído, y no el de la vista. El cuento se llama “Un rey a la escucha” (está recogido en

el volumen Bajo el sol jaguar y Luciano berio compuso sobre él una ópera que se estrenó hace poco en buenos Aires) y la trama es muy sencilla. El rey está solo en su trono, del que no puede moverse, por el temor acaso infundado de que lo maten o porque su condición real así lo impone. Todo lo que sabe lo sabe por el oído, y el día –cada día, todos los días– es un “calendario de sonidos”. “El palacio es la oreja del rey”, nos dice Calvino, cuyo rey habla siempre en segunda persona.

Pero esa trama es lo de menos. En cierto modo, el cuento es casi un ensayo sobre el acto de escuchar, aunque esa palabra –“acto”– parece implicar una voluntad impropia, dada justamente la pasividad del oído. La única actividad posible consiste en inventar la historia y el sentido que une un sonido con otro sonido. El cuento, además, es un ensayo sobre la voz, un ensayo que interrumpe el curso escaso de los hechos. Por ejemplo, el rey oye la voz de una mujer que canta. sobreviene entonces un pasaje que no conviene mutilar: “Esa voz viene segurament­e de una persona, única, irrepetibl­e como toda persona, pero una voz no es una persona, es algo suspendido en el aire, separado de la solidez de las cosas. También la voz es única e irrepetibl­e, pero tal vez de un modo diferente del de la persona: podrían, voz y persona, no parecerse. o bien parecerse de un modo secreto, que no se ve a primera vista: la voz podría ser el equivalent­e de todo lo más oculto y más verdadero de la persona. ¿Es otro tú sin cuerpo el que escucha esa voz sin cuerpo? Que la oigas realmente o la imagines da igual”.

Hay aquí una explicació­n para la incomodida­d, a veces el asco, que nos produce escuchar nuestra propia voz: acaso creemos que esa voz no se parece a nosotros, que es de otro; o acaso, para seguir la especulaci­ón de Calvino, el asco procede de que reconocemo­s en nosotros algo que nadie más nota, algo disimulado por el aspecto, la traza, la facha.

El compositor Peter Ablinger tiene una serie de piezas que llamó Voices and Piano. Cuando decidió incluir la de Morton Feldman, otro compositor, lo hizo guiado por la música que conocía de él. Cuando escuchó la voz, lo sorprendió descubrir que no tenía relación alguna con la voz que había inferido de la música. Finalmente, la voz tampoco transparen­ta aquello que hacemos.

Pero casi nada hay más reconocibl­e que la voz, y es sin embargo lo primero que olvidamos cuando alguien se muere.

Los versos finales del poema “La lluvia”, de borges, me parecieron siempre un poco ambiguos o enigmático­s: “La mojada/ Tarde me trae la voz, la voz deseada,/ de mi padre que vuelve y que no ha muerto”. Podría ser el padre el que vuelve, pero es mejor pensar que es la voz la que vuelve y la que no ha muerto. si opto por leer así es porque lo segundo supone lo primero: el padre vuelve porque vuelve la voz. Es allí, en ese sonido “único e irrepetibl­e”, donde el muerto volvería a la vida.

¿Cuántas voces recordamos? ¿Cuántas olvidamos? ¿Cuántas tuvimos que simplement­e imaginar? ¿Cómo habrá sido la voz que salió de la zarza ardiente?

dicen que el olfato y el oído es lo último que pierde el moribundo. El perfume y la voz es lo primero que los vivos extrañamos de los seres perdidos.

Es en ese sonido “único e irrepetibl­e” donde el muerto podría volver a la vida

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