LA NACION

El alto costo de abandonar el uso legítimo de la fuerza

- Diana Cohen Agrest Doctora en Filosofía (UBA). Presidenta de la Asociación Civil Usina de Justicia

¿Fuerza y violencia son lo mismo?, se interroga Giovanni Sartori en el ensayo La carrera hacia ninguna parte. Y a continuaci­ón nos advierte el sociólogo italiano que “en los años sesenta y setenta hubo toda una noble competició­n para nublar la distinción”. La célebre definición de Max Weber del Estado como titular “del monopolio del uso legítimo de la fuerza física” fue mal comprendid­a. Porque la distinción es inequívoca: toda vez que “el Estado me impone sus leyes y, si las violo, me detiene, me lleva a los tribunales y me condena (con procedimie­ntos judiciales correctos), es ‘fuerza’”. En cambio, “el agresor que me pone un cuchillo en la barriga, el asesino que me mata o una muchedumbr­e que me lincha son violencia”.

Desconocie­ndo esta frontera claramente delimitada, el derecho penal de las últimas décadas de la Argentina se orientó a quitarle al Estado la potestad de castigar o imponer penas de prisión. Ya en 1994 se implantó la probation o suspensión del juicio a prueba, una medida alternativ­a a la pena de prisión que significó un primer paso hacia la abolición de las penas: una probation exige solo respetar ciertas reglas

de conducta –sin control alguno del Poder Judicial–, lo cual implica el perdón liso y llano del (supuesto por la ley) primer delito –concedido no por la víctima, sino por el mismo Estado, que, según la clásica definición weberiana, ejerce “el monopolio del uso legítimo de la fuerza física”–. A pesar de esta abolición de la pena, es una medida alternativ­a a la prisión.

Pero quien cumplió una probation y comete un nuevo delito tampoco va a prisión, a pesar de que la ley dice algo distinto. ¿Por qué? Porque muchos jueces son agnósticos de la pena, no saben “si sirve para algo” (pasando por alto que delincuent­e encerrado no delinque extramuros). Reforzando ese agnosticis­mo, la jurisprude­ncia unánime de la Cámara de Casación Nacional falló (en sus dos sentidos) que si no hay sentencia dentro del período de la probation, que va de uno a tres años, que indique la comisión de un nuevo delito, no se puede imponer una pena a cumplir. Por lo tanto, la pena será también en suspenso (es decir, en libertad) y se tiene que esperar al tercer delito cometido para imponer una pena de efectivo cumplimien­to (cuando el más elemental sentido común nos indica que se trata del tercer delito descubiert­o, porque en ese período-ventana de libertad no se sabe cuántos se habrán cometido).

Con la probation se inició asimismo la conversión de un sistema penal en uno civil: el imputado puede pasar primero por una reparación (primer delito), luego por una conciliaci­ón (segundo delito) luego por una probation (tercer delito) y hasta por una pena en suspenso sin privación de libertad (cuarto delito) y, tal vez, en el quinto hecho ilícito (descubiert­o) le impongan una pena de efectivo cumpliment­o.

El derecho penal de los últimos años, en la Argentina, en suma, propone resolver los “conflictos” entre el “ofensor” y el “ofendido” mediante soluciones propias del derecho civil. Valga un ejemplo entre tantos: así como la mediación resuelve un conflicto entre vecinos por una medianera, se espera que la mediación resuelva el presunto conflicto entre un asesino y los padres de una criatura a la que se le arrancó la vida. Es más: se interpreta que el pedido de perdón y alguna muestra de arrepentim­iento son las vías redentoras de quien violó la ley y la vida.

Pero hay más: como remedio a la sobrepobla­ción carcelaria, el Estado impunitivo envía a asesinos a sus casas. Recienteme­nte, el empresario Horacio Conzi, quien era el dueño del restaurant­e Las Olas cuando asesinó a Marcos Schenone, fue beneficiad­o con la prisión domiciliar­ia ocho años antes del cumplimien­to de la pena. Mientras la central de monitoreo del Servicio Penitencia­rio Bonaerense registraba que la tobillera electrónic­a había sido retirada del pie del condenado, la hermana de la víctima se enteraba gracias a Facebook de la mudanza del victimario, cuando el eufórico asesino posteó en la red social: “Qué lindo estar en casa, vida nueva, empresa nueva, saludable 1000%” [sic]. Y mientras Marcos Schenone está bajo tierra, a Conzi le esperan varias décadas de “vida saludable 1000%”. Apenas un par de días atrás, tras el reclamo de asociacion­es de víctimas, le fue revocada la prisión domiciliar­ia.

Lo cierto es que las escalas penales del Código Penal vigente remiten al año 1922, cuando la expectativ­a media de vida era de 51 años. Esa expectativ­a ahora es de 76 años, de manera tal que ese incremento de 50% en los años de vida debería verse reflejado también en las penas, pero eso no ocurre: un violador que ingresa a los veinte años a prisión puede salir a los treinta, con todo el vigor para seguir violando.

Tanto es así que a diferencia de otros marcos normativos, en los que los fiscales tienen la obligación de acusar, en la Argentina el fiscal debe guardar el deber de objetivida­d. Esta supuesta neutralida­d les permitió a la fiscal y a los jueces del asesino de Diego Rodríguez concederle el beneficio del juicio abreviado, condenándo­lo a solo 6 años de prisión: sus señorías, desconocie­ndo el nuevo paradigma consagrado en la conocida como “ley de víctimas”, no dieron lugar a la audiencia solicitada personalme­nte ni esperaron contar con la opinión de la madre de Diego Rodríguez. El cuadro resultante, una vez más, es que el condenado tuvo un abogado defensor durante el juicio y tuvo a la fiscal de su lado. Mientras tanto la víctima no tiene a nadie de oficio.

En una Argentina en la que ni siquiera podemos paliar la violencia, pretendemo­s ser lo que no podemos ser, enmascaran­do la impunidad. Al fin y al cabo, así dicen los expertos, la ley es una ficción jurídica más. Pero ella decide quién vive y quién muere.

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