LA NACION

“Fui a París porque quería vivir en un cuento de Cortázar”

El gran tenor mexicano radicado en Francia pasó por Buenos Aires para cantar en el Festival Barenboim

- Textos Mauro Apicella | Fotos Alejandro Guyot

El tenor Rolando Villazón sale del ascensor del hotel donde está alojado cantando los versos de un tango; casi un paso de comedia con escenograf­ía propia porque la ventana del salón tiene una vista privilegia­da a la avenida 9 de Julio y el Obelisco. Pero no es eso lo que lo pone en “modo porteño”, sino el hecho de que junto al pianista y director Daniel Barenboim debieron

cambiar dos veces el horario de ensayo para el recital de piano y voz con obras de compositor­es españoles y latinoamer­icanos que ofrecieron ayer, en el CCK. Fue para el Festival Barenboim, que se desarrolla hasta el próximo viernes, con la participac­ión de la Divan Orchestra y solistas como Martha Argerich y Anne Sophie Mutter.

Esto se puede definir de dos maneras. La primera es decir que estas cosas en Europa no pasan; la otra es apelar (por la adrenalina y el vértigo tan vital de corregir sobre la marcha la preparació­n de una actuación del Festival Barenboim) a aquella vieja frases que sentencia: “En Europa no se consigue”. Por virtud o por defecto, el mexicano Villazón y el argentino Barenboim (dos artistas que llevan décadas radicados en Europa) están en “modo argentino”.

Villazón es, a los 47, uno de los tenores más importante­s del mundo. Y eso es resultado de muchas cosas. De que, de niño, cantaba en la ducha y alguien le sugirió que estudiara canto lírico. De su propio talento. De que, a mediados de la década pasada, tocara la cima de su popularida­d con una versión de La Traviata para el festival de Salzburgo, junto a una diva de su generación, Anna Netrebko, con quien creó una apasionada dupla que, además de buena química entre ambos, puso presente y futuro para la escena de la lírica mundial.

Lo que hoy es Villazón también fue producto de una afección vocal que lo apartó de los escenarios por casi un año, cuando estaba en la cúspide de su fama, y lo obligó a una valiosa introspecc­ión. Aquello le permitió escribir un libro que conectaba a la filosofía con el mundo de los payasos, lo dejó volver a ser el payaso “Rollo”, que era en su adolescenc­ia y también a participar en una fundación de “narices rojas” que lleva un poco de alegría a los niños internados en hospitales. Le permitió disfrutar un poco más de su esposa y sus dos hijos.

La vuelta al canto lo puso otra vez en la primera línea de la actividad lírica, con roles importante­s en las temporadas operística­s europeas; también despertó la avidez por desarrolla­r otra de sus pasiones, la puesta en escena de óperas.

Habla cinco idiomas (“todos mal”, según sus palabras). Vive en París, ciudad que eligió hace casi veinte años, por una razón que podría sonar a demagogia en los oídos de un periodista porteño. “Como cantante de ópera, en Europa tienes la libertad de decidir donde quieres vivir. Estábamos entre Berlín, París y Barcelona. Esto que te digo es verdad, fui a París porque yo tenía ganas de vivir en la página de un libro de Cortázar. Incluso hasta el día de hoy me pasa. Crecí leyendo a Cortázar, 62 modelo para armar es la que más me gusta y pasa en París”.

Entonces debería ir a la Galería Güemes, esa que está a un par de cuadras del hotel y que en un cuento de Cortázar se conecta con la Galerie Vivienne, de París. “Ese cuento es «El otro cielo». Voy a tener que ir”, responde rápidament­e. Tal vez tenga un rato luego del “Encuentro de reflexión con Barenboim, de hoy, a las 11, en el CCK, que titularon: “El intérprete como recreador de la obra”.

–Y el recital que programaro­n para ofrecer juntos es una especie de lieder hispano-criollo ¿Cierto?

–Es un recital que lo presenté con una pianista en Salzburgo, Zúrich, Múnich y otras ciudades, pero es la primera vez que lo hago en un lugar donde todo el mundo va a entender lo que canto. Me da gusto este contacto directo. Y con Barenboim, con quien hice varios recitales. Me dirigió muchísimas veces. Lo conozco desde 1999, es un amigo querido y un maestro. La primera vez que él dirigió y yo canté Carmen fue una versión que hicimos juntos. También hicimos La Traviata, Juliette, ou La clé des songes, de Martinu, zarzuela, réquiem, tangos, y ahora me invitó y dije: para él, lo que sea. Estuve hace dos años aquí pero de vacaciones: Buenos Aires, Iguazú, Calafate y Ushuaia. Este es mi debut como cantante.

–¿Para qué público cantás? Tu generación, que es también la de Netrebko y Jonas Kaufmann, tiene un desafío mayor que del un tenor o una soprano de hace cincuenta años porque hoy no tienen audiencias tan cautivas en la lírica.

–No sé si es más desafío. Aunque es cierto que, en comparació­n, la hiperinfor­mación de que todo se sabe no ocurría hace 80 años. También hay hoy un desafío para el crítico en un mundo tan poblado de opiniones. En cuanto a quién le canto, yo le canto al público sin poner juicio moral. El arte es importante por eso. En las angustias, las alegrías y las desesperac­iones todos somos iguales. Un recital son pequeñas historias en dos minutos; compactas formas operística­s.

–Qué sacaste de positivo de haber tenido que dejar de cantar, por cuestiones de salud, en el pico de tu carrera.

–Cuando empieza a suceder el éxito descomunal, veloz, impresiona­nte, maravillos­o y peligroso al mismo tiempo tenía que estar atento para no quedar encerrado en la figura del tenor famoso. Yo no soñé con ser cantante de ópera. Decir “soy periodista” es limitarte. De eso vives y te encanta, pero la vida de uno es mucho más que eso. El parón que me puso la naturaleza y la genética fue una oportunida­d de reflexión que hoy sigo viviendo, diez años después, no como un período feliz, porque fue dramático, pero sí importante y profundo. La frase con la que me rijo es de T. S. Eliot, del poema Ash Wednesday: “I rejoice, having to construct something, upon which to rejoice”. Me regocijo de construir algo de lo cual regocijarm­e. Creo que de eso se trata; qué tienes delante de ti, cuál es tu realidad y qué tienes que hacer. Ese año me puse a leer mucha filosofía e historias de payasos. Pensé en muchas otras cosas. Tarde tres meses para poder volver a hablar. Y lo que quería era volver a cantar, no necesariam­ente de manera profesiona­l. Eso te hacer revalorar muchas cosas. Haber salido de ciertos moldes que, entre comillas, no era para mí, como Monteverdi y la música barroca. Eso me abrió a una visión de la música y de lo que hago sin juzgarme de acuerdo a ciertos moldes, a juicios externos. Los años siguientes fueron la lucha por liberarme del juicio de los otros y del propio.

–La liberación supongo que no te la da la certeza de cantar “Una furtiva lágrima” sino ponerte una nariz de payaso.

–Sí, aunque no solo eso. La filosofía del payaso es extraordin­aria. El payaso libera porque no le tiene miedo al ridículo, crece en el caos y en la incertidum­bre, rompe las reglas, comete estupidece­s pero construye con nuevas reglas. Y triunfa. La rutina de un gran payaso termina en una situación absolutame­nte poética. Al romper todo eso se encuentra la poesía.

–¿Seguís trabajando con la ONG austríaca Rote Nasen? –Sigo siendo embajador de los narices rojas. Cuando estoy en Berlín los llamo y, si se puede, voy a un hospital. No es cuando se le ocurre a Rolando porque ellos tienen un ritmo que debo respetar. Cuando voy lo hago más por mi alegría de participar y de ser el doctor Rollo. Mi labor es más la de arrojar luz a esta institució­n. Hacer conciertos a beneficio, por ejemplo. Galas para recaudar fondos. Y cuando puedo hago algunas visitas al hospital. –¿Cuáles son los desafíos de repertorio que buscás?

–Tengo un sí a la vida y a lo que viene. Era muy ignorante de la ópera cuando empecé a cantar. Cuando me ofrecen Parpignol, mi primer papelito, yo ya estaba en el Conservato­rio y todavía no había escuchado La Bohème. A ese punto. Y a la fecha, sigo descubrien­do afortunada­mente mucho repertorio. Me concentro mucho en Mozart, soy un enamorado desde que canté Don Octtavio [de Don Giovanni] por primera vez, en 2010. Ahora estoy haciendo Peleas y Melisande, el año que viene vuelvo a hacer [Eugenio] Oneguin y más adelante Edgardo, que me gusta mucho [el personaje de Lucia de Lamermoor, que interpretó en el MET en 2009, antes de que se agravaran los problemas de salud vocal]. Ahora, a mis 47 años, no es “lo que tendría que cantar” sino “lo que tengo ganas de cantar”. Pero atención, cuando hablo del repertorio que no debería cantar me refiero a qué es lo que se dice que yo no debería hacer.

–Sí. Lo entendí de esa manera. –Don Carlo, por ejemplo, es el personaje perfecto para un tenor lírico que pretende ser dramático. Hay otros repertorio­s que son más peligrosos de hacer durante mucho tiempo y, sin embargo, de eso no se dice mucho. Peligroso puede ser Mozart o Monteverdi, increíblem­ente, por la manera de colocar la voz. Me encanta descubrir repertorio. No siempre se gana. También acepto el posible encontrona­zo artístico. Del repertorio contemporá­neo hice South Pole [del checo Miroslav Srnka] escrita para mí, con Thomas Hampson, que me costó la vida aprender. Estoy abierto a las sorpresas de mi propio hambre artístico. Hay obras del concierto con Barenboim que no se encuentran ni en Youtube. Descubrir y rescatar es algo que aprendí de mi querida amiga y colega Cecilia Bartoli. Ella hizo así su propia carrera y, eso, a mí me inspira mucho.

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