LA NACION

“Mi problema fue poder reconstrui­r la autoestima”

Vivió en la calle, protagoniz­ó la película El Polaquito y ahora ganó popularida­d gracias al personaje de César, el querible líder de la banda Sub-21 en la serie El marginal

- Texto Juan Manuel Strassburg­uer | Foto Diego Spivacow / AFV

Una selfie. Y otra. Y otra más. Con la tercera temporada de El marginal en el aire (los martes a las 21 por la Televisión Pública) es difícil entrevista­r a Abel Ayala en una estación de servicio sin que se multipliqu­en los pedidos para sacarse una foto con él. El actor que encarna a César, el querible líder de la Sub-21 en la serie carcelaria producida por Sebastián Ortega, se presta con una sonrisa a cada solicitud. “Lo estoy disfrutand­o –dice–. Me encanta el reconocimi­ento de la gente, cómo pegaron los personajes, que el programa se vea afuera”, agrega quien se hizo conocido con El Polaquito, la recordada película sobre un chico de la calle que replicaba en parte su propia historia: la de un nene que

vive en la estación Constituci­ón. “Fue duro”, suele contar Abel sobre aquellos años, previo a recalar en un hogar de Moreno donde justamente lo descubrió Juan Carlos Desanzo, director de El Polaquito (2003).

“Vino un día y preguntó quién tenía ganas de participar de un casting para una película. En seguida levanté la mano. De caradura. No tenía idea de lo que me iba a significar. Ahí empecé a vincularme con otra gente, otros perfumes”. Desde entonces se las arregló para mantenerse en el radar: fue Guachín Carrasco en Sos mi hombre (la novela de Luciano Castro y Celeste Cid), acompañó a Julio Chavez en el unitario El maestro, coprotagon­izó películas con figuras como Ricardo Darín y desde 2016 comanda la rebelión contra los Borges en El marginal.

–César, tu personaje, es muy fiel a los códigos. Da la sensación de que es un rasgo que comparten. –Sí, soy una persona que en general trato de honrar la palabra. Es muy importante porque cuando tu palabra no tiene valor, se pierde la confianza. Y yo intento vivir sobre esos valores. Igual obvio que me encantaría hacer un personaje garca, mentiroso. Pero es cierto que me gusta laburar sobre esos valores. Si hay algo en lo que hago énfasis en mi vida es en no desviarme de ese camino.

–¿Algún ejemplo reciente? –Hace poco le dije y prometí a mi abuela, la que me crio antes de que me fuera a vivir a la calle, que la iba a ir a visitar y llevarle algunas cosas. Pero justo ese domingo me estaba ganando la vagancia. Esa cosa de superpanch­o que decís: “Ya fue, quedate”. Pero después pensé: “No. Ya se lo dijiste. Te está esperando”. Podría haberle pospuesto y no pasaba nada. Qué me va a decir. Pero bueno, levanté el teléfono y armé una flota de gente que quería colaborar. Llevamos estufas, frazadas, camperas, pantalones, comida. Todas cosas que necesitaba­n para ellos y el resto del barrio.

–Solés remarcar que al revés de lo que muchos creen tus días en el hogar fueron felices. ¿Qué cosas te hicieron feliz? –Muchas. Imaginate vivir junto con otros cuarenta pibes con los que todos los días jugás a la pelota, a las bolitas, a las piñas (risas). Era un flash, era muy hermoso. Aprendí muchas cosas.

–¿Por ejemplo?

–A ser disciplina­do, a ser ordenado, a respetar las reglas, a tener horarios. Muchas veces los pibes llegaban de la calle como animales salvajes y ahí había que empezar a domesticar­se de a poquito. Yo cuando vivía en la calle dormía a cualquier hora. A las tres, a las cuatro, a las cinco. Pero ahí a las diez había que estar en la cama. Eso fue duro. También había que ir sí o sí a la escuela. Si la abandonaba­s tenías que irte del hogar. Si te agarrabas a piñas te ponían a lavar los platos una semana. Había uno que era remalo, que si perdía a las bolitas te cagaba a piñas. Ese se la pasaba lavando los platos (risas). –¿Cómo se divertían?

–A la vuelta había una cancha de fútbol y los sábados y domingos íbamos a jugar ahí. También podías visitar a tu familia o quedarte. A los más chicos nos daban dos pesos y a los más grandes, cinco. Te dejaban salir desde las tres o cuatro después de comer y hasta las siete de la tarde. Jugábamos a la pelota, hacíamos mundialito­s.

–¿Cómo eras jugando?

–Era un crack (risas). Muy gambeteado­r. Estilo Orteguita, que se ataba la pelota al pie. Medio comilón. Me gustaba lucirme. Fue muy linda esa época. Por eso yo digo que conozco mucha historia de gente que no vivió en la calle o no pasó por un hogar pero se ahoga en un vaso de agua, no sabe disfrutar lo que consiguió. Para mí eso sí es trágico.

–Y con las chicas del hogar, ¿cómo era la relación?

–Ellas vivían en otro hogar, a tres cuadras del nuestro. Nos visitábamo­s. En verano íbamos juntos a la pileta. Y había un cartel enorme en el comedor que avisaba que no se podía tener sexo. Y se cumplía. Aunque a veces ocurría igual. Y se armaba tremendo quilombo. Te encerraban en el comedor y había que hablar como dos horas. Un garrón. Yo rompí un par de reglas (risas). –¿Cómo tomaron en el hogar tu reconocimi­ento con El Polaquito?

–Muy normal. Apenas volvía de grabar me decían: “Andá a bañarte, cortate las uñas, dormí”. No me dejaban ser distinto. Eso me dolió, pero al final pienso que me ayudó. –Para no creértela.

–Sí. Igual me la creía mal.

Te lo juro.

–¿En qué?

–¡Era resoberbio! (risas)

–¿Y hasta cuándo te duró?

–Me costó verlo. Hasta los veintiún años, seguro. Recuerdo que cuando volví de Europa, de mi primer viaje, una coordinado­ra que era muy buena, Mirtha Quinteros, me dijo: “Bueno, listo, ya está, ¿no?”. Me bajó de un copete mal. Porque yo esperaba que me endulzara un poco. Pero no. Era natural que te la creyeras. No era loco que se te desordenar­an un poco los patitos. Pensá que venís de la calle y de repente te mandan en ticket de primera al Festival de San Sebastián. Te sentís una estrella. Aunque igual algunas cosas no las superás así nomás. Recuerdo que me hospedaron en un hotel recontra increíble y que al final de la estadía les escribí una carta a los miembros del Comité de Selección, que al día de hoy son mis amigos, diciéndole­s que no había consumido nada para que ellos no entraran en gastos. Mirá lo que era la mente de un pibe de la calle. Se murieron de amor.

–Después de El Polaquito lograste mantenerte en la tele y el cine.

–Sí. Tuve mucha buena estrella. Mi problema no era la falta de oportunida­des sino el poder reconstrui­r la autoestima. Superar el miedo a que terminase.

–El fantasma de volver a lo de antes.

–Sí. No me quería ilusionar por miedo a caerme. Pero con ese no ilusionart­e tampoco crecía.

–¿Y cuando hiciste el clic?

–A los 21, cuando fui papá. No tuve otra alternativ­a que crecer. –¿Cómo influye tu infancia a la hora de ser padre?

–Y... juega un papel importante. Funciona de espejo. Hace poco me pasó que una compañerit­a le dijo una cosa fea a Paloma, mi hija mayor, de seis, y a la salida la encontré llorando. “Qué pasa, hija”, le digo. “Tal nena me dijo esto”. “¿Y vos qué le dijiste?”. “Nada”. “¿Cómo nada? Vamos”, le dije, tomándola de la mano, y fuimos a donde estaba la nena y la madre. Al principio dudé de comentar algo y me puse colorado. Pero después, con cuidado y tomando en cuenta su edad, le pregunté: “¿Vos le dijiste a Paloma esto y aquello? Bueno, te voy a pedir que no lo hagas más porque si no Paloma se siente mal”. Y a partir de ahí cambió la actitud. Yo quería que mi hija viera a su papá haciendo lo que después quiero que haga por ella misma. Mucha gente cree que ser padre es dar de comer nada más. Pero no. Es hacerte sentir que no estás solo.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina