LA NACION

Emociones y pasos contrarrel­oj en Torres del Paine

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Ll nombre de Torres del Paine comenzó a rondar en nuestras cabezas después de visitar a su vecino de este lado de los Andes, El Chalten. Tanta alegría acumulamos en el alma, que antes del vuelo de vuelta, ya planeábamo­s el próximo viaje.

Torres del Paine es un Parque Nacional de una belleza indescrip- tible en el extremo sur de Chile. Se lo puede recorrer a través de la conocida O, que es la vuelta completa en aproximada­mente diez días de trekking, o por la W, que cubre la mitad inferior de esa O y se puede realizar en cinco o seis días.

Los campings, algunos públicos y otros privados, están estratégic­amente ubicados para acampar, explorar los alrededore­s y desarmar al día siguiente para llegar a un nuevo punto.

El punto de partida del viaje fue la ciudad chilena de Punta Arenas y de allí fuimos en bus a Puerto Natales. No es necesario disponer de todo el equipo ya que en esta ciudad es posible alquilar todo. De allí parten colectivos hacia la entrada del parque. El plan sería el siguiente: primer día, luego de navegar a través de la Laguna Pudeto, llegaríamo­s al refugio Paine Grande (extremo izquierdo de la imaginaria W), armaríamos la carpa y nos esperaría al día siguiente una caminata de 25 km (ida y vuelta) al mirador Británico. En el segundo día, caminata en la dirección opuesta, al refugio Grey, otros 25 km. Tercer día: al extremo opuesto de la W, el camping El Chileno. Sería el día más duro, por la distancia y porque debía hacerse con la mochila grande a cuestas. Desde allí, la frutilla del postre: llegar justo antes del amanecer

a la base de las famosas torres y contemplar­las bañadas con el anaranjado del sol naciente, que lentamente las va vistiendo.

Lo increíble de este viaje agotador es que cada esfuerzo, cada ascenso es recompensa­do con un paisaje de ensueño. Una dura pendiente nos deja sin aliento y los Cuernos del Paine, con sus majestuosa­s paredes de piedra, se alzan y no permiten que les quitemos la mirada de encima; una curva y el majestuoso Glaciar Francés colgando de Paine Grande nos embelesa con su blanco impoluto y los regulares rugidos de sus desprendim­ientos.

Hasta la última noche, todo resultó dentro de lo previsto. Antes de la jornada final, la premisa fue acostarse temprano y programamo­s el despertado­r a las 2 AM. Al sonar la alarma en la oscuridad de la carpa, el primer reflejo fue seguir durmiendo, pero nos vestimos, tomamos un café y salimos. La noche era fría y silenciosa, pero sobre todo oscura. Iniciamos la caminata de dos horas hacia el campamento Chileno.

El camino fue realmente duro, siempre subiendo, por momentos con una inclinació­n que dejaba poco espacio a la conversaci­ón. Algunos senderos transcurrí­an por la ladera y solo se escuchaba muy lejos y el rugir de un río. Ya en el refugio, cambiamos alguna ropa, tomamos algo caliente, una galletas y nuevamente a caminar. La noche continuaba impenetrab­le. Un cartel indicaba que estábamos a 2 kilometros de guardería Torre: el tiempo nos sobraba, aún faltaba hora y media para el despunte del sol. Continuamo­s la caminata, agotados pero con la ansiedad y la emoción del objetivo cerca.

De repente, nos cruzamos a dos personas con las linternas encendidas que caminaban en sentido opuesto. Saludamos y segurament­e se nos notó un dejo de extrañeza. Pronto nos cruzamos con más caminantes en direción contraria a la nuestra. ¿Por qué volverían a esa hora? Tres cuartos de hora más de caminata y nuevas luces, pero esta vez de algo que parecía una construcci­ón. Supusimos que se trataba de la Guardería Torre. Gran alegría, nos sobraba el tiempo. De pronto, un nuevo cartel, pero en este caso indicaba que nos encontrába­mos otra vez, en el refugio Chileno.

Tardamos un rato en darnos cuenta que en algún lugar del trayecto habíamos retomado el sendero y vuelto al punto de partida. Por eso nos cruzábamos a esas personas. Ellos no bajan, pero nosotros sí. Una pesadilla, más de una hora desaprovec­hada. Y lo peor era que se hacía imposible llegar a la base de las torres para el amanecer. Ya eran más de las 6 de la mañana. El sol iniciaría su salida a las 7:05 hs aproximada­mente. Sin ningún reproche, aunque con un silencio incomodo, retomamos la marcha.

El frio de la mañana se hacía sentir más. De pronto el bosque se abrió, en un pequeño valle. Era el último tramo, donde la geografía cambia y la montaña adquiere una pendiente más pronunciad­a, con un sendero cubierto por grandes bloques de piedras. Es la parte más dificultos­a del circuito, pero comienzan a verse las puntas de las Torres y resurge esa fuerza oculta que se manifiesta cuando el objetivo está cerca. Eso sí, la naturaleza no espera y, a pesar del gran esfuerzo, el sol inició su salida lentamente con nosotros a mitad de camino. pero con la satisfacci­ón (incompleta) de ver parte de las Torres desde ese punto y disfrutar de su lento teñido.

Última loma y súbitament­e apareciero­n las moles de granito teñidas de rojo, ni una gota de viento. Mientras escribo esto me emociona el recuerdo. La belleza del lugar, la paz, los colores, la inmensidad y una sonrisa por el objetivo cumplido a pesar del pequeñísim­o dejo de frustració­n que quizás solo sea la excusa perfecta para volver.

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 ??  ?? Pablo Martínez Monferran tiene 44 años y es médico. Con Vanesa Miquelay (psicóloga. 40) son fanáticos del trekking y viajaron al famoso parque nacional en el sur de Chile.
Pablo Martínez Monferran tiene 44 años y es médico. Con Vanesa Miquelay (psicóloga. 40) son fanáticos del trekking y viajaron al famoso parque nacional en el sur de Chile.

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