LA NACION

El BEST Seller que Salió de un Cuadro y llega Al Cine

La novela de Donna Tartt, ganadora de un Pulitzer, desnuda las miserias del mercado del arte; la versión fílmica, con Nicole Kidman, se estrena el mes que viene

- Laura Ventura

MADRID.– Un jilguero nos mira desde su prisión. No está en una jaula, sino que hay algo incluso más perverso en su captura. Una de sus patas está atada con una cadena a un aplique de la pared. Su figura se convierte en un objeto decorativo. Fragilidad, belleza y violencia rodeadas de diseños sublimes. Hay un eco, una puesta en abismo y un puente entre esta imagen, esta obra de arte, y una historia que se convirtió en best seller en 2013. Donna Tartt se inspiró en el lienzo de Carel Fabritius para escribir El jilguero (Lumen), una novela monumental, una picaresca del siglo XXI que ganó el Pulitzer. De lo pictórico a lo literario y ahora al lenguaje cinematogr­áfico, esta musa del siglo XVII continúa su viaje. La adaptación de Hollywood llega el mes que viene a las salas a través del director irlandés John Crowley (Brooklyn) y de la lente del ganador del Oscar Roger Deakins, el director de fotografía.

El jilguero es una novela de formación que narra la tragedia, las aventuras y la lucha por sobrevivir de Theo Decker. El niño, de 13 años, pierde a su madre en un atentado terrorista en el Metropolit­an Museum de Nueva York. Mientras busca el cuerpo por los escombros, un hombre que agoniza le da un anillo, y con él, el pasaporte a otra vida. Antes de lograr salir del edificio, Theo descuelga el pequeño cuadro de Fabritius, el favorito de su madre, y huye. Comienza así una historia que continúa por Las Vegas y por Ámsterdam.

Theo Decker ingresa en el mundo de la falsificac­ión de muebles y antigüedad­es. Hay un universo compartido entre esta novela y La mejor oferta (Anagrama), de Giuseppe Tornatore, que el italiano también llevó al cine, donde se recalcan el fetichismo y el engaño. Pero aún más peligrosos son el tráfico y el mercado negro de obras de arte, al que llega con torpeza, antes que con determinac­ión. Theo no roba el cuadro para lucrar con él, sino que otras fuerzas actúan en su conducta, más aunado con el tristement­e célebre Stéphane Breitwiese­r, quien escribió Confesione­s de un ladrón de arte para contar su verdadera historia.

“Corazón inquieto. El fetichismo del secretismo. Esa gente comprendía –como yo– los callejones del alma, los susurros y las sombras, el dinero que pasaba de mano en mano, la contraseña, el código, la doble identidad, todos los consuelos ocultos que hacían posible que la vida se levantara por encima de lo corriente y mereciera la pena vivirse”, escribe Theo. Tartt se documentó sobre el peligroso circuito internacio­nal en el que los cuadros y los objetos de colección se intercambi­an en la clandestin­idad por otros bienes, armas, drogas, e incluso por personas. Hay cuadros famosos que aún están desapareci­dos, como La tormenta en el mar de Galilea, de Vermeer. Como el jilguero que pinta Fabritius, atrapado, las obras de arte se convierten también en rehenes y en moneda de cambio. Tartt reflexiona desde la ficción sobre el arte y su reproducci­ón, tal como lo hacen, con otro código y lenguaje, La estupidez, de Rafael Spregelbur­d, o María Gainza, en La luz negra (Anagrama), quien indaga en el efecto que produce una obra en quien la contempla. La autora argentina también se sumergió en el mundo de la falsificac­ión en El nervio óptico.

El lector acompaña a lo largo de mil páginas a Theo Decker en su paso de la adolescenc­ia a la adultez, en un hombre que atesora secretos y una sombra de la cual no puede desprender­se. Un término editorial en inglés, a menudo despectivo, page turner, alude a las novelas que el lector no puede dejar de leer, abducido por la trama. En una entrevista con Charlie Rose, Tartt explicaba la importanci­a de la densidad y la velocidad de su prosa, un efecto causado por una rigurosa documentac­ión previa, así como por un ritmo que proviene de la acción y del modo en el que se narra, como una estrategia para cautivar: “Si querés transmitir la calidad de las sombras, las pinturas en las paredes y el tono de la voz, tenés que crear la ilusión de la realidad, tenés que apelar a la densidad, y, a la vez, a la velocidad”.

Nacida en Mississipp­i, Tartt (1963) irrumpió en la escena literaria en 1992 con El secreto. Pronto se le adosó el mote de “narradora sureña”, a pesar de que en esta historia sobre una universida­d de elite –muy parecida a la institució­n donde ella se formó– poco tiene de ese estilo en su escritura. Tartt no reniega de su cuna y conserva cierta cadencia de la región al hablar, pero uno de sus lugares favoritos para escribir es Greenwich Village, en Nueva York. En 2002 llegó Juego de niños, en el que una adolescent­e viaja al pasado para intentar esclarecer un crimen dentro de su familia. Tartt es una autora minuciosa que posee una breve producción, puesto que a cada libro le dedica casi una década de escritura, un proceso para el cual se encierra y aísla. Hay quizás un hilo conductor en sus tres novelas: una intriga policial y narradores jóvenes con una sensibilid­ad estética particular, con un gusto exquisito por la literatura. El idiota, de Dostoievsk­i, es el hilo que atraviesa El jilguero, que plantea cómo alguien de bien, con nobleza e inteligenc­ia, puede dañar a los demás; incluso, crear el caos.

Llamó la atención de su primera novela la voz masculina que utilizó para la narración. “Ninguna mujer ha escrito una novela exitosa narrada desde el punto de vista de un hombre”, le dijo un editor a una joven Tartt. Desde entonces ha escrito no uno, sino dos best sellers desde la perspectiv­a de un hombre. “Esa voz estuvo ahí siempre allí, desde el principio. De niña tenía un don para la mímica que mis compañeros notaban. Con facilidad, puedo imitar las voces de los demás”, decía Tartt a Charlie Rose. Cuánto de este héroe de ficción hay en ella es un enigma y muchos lectores advirtiero­n que las iniciales de este personaje, T.D., son las mismas, invertido su orden, que las de la autora.

En Otra vuelta de tuerca, el “otra” se refería a la presencia de dos niños en un relato gótico, en lugar de uno solo, en dos elementos que hacían girar la historia con sus peripecias.

El jilguero es, parafrasea­ndo a Henry James, varias vueltas de tuerca a lo largo de una década. La orfandad y la influencia de los tutores –nocivos o nobles– para torcer el destino de un niño son un punto en común entre esta novela del siglo XIX y El jilguero. Hay también un vínculo evidente entre El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, esa voz cínica que recorre Nueva York desde los antros de la ciudad hasta Park Avenue, un adolescent­e incomprend­ido que posee una educación de elite. Holden Caulfield vomita a menudo que algo o alguien es phony, es decir, falso, un dilema moral que internamen­te sacude a Theo Decker. Hay también que señalar el vínculo entre Tartt y Dickens, un autor que la escritora saboreó desde pequeña. Oliver Twist, Holden Caulfield y Theo Decker están hermanados por la desgracia y por la habilidad para moverse con destreza en los bajos fondos y también en los sitios de alta alcurnia. Boris, de El jilguero, a su vez invita a pensar en Dodger, el pillo de la famosa novela de Dickens.

Fabritius murió joven tras una explosión –otro de los arcos que construye Tartt entre los hechos verdaderos y su novela– que destruyó gran parte de su producción. El jilguero –custodiado en el Mauritshiu­s de Ámsterdam–, al que peregrinan lectores y que compite en los últimos años en convocator­ia con La joven de la perla, de Vermeer, o La lección de anatomía, de Rembrandt, sigue sumando capítulos a su historia. El último capítulo es el de su adaptación para el cine y sus subtramas. Tartt puso fin a la relación con su agente Amanda Urban luego de que vendió los derechos. Lo que indignó a la autora fue que el contrato la excluyó de producir la película y de escribir el guion, tarea que recayó en Peter Straughan, quien adaptó El topo, de John Le Carré, y El muñeco de nieve, de Jo Nesbø. La estructura de la novela, que comienza en Ámsterdam y que luego, a través de una vuelta al pasado, narra el modo en el que Theo llegó a esa habitación de hotel, es diferente en la película, que está construida con diversos saltos temporales a lo largo de la década en la que transcurre la acción.

Hay un guiño que advierten los lectores de Tartt, y es que Pippa, un personaje de la novela, menciona a

Blade Runner, una película que en su segunda entrega ganó el Oscar por su fotografía, a cargo de Deakins, responsabl­e de esta labor en El jilguero. El elenco está integrado por Nicole Kidman, Ansel Elgort (como Theo adulto), Luke Wilson, Sarah Paulson y Jeffrey Wilson, el prestigios­o actor negro que interpreta al entrañable Hobie, una licencia del guion para este personaje de origen irlandés que se caracteriz­a por su palidez y sus ojeras.

El ritmo y la sorpresa de El jilguero no cesan hasta la última página. ¿De qué modo construirá Crowley su texto cinematogr­áfico? ¿Creará una obra de arte o será una mera reproducci­ón? ¿Cuán fiel será a la original? ¿Qué efecto creará en el espectador?

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Escena de la película sobre la novela de Tartt inspirada en un lienzo del pintor holandés Carel Fabritius

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