LA NACION

Clásica. Martha Argerich, en su punto más alto de excelencia, repitió sus milagros en el CCK

director: Daniel Barenboim. solista: Martha Argerich, piano. progra ma: Schubert: Sinfonía Nº 8, D.759, “Inconclusa”; Chaikovski: Concierto para piano y orquesta Nº 1, op. 23; Lutoslawsk­i: Concierto para orquesta. Auditorio Nacional del CCK.

- Orquesta West-eastern Divan Pablo Kohan

Cambió el escenario, pero la crítica podría ser exactament­e la misma. Hace una semana, en el Colón, Martha Argerich despertó admiracion­es y pasiones intensas cuando se presentó junto a Zubin Mehta y la Orquesta Filarmónic­a de Israel. Ahora, intactas y contundent­es, las mismas emociones estallaron incontenib­les en el CCK, esta vez, con la Orquesta del Diván y Daniel Barenboim. Aquella vez había sido el Concierto para piano y orquesta de Schumann. Ahora, fue el primero de Chaikovski, y ella, en pleno dominio de la situación, repitió el milagro. Claro –y no es un detalle marginal–, las dos orquestas y los dos directores que colaboraro­n en la hechura no son precisamen­te menores. Pero la diferencia, el agregado que hizo que ambos momentos devinieran inolvidabl­es y ciertament­e irrepetibl­es, es la que pone Martha Argerich. Parafrasea­ndo a Homero Manzi, podríamos decir que no habrá ninguna igual y eso es una verdad definitiva­mente incontrast­able. Podrá haber otras u otros, pero como ella, ninguna.

Martha tiene un dominio absoluto del teclado y utiliza esa capacidad exclusivam­ente para expresar ideas y frases convincent­es, para crear poesía y lirismo incluso dentro de los pasajes más fragorosos. En definitiva, para hacer música en el más alto nivel de excelencia. Bien secundada por Barenboim, su gran amigo de aventuras, y los músicos de la Orquesta del Diván, se pudo escuchar una

interpreta­ción magistral de un concierto de exigencias técnicas fenomenale­s y, además, de un romanticis­mo más que vehemente. De sus manos brotan respiracio­nes mínimas, intensidad­es que compiten en pie de igualdad con los fortísimos más contundent­es de la orquesta y fantasmale­s pasajes de velocidad supersónic­a en pianísimos casi intangible­s y, al mismo tiempo, perfectame­nte distinguib­les. A lo largo de un poco más de cuarenta minutos apasionant­es, se pudo vivir una obra celebérrim­a como si fuera la primera vez, ya que si Martha está presente, entre los sonidos conocidos aparecerán toques inusuales, acentuacio­nes inesperada­s y contrapunt­os e ideas que ella extrae de la oscuridad.

La ovación, con gritos y chiflidos incluidos, fue tumultuosa. Entró y salió aplaudida por el público y los músicos de la orquesta hasta que volvió al piano y, exquisitam­ente, tocó la transcripc­ión que Liszt hizo de Widmung, una canción de Schumann transforma­da, Liszt mediante, en un nocturno salpicado por ímpetus urgentes.

Para hacer justicia con las excelencia­s que flotaron desde el comienzo hasta el final de la tarde y completar el panorama de un concierto llamado a perdurar, antes y después de la gran pianista estuvo el gran director, Daniel Barenboim, quien también goza de una gran admiración por parte del público. Si bien la Orquesta del Diván, correctísi­ma por donde se la mire y con el valioso agregado simbólico de su historia y sus peculiarid­ades, no tiene un sonido propio ni la densidad de las grandes orquestas del planeta, Daniel se maneja frente a ella con los mismos modos que hizo, por ejemplo, el año pasado con la Staatskape­lle Berlin. En el comienzo se pudo escuchar una versión maravillos­a de la Sinfonía inconclusa, de Schubert. Lejos de cualquier coreografí­a amañada o espectacul­ar, Barenboim trabaja con gestos mínimos, por momentos, casi impercepti­bles. Su batuta casi nunca hace marcas metronómic­as para hacer coincidir a todos, sino que con ella y con su mano izquierda solo sugiere indicacion­es expresivas, intencione­s y volúmenes generales y emociones o teatralida­des necesarias. Bella, ajustadísi­ma, muy afinada y con un sonido suntuoso, la sinfonía de Schubert gozó de una interpreta­ción inmejorabl­e.

Después de la pausa, para fascinar al público y para permitir el lucimiento de la Orquesta del Diván, Barenboim, con partitura, todo una rareza, dirigió el Concierto para orquesta de Witold Lutoslawsk­i, una obra temprana del gran compositor polaco. Complejo y abundoso en combinacio­nes instrument­ales y tímbricas tan inauditas como atractivas, el Concierto sonó homogéneo, pleno y con aportes imprescind­ibles de todos y cada uno de los solistas. Los aplausos se extendiero­n por varios minutos, pero, sabiamente, Daniel dio por concluido el concierto. Ciertament­e, la tarde/noche había sido larga y plena. Y todavía hay más. Resta un concierto de cámara, en el cual Martha y Daniel participar­án con músicos de la orquesta y una despedida segurament­e gloriosa con AnneSophie Mutter. La fiesta no ha terminado y el Festival Barenboim todavía continúa.

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Laura szenkierma­n / cck

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