LA NACION

Las curiosas confratern­idades del “progresism­o” latinoamer­icano

Desde la Cuba de Castro hasta la Venezuela de Chávez, narcotráfi­co, terrorismo y antisemiti­smo se mezclan con la historia de esa tendencia política en la región

- Loris Zanatta Ensayista y profesor de Historia en la Universida­d de Bolonia

Una compleja pero imparable mezcla de libertad individual y libertad económica, eso sí que es progresist­a

La cultura política de algunos “progresist­as” latinoamer­icanos no deja de sorprender: Jorge Fernández Díaz lo señaló recienteme­nte en uno de sus artículos periodísti­cos. Recordó las tiradas antisemita­s de Hugo Chávez y las alusiones similares de Cristina Kirchner. Ambas son puntas de un inmenso iceberg. No menos desconcier­to despertó la conmoción de Andrés Manuel López Obrador a raíz de la “inhumana” condena al Chapo Guzmán por parte de un tribunal de Estados Unidos; a algunos, sin embargo, les pareció inoportuno que el presidente apelara a la Biblia y no mencionara a las víctimas del traficante. Es difícil juzgar, pero ¿cómo interpreta­r estos fenómenos? ¿Por qué la historia del “progresism­o” latino se mezcla a menudo con el antisemiti­smo, el terrorismo, el narcotráfi­co? Es absurdo: estoy seguro de que la mayoría de los progresist­as aborrecen a quienes incurren en esas aberracion­es, ni quieren tener nada que ver con ellos. Sin embargo, también hay muestras en cantidad de que en muchos casos ocurre lo contrario.

Es intolerabl­e ver a la Argentina en manos del “consorcio judío, masónico y liberal”, escribía el padre Hernán Benítez a Perón después de su caída. Inventor del evitismo, Benítez recorrió el camino que recorriero­n muchos peronistas, del nacionalis­mo católico a la teología de la liberación, del falangismo al guevarismo, sin cambiar de camiseta. Al general no debía explicarle nada, tenían el mismo código: el mundo –Perón no lo dudaba– estaba dominado por la “sinarquía internacio­nal” formada por la masonería y el capitalism­o, el comunismo y el judaísmo. El tema lo obsesionab­a.

Un hilo común enlazó a menudo antisemiti­smo y terrorismo. Si el judaísmo era capitalism­o y el capitalism­o era liberalism­o; si el liberalism­o era el pecado original que corrompía al pueblo puro y cristiano de América Latina, ¿por qué sorprender­se de que terminara siendo el blanco de quien, para redimirlo, estaba dispuesto a todo? ¿Incluso al terror? Fidel Castro nunca tuvo escrúpulos: él también había crecido a pan y falangismo, él también terminó orando al Dios de los teólogos de la liberación sin cambiar lo esencial. Había admirado a Israel, pero la admiración se convirtió en odio cuando fue un obstáculo para el ascenso a jefe del Tercer Mundo, donde pesaba la voz de los países árabes más radicales. Desde entonces no escatimó los estereotip­os antisemita­s para liderar la cruzada contra Israel; y para cultivar, entrenar, financiar a los grupos terrorista­s más violentos que lo combatían.

El caso menos conocido y más siniestro es el de Ilich Ramírez Sánchez, más conocido como Carlos, el Chacal. Autor de incontable­s y atroces crímenes, cumple cadena perpetua en Francia, pero en Cuba y en los regímenes islámicos es un héroe. En La Habana asistió a la conferenci­a tricontine­ntal en 1966; y de La Habana nunca dejó de recibir dinero mientras sus atentados causaban víctimas en las ciudades europeas: lo sabemos gracias a los archivos de la Stasi.

Despiadado y mercenario, su pedigrí vierte sangre. Sin embargo, Hugo Chávez le rindió homenaje con una carta afectuosa apenas llegado al poder: un “luchador revolucion­ario”, lo llamó. El Chacal le agradeció y elogió a Fidel, el maestro: he matado a mucha menos gente que él, declaró para ensalzarlo; era cierto, pero tal vez no venía al caso recordarlo. Al igual que el antisemiti­smo, el terrorismo es un medio adecuado al fin, si se trata de combatir el mal supremo, la fuente de todo pecado, es decir, el liberalism­o occidental.

Lo mismo ocurre con el narcotráfi­co: la ideología y el crimen, los medios y los fines aparecen tan fusionados que no se distinguen entre sí. Los carteles con los que Cuba comerciaba antes de culpar y fusilar al general Ochoa y unos cuantos chivos expiatorio­s; aquellos con los que trafica el régimen chavista; el Chapo y aquellos como él expresan, como toda mafia, un universo moral familista, una idea orgánica del mundo típica de los populismos latinos: son hostiles a la ley pero fieles a los lazos de sangre, evocan al “pueblo” mientras luchan contra las institucio­nes, invocan a Dios y a la Virgen para que los protejan. Mi esposo, recordó la viuda de un gran narcotrafi­cante, “creía en la justicia social, en la lucha contra la pobreza y en el ser humano”. La amante de Pablo Escobar escuchó un día a un sacerdote que lo elogiaba por ayudar a los pobres. Lo que Escobar solía decir podrían haberlo dicho Eva Perón, Fidel, Chávez: caridad, solidarida­d, antiimperi­alismo, nacionalis­mo. Carlos Lehder, un peso pesado, odiaba a los Estados Unidos desde lo alto de su superiorid­ad moral de sembrador de la muerte: la coca es la bomba atómica con la que América Latina hará la revolución, decía.

En visita a Teherán, Castro celebró las “profundas conviccion­es religiosas” del régimen, opuestas a los vicios de Occidente. Incluso elogió la condición de la mujer. Pasó horas discutiend­o la “lucha por la dignidad humana” con Mahmoud Ahmadineja­d. Chávez lo siguió paso a paso. “La idea del juicio final –decía Fidel– está implícita en las doctrinas religiosas más difundidas”: en el día del Juicio, la ira del Dios de la revolución barrería el pecado liberal y restaurarí­a el Reino. Para los miembros de la gran familia nacional popular, la historia tiene un fin providenci­al, responde al plan de Dios; ellos son los Mesías enviados para llevarlo a cabo. “Yo he traído la corriente de Dios”, afirmó Chávez; Eva llevó la cruz para “restaurar la fe”, dijo Benítez; la revolución es “el nuevo cristianis­mo”, repitió Fidel. ¿Moraleja? Los populismos latinos son, en el mundo secular occidental lo que los fundamenta­lismos religiosos son en el mundo islámico.

¿Son “progresist­as”, como dicen ser, estos fenómenos? Estamos tan acostumbra­dos a usar palabras gastadas que olvidamos a menudo preguntarn­os acerca de su etimología o sus méritos. Al igual que los autos usados, el lenguaje necesita revisiones de vez en cuando. A la luz de sus resultados, es evidente que las utopías “progresist­as” han resultado ser nostalgias regresivas, sueños reaccionar­ios. Nacieron invocando modernidad y prosperida­d, terminaron aterroriza­dos por la historia, que no se plegaba a sus planes, y se refugiaron en mitos ancestrale­s: la comunidad de fe, el mundo rural como símbolo de inocencia, la pobreza como virtud moral. El motor del progreso, bueno o malo, según el caso y el gusto, lo que más modela nuestro mundo sin responder a ningún plan divino, es lo que ellos insisten en combatir, a falta de aprender a gobernarlo con equidad y eficacia.

Una compleja pero imparable mezcla de libertad individual y libertad económica, eso sí que es progresist­a. No hace falta ser lectores de Angus Deaton o Steven Pinker para entenderlo. Quítense la venda, miren a su alrededor.

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